Ese rumor lo estaba matando, cada día
le perforaba el tímpano un poco más. Él, que había poseído un gran puesto en
una aseguradora que le prometía una suculenta jubilación a los sesenta, había
escapado de esa vida que no le permitía ser feliz ni expandir su alma, y ahora
se encontraba en Filipinas, un supuesto paraíso tropical en el que, según todos
los libros de autoayuda que había leído en busca de, por lo visto, su “yo
interior”, sus habitantes, ajenos a la forma de vida occidental, vivían en paz
y armonía con la naturaleza, trasmitiendo su paz interior a todos los que se
propusieran aceptarla. Eso, en conjunto con su cocina rica en aceite de coco,
aloe vera, cúrcuma y panceta, prometía una nueva vida de “mens sana in corpore
sano”.
Por desgracia, no resulto ser así. Su
primera decepción fue descubrir que su cocina no incluía ninguno de esos
milagrosos alimentos y que, a pesar de que la panceta fuese de primera, se la
cargaban embadurnándola toda en una asquerosa salsa barbacoa. Pero lo que de
verdad le estaba matando no era ningún tipo de carne mal condimentada, sino que
se trataba de un demonio nacido en el país del sol naciente: la máquina de
karaoke.
Como se trataba de un país tropical,
los bares de karaoke se encontraban al aire libre, y sus abrasivas melodías,
acompañadas de voces que musicalmente quedan al nivel de un león marino
pariendo, se podían escuchar por todo el pueblo. A pesar de su incansable
búsqueda de paz, por la que recorrió cada pequeña isla de cada atolón del país,
no encontró ni un solo lugar en el que éstas no estuviesen presentes, e incluso
encontró puntos en los que el ruido producido por varias de estas máquinas se
unía, aumentando así su efecto.
Después de catorce meses de búsqueda,
dos mil quinientas cervezas Red Horse y ciento veinte noches en vela por
culpa de los demoniacos karaokes, decidió por fin pasarse una noche por uno. Al
llegar, se sintió desorientado; pero, rápidamente, un grupo de locales a los
que ya conocía le invitaron a sentarse con ellos y, entre litro de Red Horse
y la canción “Zombie” de los Cranberries, transcurrió la noche. Tras mucha insistencia por parte
de los habituales del bar, decidió salir a cantar. Se acercó a la barra, pidió
el libro de canciones y, de entre todas ellas, se fijó en el tema “My Way” de
Frank Sinatra. Al decirle al camarero el nombre de la canción, éste se
sorprendió y le preguntó si no prefería elegir otra, pero se negó –después de
haber pasado su vida haciendo lo que su jefe le pedía y después lo que sus
libros de autoayuda decían, decidió que, por una vez, lo haría a su manera–.
Tras
terminar de nuevo el tema “Zombie”, llegó su turno. Cogió el micrófono, y las
primeras notas de la canción empezaron a sonar. En ese mismo instante, multitud
de gente abandonó el bar, y los que se quedaron dejaron de reír. Pero, a pesar
de todo, no se preguntó por qué, y se preparó para cantar las primeras
estrofas:
And now the end is near
And so I face the final curtain,
My friend, I'll say it clear,
I'll state my case, of which I'm certain:
I've lived a life that's full,
I've traveled each and every highway,
But more, much more than this,
I did it my way.
Tras este último verso, un hombre
entra en el bar con una ametralladora y dispara a bocajarro, masacrando a todos
los presentes. Y por una vez en su vida, se sintió lleno. Siempre vivió como le
dijeron, trabajó como le dijeron, comió como le dijeron, pero ahora estaba muriendo
a su manera, tirado en el suelo en un charco de sangre, con las tripas abiertas
por los balazos mientras sonaba la melodía de Sinatra, asesinado en un karaoke
de Filipinas mientras cantaba “My Way”. No sé cómo piensas morir tú, pero seguramente
no será tan guay como eso.
Lucas Nuño ©
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