jueves, 16 de mayo de 2019

LA PUTA CHINA




            Ejercía en el barrio chino, en un local que quienes habían ya desfilado por allí decían que estaba destartalado, sucio y que apestaba a alcohol y a porros. Para llegar, había que transitar las callejas estrechas que olían a orines y sortear borrachos y drogatas que serpenteaban de lado a lado como buscando tropezar con alguien para iniciar una bronca. La puerta, de dos hojas de madera vieja, estaba siempre abierta y se entraba sin llamar y, si ella estaba ocupada, se sentaba uno donde podía hasta que apareciera. Y aunque no lo advirtiera ningún letrero, se guardaba silencio. Todo lo más, alguien, repetidor y con ganas de presumir de experiencia, miraba con aire de complicidad y, ayudándose de un ligero asentimiento con la cabeza, susurraba:

            –Es buena, la tía.

            No sé cuánto tiempo llevaba la china por ahí, pero desde hacía meses era tema asiduo de conversación y ocurrió que a quien no había pasado por allí se le consideraba un retrógrado desfasado. Y además, se añadía, tonto, porque la china, se decía, era la mejor. Sobre todo, con la boca. Contaban los conocedores que era un portento de la naturaleza, capaz de despertar sensaciones nunca antes descubiertas, los mil matices del éxtasis; inútil buscar otra igual.

            Un viernes por la mañana –por aquello de que habría menos concurrencia que por la tarde– fui con un amigo, decididos a dejar de pertenecer al grupo de los ignorantes que aún seguían en la inopia y para poder también presumir de experiencia de primera mano. La elección de la hora fue buena, porque no había nadie. Ella salió enseguida y nos saludó con una bonita sonrisa. Sin muchos preámbulos, nos dijo el precio –que ya conocíamos– y que debíamos pagar por adelantado. Hablaba con mucho acento pero correctamente, despacio y como paladeando cada frase. Cogió nuestro dinero con sus pequeñas manos y nos advirtió que, sobre todo, no nos estaba permitido hablar. La sesión duraría media hora y luego nos teníamos que marchar sin despedirnos, simplemente irnos. Y nos hizo pasar a otra estancia.

            Su cuerpo, menudo, se colocó frente a un lienzo de considerables dimensiones situado sobre un bastidor de madera. Sus brazos, de apenas un palmo de largo, tomaron un pincel y se lo colocó en la boca. Tras unos minutos concentrada en absoluta inmovilidad, entró en trance. Oíamos su respiración profunda, que emitía una especie de ligerísimos ronquidos, y veíamos como sus ojos, negrísimos, alumbraban con destellos febriles. Con el pincel firmemente sujeto entre los dientes, continuó con la obra en la que estaba trabajando. Acercándose al lienzo, besándolo más que tocándolo con el pincel, trazaba delicadísimos, finísimos arabescos que iban conformando la imagen de un bosque cromático del que emergían, difuminados,  rostros enigmáticos que parecían fluir de la tierra y cuyos contornos eran como gasas que se fusionaban con la naturaleza circundante. Sus trazos eran como notas musicales devenidas en pintura; cada pincelada, un acorde que hacía reverberar las neuronas del cerebro evocando las sensaciones más profundas, unas veces placenteras, otras inquietantes, pero siempre inolvidables. Sus pequeños brazos se limitaban a sujetar la paleta de colores y tomar el pincel cuando había de cambiarlo por otro, pero todo el trabajo creador lo hacía exclusivamente con la boca, firme a la vez que delicada, que exhibía una tremenda agilidad y sobre todo un virtuosismo expresivo nunca visto por nosotros hasta entonces en ningún museo.

            Estábamos hipnotizados por aquellos rostros difusos, inquietantes, llenos de vida, que parecían surgir de la tierra y desvanecerse ante nuestras atónitas miradas entre la maleza de aquel frondoso bosque de encajes multicolores y arabescos imposibles. Nunca olvidaríamos la gran generosidad de la artista por permitirnos asistir a media hora de la más perfecta creación, ser testigos del parto de una obra artística única y diferente a todo lo antes visto, del trabajo de un genio en su más delicada expresión.

            Pasada la media hora convenida, sin hacer ruido, procurando casi levitar para no sacarla de su ensimismamiento, salimos, como nos pidió, sin despedirnos.

            Anduvimos entre las callejas malolientes durante un rato sin rumbo fijo, sin hablarnos, asimilando la experiencia vivida. Luego, la vida volvió a recuperar su habitual tenor y nos dijimos que nos vendría bien una cerveza. De camino al bar, mi amigo recuperó el habla:

            –Joder, qué mala leche tuvo con la talidomida. ¡Qué no habría hecho si llega a tener los dos brazos normales!

            –Vete a saber. Igual con los dos brazos normales se habría dedicado a otra cosa, nunca se sabe.

            –De todas formas, vaya putada.

            – Sí, pero algún día sus cuadros valdrán una fortuna, porque… ¡qué bien pinta la puta china!

José-Pedro Cladera Fontenla©

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