Una vez tuve quince años… y una vez
también creía en el cuento de Caperucita Roja.
Ahora,
después de los años y siendo una vieja anciana, mis recuerdos pasan por mi
mente, rápidos y veloces como el trote de un hermoso y soberbio caballo
lipizzano: primero, negro, para
finalizar, al cabo de unos años, en una blanca belleza.
Y
por ahí empiezo.
Les
confieso a ustedes que, de esa edad de mi vida, rememoro con nostalgia la
blanca nieve en las cumbres de las montañas de Berga, reflejándose como espejos
sobre los cristalinos lagos helados, derramándose sobre ellos una cálida y
cercana luz.
Era
en el castillo medieval de esa localidad, alzado sobre una prominente colina,
donde pasaba cada año mis vacaciones de invierno. Las mejores de mi vida. Allí
ya me esperaban mis amigos para subirnos a lo alto de las murallas del castillo
o escaparnos a través de los bosques para llegar al pueblo y comprarnos
manzanas caramelizadas en su famosa confitería. Mis padres me castigaban por
ello, pero yo, como buena tauro, lo repetía un día tras otro. Y les digo a
ustedes que la mayoría de las veces no se enteraban.
Cuanto
acontecía dentro de aquellos macizos y centenarios muros era para nosotros una
constante novela de aventuras. Recuerdo cuando nuestros padres se iban a jugar
al golf y a practicar tirando bolas y nos quedábamos solos, corriendo de un
lado a otro en el patio del castillo. Al cabo de un buen rato y ya cansados de
tanto competir, nos adentrábamos en las lúgubres estancias que teníamos terminantemente
prohibido visitar.
Abríamos
un portón macizo de madera regia y entrábamos en una de las oscuras y tenebrosas
salas. El olor a humedad y a rancio lo impregnaba todo. Estaban repletas de
empolvados libros antiguos. No había luz y los crujidos de las antiguas maderas
recordaban a un siniestro cementerio donde el miedo y el temor a encontrarnos
un cadáver nos impregnaba hasta los huesos. Salíamos de allí con el corazón
desbocado, como si de una terrible pesadilla se tratase, chocando los unos
contra los otros, dejando atrás el fortificado habitáculo con su ventanal
tintado en colores azules y rojos, por donde no entraba ni un rayo de luz.
Luego, cuando el corazón se calmaba, nos sentábamos en el frío suelo de piedra
del recinto de la piscina cubierta, rodeada de cristaleras, comentando y
riéndonos de todas nuestras tropelías.
Dejábamos
atrás las risas. Empezaba a oscurecer y soplaba un gélido viento, trayendo una
luna brillante en medio de un inmenso cielo negro. Cerrábamos la gran puerta de
madera noble del castillo y nos íbamos, agotados, a casa.
El
silencio bañaba la noche. Mañana empezaría un nuevo día.
Espero
que a ustedes les haya entretenido mi historia. Ya ven, el legendario relato de
una vieja anciana… que una vez tuvo quince años.
Francis Cortés Pahissa ©

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