Ejercía en el barrio chino, en un local que quienes habían ya desfilado por allí
decían que estaba destartalado, sucio y que apestaba a alcohol y a porros. Para
llegar, había que transitar las callejas estrechas que olían a orines y sortear
borrachos y drogatas que serpenteaban de lado a lado como buscando tropezar con
alguien para iniciar una bronca. La puerta, de dos hojas de madera vieja,
estaba siempre abierta y se entraba sin llamar y, si ella estaba ocupada, se
sentaba uno donde podía hasta que apareciera. Y aunque no lo advirtiera ningún
letrero, se guardaba silencio. Todo lo más, alguien, repetidor y con ganas de
presumir de experiencia, miraba con aire de complicidad y, ayudándose de un
ligero asentimiento con la cabeza, susurraba:
–Es buena, la tía.
No sé cuánto tiempo llevaba la china
por ahí, pero desde hacía meses era tema asiduo de conversación y ocurrió que a
quien no había pasado por allí se le consideraba un retrógrado desfasado. Y
además, se añadía, tonto, porque la china, se decía, era la mejor. Sobre todo,
con la boca. Contaban los conocedores que era un portento de la naturaleza,
capaz de despertar sensaciones nunca antes descubiertas, los mil matices del
éxtasis; inútil buscar otra igual.
Un viernes por la mañana –por
aquello de que habría menos concurrencia que por la tarde– fui con un amigo,
decididos a dejar de pertenecer al grupo de los ignorantes que aún seguían en
la inopia y para poder también presumir de experiencia de primera mano. La
elección de la hora fue buena, porque no había nadie. Ella salió enseguida y
nos saludó con una bonita sonrisa. Sin muchos preámbulos, nos dijo el precio
–que ya conocíamos– y que debíamos pagar por adelantado. Hablaba con mucho
acento pero correctamente, despacio y como paladeando cada frase. Cogió nuestro
dinero con sus pequeñas manos y nos advirtió que, sobre todo, no nos estaba
permitido hablar. La sesión duraría media hora y luego nos teníamos que marchar
sin despedirnos, simplemente irnos. Y nos hizo pasar a otra estancia.
Su cuerpo, menudo, se colocó frente
a un lienzo de considerables dimensiones situado sobre un bastidor de madera. Sus
brazos, de apenas un palmo de largo, tomaron un pincel y se lo colocó en la
boca. Tras unos minutos concentrada en absoluta inmovilidad, entró en trance. Oíamos
su respiración profunda, que emitía una especie de ligerísimos ronquidos, y
veíamos como sus ojos, negrísimos, alumbraban con destellos febriles. Con el
pincel firmemente sujeto entre los dientes, continuó con la obra en la que
estaba trabajando. Acercándose al lienzo, besándolo más que tocándolo con el
pincel, trazaba delicadísimos, finísimos arabescos que iban conformando la
imagen de un bosque cromático del que emergían, difuminados, rostros enigmáticos que parecían fluir de la
tierra y cuyos contornos eran como gasas que se fusionaban con la naturaleza
circundante. Sus trazos eran como notas musicales devenidas en pintura; cada
pincelada, un acorde que hacía reverberar las neuronas del cerebro evocando las
sensaciones más profundas, unas veces placenteras, otras inquietantes, pero
siempre inolvidables. Sus pequeños brazos se limitaban a sujetar la paleta de
colores y tomar el pincel cuando había de cambiarlo por otro, pero todo el
trabajo creador lo hacía exclusivamente con la boca, firme a la vez que
delicada, que exhibía una tremenda agilidad y sobre todo un virtuosismo
expresivo nunca visto por nosotros hasta entonces en ningún museo.
Estábamos hipnotizados por aquellos
rostros difusos, inquietantes, llenos de vida, que parecían surgir de la tierra
y desvanecerse ante nuestras atónitas miradas entre la maleza de aquel frondoso
bosque de encajes multicolores y arabescos imposibles. Nunca olvidaríamos la
gran generosidad de la artista por permitirnos asistir a media hora de la más
perfecta creación, ser testigos del parto de una obra artística única y
diferente a todo lo antes visto, del trabajo de un genio en su más delicada
expresión.
Pasada la media hora convenida, sin
hacer ruido, procurando casi levitar para no sacarla de su ensimismamiento,
salimos, como nos pidió, sin despedirnos.
Anduvimos entre las callejas
malolientes durante un rato sin rumbo fijo, sin hablarnos, asimilando la
experiencia vivida. Luego, la vida volvió a recuperar su habitual tenor y nos
dijimos que nos vendría bien una cerveza. De camino al bar, mi amigo recuperó
el habla:
–Joder, qué mala leche tuvo con la
talidomida. ¡Qué no habría hecho si llega a tener los dos brazos normales!
–Vete a saber. Igual con los dos
brazos normales se habría dedicado a otra cosa, nunca se sabe.
–De todas formas, vaya putada.
– Sí, pero algún día sus cuadros
valdrán una fortuna, porque… ¡qué bien pinta la puta china!
José-Pedro
Cladera Fontenla©

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