¡Quieto todo el mundo! Era
la retahíla que ponían por la tele. Ese día no había colegio y sólo deseaba
volver a clase para ver a mi chinita.
Se llamaba Cristina y fue
mi primer amor platónico de carne y hueso; el otro fue Wendy, la de Peter Pan.
Soñaba despierto con ella todos los días. Era lo más exótico que había visto
nunca: pelo liso negro azabache con flequillo, cara aplastada –lo cual le resaltaba
los pómulos– y ojos de china. Además de su origen –era la única oriental en el
colegio–, llamaba la atención su abrigo de piel con tiznas de guepardo que
dejaba ver la caída de la falda de tablas del uniforme.
Dos días después del
malogrado golpe, me armé de valor y, durante el recreo, me declaré a mi ansiada
chinita. No sé bien lo que dije, estaba demasiado nervioso, pero sí recuerdo la
quemazón de la bofetada en mi mejilla izquierda. No era sólo el orgullo y la
vergüenza ante el resto de mis compañeros, aquella china sabía pegar de verdad.
Nunca más quise saber de ella y, con el tiempo, se pasó aquel enamoramiento
infantil.
En plena guerra del golfo
compartía piso con Minh Duong. Chino criado en Francia, nacionalizado americano
y con ínfulas de playboy multimillonario, solía vestir de Armani. Actor fetiche
en algunos cortos que producíamos. Un día me di cuenta de que estafaba a los
seguros de sus tarjetas para mantener su apariencia de rico y potencial bróker.
Se abastecía de hamburguesas del McDonald’s y, como madrugaba, se las comía al
día siguiente frías de la nevera. Tenía un Ford Pinto que le había dejado su
tío, que, aunque le horripilase, era el propietario de un restaurante chino. De
noche había que conducirlo con la puerta entreabierta para que se encendiese la
luz interior y huyesen los cientos de cucarachas que lo poblaban. Sentías
cosquilleos por todo el cuerpo mientras conducías –la mayoría imaginados,
porque antes había experimentado muchos reales–. Al llegar la Navidad, le
invité a pasarla con mi familia. Mi hermano el pequeño, que por aquel entonces
le llegaba por la entrepierna, cada vez que se cruzaba con él se encargaba de
golpearle duramente en sus partes nobles al grito de “Chino Pelotas”. Desde
entonces, Minh Duong pasó a ser para mí “Chino Pelotas”, un chino que rechazaba
la riqueza de su cultura ancestral para pretender ser un snob oriental
afrancesado, cursi y hortera, cuando en realidad era un jodido chino americano.
Andaba apesadumbrado con
los resultados de las elecciones y un compañero me dijo que le acompañase a La
Gran Muralla; además por la noche tenía un concierto y quería que todo fuese
muy temático. Yo tenía claro que un restaurante como ese te deja deshidratado
durante 24 horas. Finalmente, me convenció. Hilo musical, paredes ornamentadas
de rojo, mucho marco dorado y una pecera. Y los clásicos del chino ibérico:
cerdo agridulce, ternera asada con salsa de ostras, pollo al limón, rollitos y
arroz tres delicias. Yo no hacía más que pedir tercios bien fríos para –aunque
sea lo contrario– combatir la inminente deshidratación. Mientras tanto, mi
compi no paraba de hablar del concierto de Puto Chino Maricón de esa noche: que
si Puto Chino esto, que si Puto Chino lo otro. De repente, me quedé perplejo:
la camarera que se nos acercaba era Cristina, mi chinita de la infancia. Ahora
mucho más estilosa, con el pelo recogido y kimono blanco. Se colocó justo
detrás de mi amigo y noté en su amable expresión que me había reconocido. En el
momento de ir a saludarla, cambió el rictus por uno enfurecido y gritó:
—¡Puto chino maricón! ¡Quién
es el puto chino maricón aquí!
Ocurrió muy rápido. Sacó una
daga de la manga, tiró del pelo de mi amigo y le cortó una oreja, que cayó
sobre el arroz tres delicias. Miré horrorizado y comprobé que tenía la cara
cubierta de tiznas de sangre. Mientras mi amigo se retorcía en la silla, le colocó
la mano derecha sobre la mesa y le cortó el dedo anular. Aquello empezó a ser
una matanza en toda regla. El dedo chorreando parecía cobrar vida sobre el
mantel blanco. Lo recogió y se lo metió en la boca para extraer el anillo. Rodeó
la mesa y se acercó hacia mí, ahora sonriente, me hizo un gesto para que levantase
la mano y lo colocó en mi anular, pasándolo sin problemas gracias a los fluidos
varios. Tiró de mi nuca y, como una víbora, me introdujo la lengua hasta el
gaznate y pude saborear el dulzor a sangre que desprendía su boca.
Me casé con ella. Platón se
convirtió en Bruce Lee, tuvimos tres putos chinos maricones y ahora somos una
“familia feliz”.
Óscar Nuño©

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