Me
encantan las frases que incluyen la palabra imposible, como esa que hay en
algunos negocios que dice: "Hacemos lo posible rápidamente; lo imposible,
tardamos un poco más". Adornando mi escritorio, tengo un cuadro que pone:
"Como no sabían que era imposible, lo hicieron". El concepto de
imposible, aunque nos parezca increíble, no es objetivo, ni siquiera para la
ciencia, que, aunque continuamente reduce su territorio, aún no ha sido capaz
de desentrañar cientos de misterios, problemas y retos. Cada época, cada
civilización, amplía el conocimiento humano, haciendo que decir que algo es
imposible resulte cada vez más difícil. Pero hoy quiero hablaros de algo que aún
no ha sido sacado del territorio de lo imposible y actúa de hilo conductor de
la imposibilidad entre nuestra especie a lo largo de los tiempos: la muerte.
Nadie
de entre nosotros ha conseguido resucitar a un muerto. La ciencia sólo ha
podido certificar cuándo alguien ha muerto, pero no revertir ese estado, por lo
que podemos decir que sobrevivir a la muerte es imposible. Pero luego está lo
ocurrido en las tenebrosas fronteras que separan la vida y la muerte; me
explico: lo ocurrido en los casos en que es mucho más sencillo dar por muerto a
alguien que explicar cómo es posible que siga vivo. La historia nos ha dado
cientos de casos, pero a mí me gustan estos tres que os voy a relatar, uno por
el contexto histórico, otro por tratarse de una imposible supervivencia
colectiva y, el más reciente, por la tremenda casualidad que hizo posible que
la supervivencia tuviera sentido.
La
defensa por parte de los Tercios de Castelnuovo, actualmente Montenegro, está
perfectamente documentada. Es un hecho de guerra en el que una suerte de
euroejército de 4000 hombres, liderado por un comandante español, defendió
durante tres semanas este emplazamiento, clave en el camino de las tropas de
Barbarroja hacia el objetivo de su rey Soleman el Magnífico: Viena, la joya del
Imperio. Os resumo: murieron todos, menos cien, que fueron hechos prisioneros y
enviados a Estambul. Pero antes de morir, diezmaron al poderoso ejército
jenízaro, la élite militar otomana. Este hecho supuso que los planes de Soleimán
para invadir el Imperio Austrohúngaro no se cumplieran jamás. Pero no me quiero
desviar, y quiero señalar la historia de esos prisioneros enviados al corazón
del imperio. Resulta que, viendo como morían poco a poco de hambre y
enfermedades en los calabozos reales del Bósforo, se fugaron veinticinco,
robaron un barco en el puerto, se hicieron a la mar sorteando a la flota
otomana en los Dardanelos y consiguieron llegar al puerto cristiano de Mesina
seis años después de la caída de Castelnuovo. Para entonces, todo el imperio
los daba por muertos. Dos cabos de los tercios, que se fugaron del cerco,
relataron el horror; los cronistas jenízaros dejaron escrito que se había
tratado con saña a los supervivientes para contentar a la tropa sitiadora, que
había visto reducido su número a la mitad y quería la sangre de todos los
soldados y las cabezas de mandos y clérigos. Los cien prisioneros se llevaron
para su tortura en interrogatorios y prueba de victoria. Fueron numerosas las
canciones y poemas que recorrieron el imperio narrando la hazaña, resistencia y
muerte de los Tercios de Castelnuovo, así que, cuando despertaron al capitán
del puerto de Mesina una noche de verano de 1545 para decirle que unos
cristianos a bordo de una nao turca habían arribado al puerto diciendo que eran
supervivientes, lo único que dijo fue: "imposible".
Por
mucho que pienso sobre ello, intentando recrear sus habilidades y
conocimientos, me parece imposible que la tripulación del Endurance,
capitaneada por Ernest Shackelton, sobreviviera completa, sin una sola baja, a
dos inviernos antárticos, a una travesía de 1300 kilómetros durante dos semanas en un bote a vela abierto de 6 metros a
través del mar más peligroso del mundo y a una ruta glaciar a pie por una isla
para terminar llegando a un puerto, donde estoy seguro de que lo primero que
dijeron los rudos marineros balleneros que lo poblaban fue:
"imposible".
La
otra historia sobre como lo imposible y lo posible pelean a veces en una
frontera estrecha sucedió no hace muchos años en los Andes. Dos amigos
descendían una alejada montaña después de unas agotadoras jornadas de escalada
cuando uno de ellos se rompió una pierna. Su compañero ideó un sistema para
descenderlo en medio de una ventisca que acabó mal, muy mal, con el herido en
el fondo de una grieta. La cuerda que los unía aguantó la caída de Joe Simpson,
pero su compañero quedó en una postura imposible en medio de una ventisca, sin
visibilidad y cayendo la noche. Simon Yates, antes de ser arrastrado y después
de un par de horas luchando por remontar a su compañero, decidió cortar la
cuerda que los unía. Después y a duras penas, consiguió llegar al campamento,
recuperar fuerzas y volver, una vez pasada la tormenta, a buscar a su
compañero. Lo llamó por todas las grietas que fue capaz de recorrer y, sin
poder descenderlas todas, por lo profundas, dio por muerto a su compañero. Pero
Joe Simpson sobrevivió y fue capaz de, con una pierna rota, con el cuerpo
magullado, sin comida ni apenas agua, arrastrarse durante días por la grieta
donde había caído, por el glaciar que llevaba al campamento y llegar tan sólo
tres horas antes de que su compañero lo abandonara para regresar a la población
más cercana, distante un par de días. No me cabe duda de que Simon Yates,
cuando escucho los gritos de un moribundo en medio del glaciar, mientras
recogía los últimos bártulos, no dijo otra cosa que no fuera: “imposible”.
Santos Gutiérrez©
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