Era el diecinueve de febrero. Me
levanté contenta, quizá porque mi hija cumplía cuarenta añazos. Así de feliz
debió de sentirse la hormiguita vigía que se encontraba a un metro de mí: un
día espléndido tras diez días primaverales. No se movía; puede que los rayos de
sol la tuvieran obnubilada o que se estuviera alimentando de calor. Inspeccioné
la zona por si veía algún montículo de tierra desmenuzada: ¡nada! Me
tranquilicé: no sería atacada por un batallón de seres hipnotizados, moviéndose
nerviosas hacia el norte, hacia el sur, ya hacia el este, ora hacia el oeste.
Su bailar vertiginoso, como de estrellas fugaces, me ataca las neuronas,
paralizándome.
Han pasado tres semanas y no he
vuelto a toparme con ninguna otra. Siento añoranza de aquel ser solitario. Si
hubiera permanecido más tiempo observándola..., se habría movido, quizá hasta
los doscientos metros; si hubiese estado quietecita..., podría haber comprobado
si volvía cargada y qué hojas transportaba con sus enérgicas antenas. Pero fui
demasiado fría con ella. Y proseguí mi camino.
Mis paseos, por la aldea donde vivo,
se asemejan a los que realizo por la ciudad:
unos pocos metros y me paro ante el escaparate de la librería Aranbide, ¡qué pena, no necesito nada!
Recorro otros cincuenta metros y descanso ante la boutique Mara: mi
perdición... Parezco, pues, un corta césped que arranca y se apaga, que respira
y se ahoga.
Caminé un trecho y me fijé en la finca de Javier: un
caballo color caramelo oscuro, dos yeguas color betún Luis XVI y un
potrillo de pelambre color canela. Su peso, unido a la fuerza de sus cascos, es
arma letal para los hormigueros de la finca –pensé–. ¡Qué asfixia!
Como
agricultor, Javier supo lo que se hacía al introducir los équidos en su terreno.
Los animales comenzaron a morder los brotes más tiernos, y la tierra apareció
parcheada. Después, sus hocicos estirados fueron hozando, rebuscando zonas de
alguna vegetación, y la heredad pasó de hierba verde a marrón ceniciento.
Además, los animales han ido
fertilizando casi todo el solar de cúmulos negros, como pelotas de tenis unidas
por la humedad en la defecación.
En las zonas umbrías, más húmedas,
crecieron matas verdes, arrogantes, llenas de bolitas blancas que eran y son
las semillas invasoras de la planta. La caballería las ha dejado intactas, ni
el potrillo las ha hocicado –puede que su madre lo mantuviera alejado de ellas
con algún coscorrón que otro–. Javier las ha respetado, no ha usado ningún
herbicida contra ellas. Sin embargo, yo no quería ninguna ortiga en mi
jardín: antes de su floración,
preparada con guantes anti pelusas urticantes, las he arrancado de raíz y, con
sumo cuidado, las he ido introduciendo en bolsas de papel para salir, como una
bala, al contenedor de rastrojos.
Hoy, sorpresa, sorpresa... Al
arrancar las ramitas secas de la surfinia, han emergido, en la jardinera
izquierda del balcón, cinco diminutos insectos. La sonrisa ha vuelto a mi
cara... Sí, seguro que trepó por la pared, con sus patitas cargadas del dulce
calor, y llamó con sus pies térmicos en los sépalos mustios de su
hormiguero...
Isabel Bascaran©
San
Vicente de la Barquera, a 10 de marzo de 2019

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