En el hormiguero pesaba el desánimo.
Se acercaba el invierno y los almacenes estaban casi vacios. Además, las
ortigas iban invadiendo el terreno. Gracias a unos troncos que llevaban tiempo
allí y de los que nadie se acordaba, podían coger alguna que otra larva; además,
eran pocas. Sus huestes habían quedado muy mermadas desde la última incursión a
la casa más cercana; se salvaron unas pocas de milagro. ¡Con lo bien que lo
habían desarrollado!, pensaba una de ellas. ¡El olor del azúcar pudo más que la
prudencia!
¡A ver! La casa estaba lejos para
nosotras, pero enfilamos de una en una, trepamos la pared, entramos por la
junta de la ventana, bajamos y seguimos por debajo, a ras de los muebles de la
cocina, volvimos a subir igual por los muebles de la parte alta y, cuando el
olor se hizo irresistible, nos fuimos metiendo dentro del armario. ¡Y allí
estaba nuestro tesoro: un hermoso paquete de azúcar, abierto para nuestro
deleite! Lo llenamos todo, ¡qué gozada! De repente una mano abrió el armario y
pegó un grito enorme:
–¿Qué es esto? ¡Hormigaaas…!
De
un manotazo, cogió el paquete y nos tiró a la basura. Todo quedó en silencio
por unos instantes, hasta que un olor intenso lo invadió todo. Esperamos hasta
intentar salir de allí y regresamos al
hormiguero.
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No
muy lejos de allí…
–¿Qué haces, Estrella?
–Un bocadillo, mamá. He quedado con
Marta y Ángela para ir a merendar al monte.
–Va a ser que no iréis muy lejos. Tendréis
que llevar a Carlitos, yo tengo que ir al pediatra con el bebé.
–¡Mamá, que tiene tres años!
–¡Pues lo lleváis de la mano entre
dos y así se cansa menos, y le haces una papilla de frutas y la metes en un
tarro.
Carlitos
entró en ese momento a la cocina.
–¡Yo
tero bocadillo chorizo!
–¡Papilla
de frutas con unas galletitas!, ¿vale?
Carlitos
se quedó más contento. Su hermana siguió haciendo el bocadillo un poco más grande.
–¡Si
te portas bien, te daré un trozo de lo mío! –dijo
.
Repasó lo que iba a llevar: botellín
de agua, bocadillo y servilletas, un plátano y el tarro de frutas. Lo metió
todo en una pequeña mochila y, de la mano de su hermanito, salieron en busca de
sus amigas, que, en cuanto vieron el panorama, torcieron el morro; pero al rato
lo cogieron entre las dos, dándole saltitos en el aire con el consiguiente
regocijo del niño:
–Un,
dos, tres… ¡Yupiii…!
El pueblo acaba y enfilaron una
pequeña cuesta donde las casas ya estaban más diseminadas y el verde se hacía
cada vez más visible, hasta que vieron vacas paciendo plácidamente.
–¡Vacas, vacas! –decía Carlitos,
alborozado.
La
tarde de sábado estaba preciosa y disfrutaban riendo y contándose sus avatares
colegiales.
–¡Teno hambre! –dijo Carlitos.
–¿Tan pronto? –contestó Estrella.
–¡Sííí…, teno hambre, teno hambre!
–Bueno, bueno –dijo Ángela–, podemos
merendar en aquellos troncos de allí, que el suelo está húmedo de haber llovido
anteayer…
–¡Aquí hay muchas ortigas! –dijo
Marta.
–Da igual –contestó Estrella–, le
damos la merienda a mi hermano; si no, nos va a dar el cante toda la tarde.
Dieron unos saltitos, con cuidado de
no ortigarse, y se sentaron en aquellos troncos tan estupendos.
Estrella sacó su bocadillo con la
servilleta y lo puso encima del tronco para sacar el tarro de fruta.
–¡Tero bocadillo, tero bocadillo!
–decía Carlitos.
–¡Cuando te comas las frutas!
Pero
llagó tarde. El bocadillo cayó hacia la parte de atrás de los troncos, donde
las ortigas estaban gigantescas.
–¡Dale de merendar a tu hermano, y
ya veremos cómo lo cogemos después! –dijo Ángela.
Carlitos merendó y se quedó muy
satisfecho, pero cuando volvieron a mirar el bocadillo vieron con estupor que
estaba lleno de hormigas…
¡Solo ellas y nada más que ellas
estaban contentas!
Mª
EULALIA DELGADO GONZÁLEZ©

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