Una
vez tuve quince años. Recuerdo haber estado molesta: quince ya eran muchos;
tenía la sensación de haber nacido para ser siempre una niña, igual que a otros
les había tocado ser padres o abuelos. Luego cumplí los 16, los 17 y empecé a
mirar hacia el futuro, empecé a preguntarme cómo sería de mayor, qué vida
tendría. La sola idea de pensarlo me inquietaba, pero me gustaba, me sentía
cada vez más libre, disfrutando de mis elecciones, de mis estudios, de mi
trabajo, de los amigos, de la noche, los viajes… Y así llegué a los 25 y ahí me
quedé.
Tendrían
que pasar muchos años, muchos, para darme cuenta de que ya no los tenía; ni los
tenía, ni los quería. ¿No son pesadillas esos sueños que te llevan al pasado
donde todavía no has terminado de estudiar? Sí, eres más joven, pero te queda
todo otra vez por delante. ¡Qué pereza!
No
cambiaría mi yo de cincuenta por el yo de quince, con toda su belleza de niña bonita,
que ni en sus mejores sueños imaginó ser, saber, sentir, querer y por supuesto
tener –si a las personas se las puede tener, claro– lo que ahora yo tengo.
Almudena Pascual©

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