sábado, 15 de febrero de 2020

CAPITOLIO




Le tenía la mano fuertemente agarrada. Estaban aterrorizados debajo de la gran mesa, junto a otra gente desconocida e igual de asustada. Se miraban con expresión de “no te conozco, pero por favor no te alejes”. Habían parado los disparos. Silencio. Pasaron unos segundos. Volvieron a sonar. No sabían de dónde procedían. Parecía que del vestíbulo en la entrada principal. El chico, en su inocencia, levantó la cabeza y solo vio caos, gente corriendo, gritando, y a dos hombres armados disparando. Cuando la agachó, estaba un poco más pálido. Se aferró a la mano de ella y se acercó un poco más. (Era para cuidarla, mom). Lynn era una buena amiga de la madre desde hacía más de veinte años. El chico estaba pasando el verano con ella y con unos amigos. Había ido a mejorar su inglés y a conocer mundo. Fue  ese verano a unos cursos para extranjeros en la universidad de Pensilvania, donde era profesor Kendall, el mejor amigo de su madre. Hoy, sábado, tocaba visitar Washington con Lynn. Estaban en el Capitolio. Ya habían visitado la Casa Blanca y él estaba feliz porque vio aterrizar el helicóptero y bajar a Al Gore, entonces vicepresidente.

            Seguían escondidos bajo la enorme mesa de cedro. Junto a ellos, se ocultaban otras cinco personas. Sobre la mesa, había bastantes libros, muy grandes. (Debían de ser importantes, mom; estaban en cajas de cristal). A su lado, en el suelo, un anciano rezaba y abrazaba a su nieta, de unos siete años. Nadie entendía nada. Empezaron a oír sirenas, policía, ambulancias, bomberos, una locura. Escucharon más tiros, pero estos sonaban distintos, y algo más lejos. Un altavoz, desde la calle, comenzó a hablar muy alto. Volvió a levantar la cabeza despacio. Esta vez vio a dos hombres caídos en el suelo. Uno no se movía y el otro se estaba arrastrando. Las voces del megáfono de la policía, en la calle, atronaban el interior del  vestíbulo. Siguió agachado, pero entre las patas de las dos sillas que tenía enfrente no perdía ni ripia. Un ruido sordo abrió la puerta y entraron, muy rápido, muchos policías. Solo se veían cascos y metralletas; apuntaban a todos lados, incluso a ellos. Al que se arrastraba vio cómo lo esposaron y lo sacaron en volandas. Ahora veía tres cuerpos tendidos. Uno de ellos era el guarda que había sellado su entrada; otro, al que no había visto antes, estaba sentado contra una pared manchada de sangre, contra la que había ido resbalándose. Una mujer gritaba a su lado. El chico abrazó a la niñita desconocida y, con mucho cuidado, le acarició el pelo; no paraba de temblar. Los adultos les protegían con sus cuerpos tendidos delante. Poco a poco, desapareció el ruido y las voces, y volvió un extraño silencio. Una policía se les acercó, muy despacio y, sin dejar de apuntar a la mesa, después de unos tensos segundos, les tendió la mano y les ayudó a salir uno a uno. Él no soltó a la pequeña; ella tampoco lo soltaba a él. Fue saliendo más gente de otras salas. Ya en la calle, la policía les tranquilizaba. De los atacantes, uno estaba muerto, y el otro, herido y detenido. Ya pasó todo. En el atentado murieron dos inocentes, un guarda y un visitante. El tercero, uno de los atacantes, estaba tumbado a la entrada con un tiro en la frente.

            Mom…, ¡he salido en TV! Me ha preguntado un periodista muchas cosas sobre lo que he visto y me han dicho que he sido muy valiente. Dice Lynn que volveremos el próximo fin de semana y lo veremos todo otra vez. Un abrazo, mamá. Nos vemos pronto.

REMEDIOS LLANO©
COMILLAS
FEBRERO 2020

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