Llevaba lloviendo todo el otoño. Los
prados de la zona estaban empapados; en muchos sitios había incluso barrizales.
Esa tarde de octubre caía una suave llovizna. A esa hora todavía había luz del
sol, no hacía mucho frío y la temperatura, aunque fresca, era agradable.
Decidimos acercarnos a la costa a
dar un paseo –Santi se había criado allí y le apasionaba el lugar; hacía mucho
que no vivía en el pueblo–. Para empezar. fuimos con el coche viejo. Se empeñó
en aparcar lo más cerca del puentuco.
–¡Vaaaale! –digo yo–, pero este prao es un patacinal. A ver como salimos luego de aquí.
–No pasa nada. Solo me asomo a la
costa unos minutos y nos volvemos.
Le acompañé hasta pasado el puente,
con su hermoso riachuelo (ahora crecido) y preciosas riberas. No seguí con él
porque había mucha agua, mucho barro y no llevaba el calzado adecuado.
–Espérame por aquí, que vuelvo
enseguida. Echo un vistazo y me vuelvo.
Me quedé tranquila en el puente,
bajito, de madera, contemplando la belleza que me rodeaba. La costa no se veía,
ya que unas lomas altas lo impedían. Fue pasando el tiempo, anochecía
rápidamente y, de Santi, ni rastro. Llamé al móvil y oí de lejos su sonido en
el asiento del coche –ni que decir tiene que lo había olvidado allí–. Comencé a
ponerme nerviosa. Intenté avanzar hacia la costa junto al lecho del río, pero
me hundía. Se me ocurre acercarme al coche y busco en el maletero unas
katiuskas amarillas viejísimas, dos números mayores que el mío. Me las calzo y
empiezo a caminar como un payaso. Esta vez decido subir la colina que tengo
enfrente, justo al lado del puente, a ver si desde lo alto lo localizo.
Asustada ya subía. Llego arriba y me pongo a llamarlo a voces. No lo veo y
nadie responde. Me vuelvo y, justo detrás de mí, veo tres vacas mirándome
fijamente, flacas, grandes y con unos cuernos enormes. Me quedo mirándolas y
ellas a mí, me alejo despacio, de espaldas, y ellas avanzan. Sola, casi de
noche, con este hombre perdido por la costa y los pies enterrados hasta la
mitad. Me giro aún más despacio y empiezo a correr, muy malamente, poco a poco
y luego aprisa; las vacas, corriendo detrás. Pensé: soy más lista, voy a correr
en zigzag. Pues ellas, detrás, exactamente
igual. Yo daba alaridos pidiendo auxilio, sabiendo que nadie me oía, y lo que
es peor: nadie sabía que yo estaba allí.
–¡Vaquina,
vaquina! Por Dios, no me mates… –gritaba, como una loca. Ya me veía pisoteada,
enterrada en el barrizal que era aquella colina, y que ya me encontrarían en el
“deshielo de primavera”. A teatrera no me gana nadie.
Cierto es que nunca he pasado más
miedo, solo se oía el retumbar de sus patas detrás de mí (solo me siguieron
dos). Perdí una katiuska y seguía corriendo en zigzag. De pronto y ya casi de
noche, veo un pastor eléctrico a unos 30 cm del suelo, detrás del puente. Pensé
que me lo comía pero salté. Las vacas frenaron en seco a menos de dos metros de
mi cara de loca. Se dieron la vuelta tranquilamente. Yo avancé unos metros y,
con un pie calzado y otro no, me senté en la baranda del puente en estado casi
catatónico.
Al cabo de lo que me parecieron
horas, aparece Santi con una sonrisa de oreja a oreja, tan feliz con su paseo.
Me ve pálida agarrada al murete.
–¿Qué te pasa? –me dice,
sorprendido.
–Que me han atacado unas vacas y
casi me matan; o me muero, no sé.
–¡Eso es imposible! –me suelta. ¡Casi
lo muerdo!
–Para finalizar, el coche no podía
salir por el barro del prao y nos
tuvo que sacar Polín con el tractor. Noche cerrada. Ahora solo me acerco a
Bolao de día, en primavera y a coger erizos.
Remedios
Llano©
COMILLAS.
Enero 2020
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