domingo, 13 de octubre de 2019

MY WAY




Ese rumor lo estaba matando, cada día le perforaba el tímpano un poco más. Él, que había poseído un gran puesto en una aseguradora que le prometía una suculenta jubilación a los sesenta, había escapado de esa vida que no le permitía ser feliz ni expandir su alma, y ahora se encontraba en Filipinas, un supuesto paraíso tropical en el que, según todos los libros de autoayuda que había leído en busca de, por lo visto, su “yo interior”, sus habitantes, ajenos a la forma de vida occidental, vivían en paz y armonía con la naturaleza, trasmitiendo su paz interior a todos los que se propusieran aceptarla. Eso, en conjunto con su cocina rica en aceite de coco, aloe vera, cúrcuma y panceta, prometía una nueva vida de “mens sana in corpore sano”.

Por desgracia, no resulto ser así. Su primera decepción fue descubrir que su cocina no incluía ninguno de esos milagrosos alimentos y que, a pesar de que la panceta fuese de primera, se la cargaban embadurnándola toda en una asquerosa salsa barbacoa. Pero lo que de verdad le estaba matando no era ningún tipo de carne mal condimentada, sino que se trataba de un demonio nacido en el país del sol naciente: la máquina de karaoke.

Como se trataba de un país tropical, los bares de karaoke se encontraban al aire libre, y sus abrasivas melodías, acompañadas de voces que musicalmente quedan al nivel de un león marino pariendo, se podían escuchar por todo el pueblo. A pesar de su incansable búsqueda de paz, por la que recorrió cada pequeña isla de cada atolón del país, no encontró ni un solo lugar en el que éstas no estuviesen presentes, e incluso encontró puntos en los que el ruido producido por varias de estas máquinas se unía, aumentando así su efecto.

Después de catorce meses de búsqueda, dos mil quinientas cervezas Red Horse y ciento veinte noches en vela por culpa de los demoniacos karaokes, decidió por fin pasarse una noche por uno. Al llegar, se sintió desorientado; pero, rápidamente, un grupo de locales a los que ya conocía le invitaron a sentarse con ellos y, entre litro de Red Horse y la canción “Zombie” de los Cranberries, transcurrió la noche. Tras mucha insistencia por parte de los habituales del bar, decidió salir a cantar. Se acercó a la barra, pidió el libro de canciones y, de entre todas ellas, se fijó en el tema “My Way” de Frank Sinatra. Al decirle al camarero el nombre de la canción, éste se sorprendió y le preguntó si no prefería elegir otra, pero se negó –después de haber pasado su vida haciendo lo que su jefe le pedía y después lo que sus libros de autoayuda decían, decidió que, por una vez, lo haría a su manera–.

Tras terminar de nuevo el tema “Zombie”, llegó su turno. Cogió el micrófono, y las primeras notas de la canción empezaron a sonar. En ese mismo instante, multitud de gente abandonó el bar, y los que se quedaron dejaron de reír. Pero, a pesar de todo, no se preguntó por qué, y se preparó para cantar las primeras estrofas:

And now the end is near
And so I face the final curtain,
My friend, I'll say it clear,
I'll state my case, of which I'm certain:
I've lived a life that's full,
I've traveled each and every highway,
But more, much more than this,
I did it my way.

Tras este último verso, un hombre entra en el bar con una ametralladora y dispara a bocajarro, masacrando a todos los presentes. Y por una vez en su vida, se sintió lleno. Siempre vivió como le dijeron, trabajó como le dijeron, comió como le dijeron, pero ahora estaba muriendo a su manera, tirado en el suelo en un charco de sangre, con las tripas abiertas por los balazos mientras sonaba la melodía de Sinatra, asesinado en un karaoke de Filipinas mientras cantaba “My Way”. No sé cómo piensas morir tú, pero seguramente no será tan guay como eso.

Lucas Nuño ©

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