Callada, introvertida, sin familia
ni amistades, Andrea era ignorada por todos, como un bicho raro. Nadie hacía ya
esfuerzos por acercarse a ella. La veían haciendo sus compras sin cruzar una
palabra con nadie, pasear como alma en pena, absorta en sus pensamientos, y
encerrarse de nuevo en su casa, donde pasaba la mayor parte del tiempo. No
trabajaba, pero vivía bien. Alguna herencia le habría caído, decían. Era rara, comentaban.
Nadie, jamás, había hablado con ella.
José llegó al barrio un día soleado
de mayo, contratado por una empresa de ingeniería, y se instaló en un piso
alquilado cerca de donde Andrea vivía. No tardó en cruzarse con ella –la
primera vez, por casualidad; otras, planificándolo– y le chocó que, aunque ella
le devolvía el saludo con una hermosa sonrisa, nunca le contestaba, ni con un
monosílabo. Ya intrigado, como quien pregunta por preguntar, indagó con el
cajero del supermercado, de donde ella acababa de salir:
–¿Esa? No se acerque a ella. Es más
rara que una serpiente con tetas. No habla una sola palabra de castellano y se
expresa en un idioma del que nadie entiende ni papa. Hay quien dice que será
algún dialecto esquimal; otros, que será de por Transilvania; aún otros, que
podría ser de alguna región perdida por Mongolia. El caso es que comunicarse
con ella es, sencillamente, imposible. Ella ya ni lo intenta y nosotros
tampoco. No pierda el tiempo. Está buena, pero no hay nada que hacer.
¿Imposible? A José, esos consejos no
le hicieron mella y, si bien era un buen conversador y amigo de debates e
intercambios de puntos de vista, se decía para sus adentros que, tarde o
temprano, un hombre inteligente como él acabaría aprendiendo su idioma por
difícil que fuera y que, entretanto, aquellos atributos anatómicos que tanto le
hipnotizaban, ya fuera mirándola por delante como por detrás –incluso creía
haberse fijado en que tenía bonitos ojos–, le ayudarían a hacer la espera de la
comunicación verbal más llevadera, incluso hasta intrascendente. Así que se
decidió a abordarla cuando la vio cargada con unas cuantas bolsas a la salida
del supermercado.
–Hola, buenos días. Me llamo José y
vivo ahí al lado. ¿Me deja que la ayude con los paquetes?
–Grug krostdg ur vrajpibd knush,
folkn rfast schfetkstfu –contestó la enigmática mujer, con una sonrisa
hermosísima, una caída de ojos arrebatadora y una voz que, aunque no trasmitía
nada inteligible para él, sonaba sensual, como salida de una viola da gamba.
Ella captó su ofrecimiento de
ayudarla y le pasó las dos bolsas más pesadas, aceptando su ayuda. Y así de
sencillo, ese fue el comienzo. Salían, paseaban, reían a saber de qué, había
buena complicidad, él ardía ya en deseos de explorarla…
Ya
iban cogidos de la mano, ya se dieron un pico en un banco del paseo…
Ya
vivían juntos y ambos parecían de lo más feliz. Él salía temprano para ir a
trabajar y ella se quedaba en casa, haciendo labores domésticas y practicando
mucha gimnasia, pues el culto al cuerpo era para ella sagrado… y a él bien que
le gustaba que lo cultivara.
–Me voy a trabajar, cariño, que
llego tarde. Hay café recién hecho. Hasta luego.
–Kgast
fgosuftch migr tiftr ajktch.
–Vale, vale, lo que tú digas. Adiós.
–Takj wruchpftr tsu kajtre.
Un día, José volvió a media mañana
porque se había olvidado algo y la encontró haciendo el pino, con el cuerpo
colocado verticalmente con los pies hacia arriba y apoyando las manos en el
suelo. Debía de llevar un rato en esa posición, porque tenía la cara algo roja
y se le marcaban las venas en la frente.
–Vaya, vaya, conque haciendo el
pino, ¿eh? Tienes la cara como un tomate –le comentó mecánicamente, pues sabía
que ni ella le entendería ni él entendería cualquier respuesta.
–Claro, cariño. Hago el pino todos
los días diez minutos. Es muy bueno para la salud.
Se quedaron ambos paralizados. ¡Se
estaban entendiendo! Ella se puso de pie, lo miró y exclamó:
–Pfgtersh kancht krujfo psntre akruf
tchops.
La mente cartesiana de José
inmediatamente ató cabos. La puso de nuevo a hacer el pino:
–¿Me entiendes ahora, cariño?
–Perfectamente, ¡qué gozada! ¿Cómo
es posible esto?
Algún cortocircuito se producía en
el cerebro de Andrea que sólo parecía arreglarse cuando estaba en posición
invertida. José, experto en proyectos de ingeniería, pronto diseñó un bastidor
metálico sobre el que colocaba a Andrea, la sujetaba firmemente con arneses en
las piernas, la cintura, el torso y los hombros y, mediante un motor accionado
por una batería eléctrica, la giraba a voluntad, dándole la vuelta. Cuando ella
estaba en posición normal, no había quien la entendiera; cuando le daba la
vuelta, hablaba un perfecto castellano. El ingenioso José colocó el bastidor
sobre unas ruedas que, accionadas por otro motor eléctrico, le permitía llevarla
a pasear y conversar a placer. Cuando ella estaba muy colorada, le daba al
botoncito, el bastidor giraba 180 grados, la enderezaba y ella podía descansar,
aunque ya no podían hablar. Se hicieron muy populares en sus paseos, y pronto
les seguía una cohorte de varones muy interesados en ver cuando le daba la
vuelta para colocarla boca abajo, especialmente si Andrea llevaba falda.
Un buen día, el motor se estropeó y,
mientras se lo reparaban, José colocó provisionalmente otro, de un volquete de
obras, que la empresa le prestó. No contó con que la potencia era desmesurada
para los fines propuestos, por lo que el bastidor empezó a dar vueltas descontroladamente
a toda velocidad sin poder detenerlo; los arneses cedieron, Andrea salió
despedida y la pobre fue a empotrarse contra el escaparate del estanco, de
donde la rescataron con un paquete de Marlboro entre los dientes.
A
veces la gente ve a Andrea salir del supermercado y a José ofreciéndose a
llevarle las bolsas. Ella contesta con un escueto:
–Jkrtik schropf tchpit kjatch!
José no sabe lo que significa, pero
cree que se refiere a su madre (la de él).
José-Pedro
Cladera Fontenla©
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