viernes, 5 de abril de 2019

UNA VEZ TUVE QUINCE AÑOS




            Una vez tuve quince años… y una vez también creía en el cuento de Caperucita Roja.

Ahora, después de los años y siendo una vieja anciana, mis recuerdos pasan por mi mente, rápidos y veloces como el trote de un hermoso y soberbio caballo lipizzano:  primero, negro, para finalizar, al cabo de unos años, en una blanca belleza.

Y por ahí empiezo.

Les confieso a ustedes que, de esa edad de mi vida, rememoro con nostalgia la blanca nieve en las cumbres de las montañas de Berga, reflejándose como espejos sobre los cristalinos lagos helados, derramándose sobre ellos una cálida y cercana luz.

Era en el castillo medieval de esa localidad, alzado sobre una prominente colina, donde pasaba cada año mis vacaciones de invierno. Las mejores de mi vida. Allí ya me esperaban mis amigos para subirnos a lo alto de las murallas del castillo o escaparnos a través de los bosques para llegar al pueblo y comprarnos manzanas caramelizadas en su famosa confitería. Mis padres me castigaban por ello, pero yo, como buena tauro, lo repetía un día tras otro. Y les digo a ustedes que la mayoría de las veces no se enteraban.

Cuanto acontecía dentro de aquellos macizos y centenarios muros era para nosotros una constante novela de aventuras. Recuerdo cuando nuestros padres se iban a jugar al golf y a practicar tirando bolas y nos quedábamos solos, corriendo de un lado a otro en el patio del castillo. Al cabo de un buen rato y ya cansados de tanto competir, nos adentrábamos en las lúgubres estancias que teníamos terminantemente prohibido visitar.

Abríamos un portón macizo de madera regia y entrábamos en una de las oscuras y tenebrosas salas. El olor a humedad y a rancio lo impregnaba todo. Estaban repletas de empolvados libros antiguos. No había luz y los crujidos de las antiguas maderas recordaban a un siniestro cementerio donde el miedo y el temor a encontrarnos un cadáver nos impregnaba hasta los huesos. Salíamos de allí con el corazón desbocado, como si de una terrible pesadilla se tratase, chocando los unos contra los otros, dejando atrás el fortificado habitáculo con su ventanal tintado en colores azules y rojos, por donde no entraba ni un rayo de luz. Luego, cuando el corazón se calmaba, nos sentábamos en el frío suelo de piedra del recinto de la piscina cubierta, rodeada de cristaleras, comentando y riéndonos de todas nuestras tropelías.

Dejábamos atrás las risas. Empezaba a oscurecer y soplaba un gélido viento, trayendo una luna brillante en medio de un inmenso cielo negro. Cerrábamos la gran puerta de madera noble del castillo y nos íbamos, agotados, a casa.

El silencio bañaba la noche. Mañana empezaría un nuevo día.

Espero que a ustedes les haya entretenido mi historia. Ya ven, el legendario relato de una vieja anciana… que una vez tuvo quince años.

Francis Cortés Pahissa ©

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