Le
tenía la mano fuertemente agarrada. Estaban aterrorizados debajo de la gran
mesa, junto a otra gente desconocida e igual de asustada. Se miraban con
expresión de “no te conozco, pero por favor no te alejes”. Habían parado los
disparos. Silencio. Pasaron unos segundos. Volvieron a sonar. No sabían de
dónde procedían. Parecía que del vestíbulo en la entrada principal. El chico,
en su inocencia, levantó la cabeza y solo vio caos, gente corriendo, gritando,
y a dos hombres armados disparando. Cuando la agachó, estaba un poco más
pálido. Se aferró a la mano de ella y se acercó un poco más. (Era para cuidarla,
mom). Lynn era una buena amiga de la madre desde hacía más de
veinte años. El chico estaba pasando el verano con ella y con unos amigos.
Había ido a mejorar su inglés y a conocer mundo. Fue ese verano a unos cursos para extranjeros en la
universidad de Pensilvania, donde era profesor Kendall, el mejor amigo de su
madre. Hoy, sábado, tocaba visitar Washington con Lynn. Estaban en el
Capitolio. Ya habían visitado la Casa Blanca y él estaba feliz porque vio
aterrizar el helicóptero y bajar a Al Gore, entonces vicepresidente.
Seguían escondidos bajo la enorme
mesa de cedro. Junto a ellos, se ocultaban otras cinco personas. Sobre la mesa,
había bastantes libros, muy grandes. (Debían de ser importantes, mom; estaban en cajas de cristal). A su
lado, en el suelo, un anciano rezaba y abrazaba a su nieta, de unos siete años.
Nadie entendía nada. Empezaron a oír sirenas, policía, ambulancias, bomberos,
una locura. Escucharon más tiros, pero estos sonaban distintos, y algo más
lejos. Un altavoz, desde la calle, comenzó a hablar muy alto. Volvió a levantar
la cabeza despacio. Esta vez vio a dos hombres caídos en el suelo. Uno no se
movía y el otro se estaba arrastrando. Las voces del megáfono de la policía, en
la calle, atronaban el interior del
vestíbulo. Siguió agachado, pero entre las patas de las dos sillas que
tenía enfrente no perdía ni ripia. Un
ruido sordo abrió la puerta y entraron, muy rápido, muchos policías. Solo se
veían cascos y metralletas; apuntaban a todos lados, incluso a ellos. Al que se
arrastraba vio cómo lo esposaron y lo sacaron en volandas. Ahora veía tres
cuerpos tendidos. Uno de ellos era el guarda que había sellado su entrada; otro,
al que no había visto antes, estaba sentado contra una pared manchada de
sangre, contra la que había ido resbalándose. Una mujer gritaba a su lado. El
chico abrazó a la niñita desconocida y, con mucho cuidado, le acarició el pelo;
no paraba de temblar. Los adultos les protegían con sus cuerpos tendidos delante.
Poco a poco, desapareció el ruido y las voces, y volvió un extraño silencio.
Una policía se les acercó, muy despacio y, sin dejar de apuntar a la mesa,
después de unos tensos segundos, les tendió la mano y les ayudó a salir uno a
uno. Él no soltó a la pequeña; ella tampoco lo soltaba a él. Fue saliendo más
gente de otras salas. Ya en la calle, la policía les tranquilizaba. De los
atacantes, uno estaba muerto, y el otro, herido y detenido. Ya pasó todo. En el
atentado murieron dos inocentes, un guarda y un visitante. El tercero, uno de
los atacantes, estaba tumbado a la entrada con un tiro en la frente.
–Mom…,
¡he salido en TV! Me ha preguntado un periodista muchas cosas sobre lo que he
visto y me han dicho que he sido muy valiente. Dice Lynn que volveremos el próximo
fin de semana y lo veremos todo otra vez. Un abrazo, mamá. Nos vemos pronto.
REMEDIOS
LLANO©
COMILLAS
FEBRERO 2020
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