sábado, 15 de febrero de 2020

CAOS LANDA




Cristina Landa era la mejor científica de su generación. Con sólo 40 años, acumulaba dos doctorados y varios premios en su campo, que no recuerdo muy bien cuál era –big data, o algo así–. Pero su vida era un caos, sin pareja ni hijos, alejada de su familia y en continua crisis personal, sin saber si había elegido bien o priorizado mal. El viernes en que se ordenaron sus pensamientos no era más que una prueba de lo que os estoy contando.

Camino a Sao Paulo, desde su residencia en Boston, para dar una charla, el avión sufrió una avería a la altura de las Antillas y el piloto decidió tomar tierra en La Habana. Siempre tan atareada, había cogido el último vuelo que le permitía llegar a tiempo de impartir la conferencia, así que obviamente ya no iba a llegar y le tocó esperar hasta el día siguiente para coger un avión de regreso a Estados Unidos.

No estaba en sus planes pasar la noche en la capital cubana ni dejar tirados a sus alumnos en Brasil. Pero hacía mucho que nada estaba en sus planes, las cosas sucedían y punto, para bien en su carrera y para mal en su vida personal, y sólo caía en la cuenta cuando, como esta noche, tenía algo de tiempo para pensar en otras cosas que no fuesen los artículos, las ponencias o las clases que impartía.

Un taxi la llevó desde el aeropuerto hasta el lujoso hotel que la compañía le había asignado en pleno malecón de La Habana. El taxista interrumpió sus pensamientos varias veces para ofrecerle sus servicios, por si gustaba de ir a cenar, salir a bailar o tomar unos tragos en algún bar de ambiente. Cristina no contestó, pero eso no pareció importarle a Wenceslao, que así se llamaba el taxista. Así que, cuando le devolvió el cambio de la carrera, le deslizó la tarjeta de una discoteca, en la que afirmaba que se hacían las mejores fiestas de toda la ciudad.

Una vez en la habitación, Cristina siguió dándole vueltas a qué estaba haciendo con su vida. Pensó en llamar a su madre, a la que hacía al menos un mes que no llamaba; pero serían como las dos o tres de la mañana en España, y tampoco  quería escuchar los eternos ¿tienes novio?, ¿cuándo vienes a vernos? y demás. Algo parecido con sus amigas, o lo que recordaba de ellas, casadas, con hijos y a pique de divorcio. Las últimas veces que las había visto se habían convertido en un interminable relato sobre niños, desencuentros matrimoniales y deudas. Tampoco podía trabajar, porque el portátil estaba sin batería y no se iba a arriesgar a que la inestable corriente caribeña lo hiciera trizas. Así que comenzó a desvestirse para meterse en la cama y encontró entonces la tarjeta de la discoteca que le había dejado el taxista. Discoteca "Kaos" –así, con k–, que estaba apenas dos calles más allá del hotel. No recordaba la última vez que había ido a una discoteca, no menos de tres o cuatro años, así que decidió acabar con esa racha. Se puso un vestido, se maquilló ligeramente y se dirigió con paso firme hasta aquélla, que según Wenceslao congregaba a lo mejor de la ciudad. Las dos calles que separaban el hotel de "Kaos" estaban unidas por el malecón, que a esas horas de la noche era un hervidero de jineteras, sanky pankies y vendedores de todo tipo. Pelirroja y blanca como la leche, parecía una palmera en el desierto, así que no había jinetera ‘desoficiada’ que no le preguntara algo vocalizando todo lo posible en castellano o chapurreando inglés, porque todas pensaban que era americana.

Cuando llegó a la puerta de la discoteca, recordó una conversación con su amigo Manu, fiestero mayor de su pandilla del instituto, que opinaba que había que evitar los antros que llevan k en el nombre, y a los que se entra por escaleras descendentes. Según él, la indecencia se incrementa exponencialmente con la ‘subterraneidad’. Le vino a la cabeza cuando bajaba las rectas escaleras que descendían dos plantas bajo el nivel de la calle.

Ninguno de los tres gorilas que había en la entrada de la calle, la escalera y el acceso le preguntó absolutamente nada –muy típico del Caribe cuando ven alguien avanzar con seguridad y aspecto occidental–. Obviamente allí había una fiesta. Apenas llevaba un minuto dentro, ya tenía una copa en la mano, entregada por una mulata con poca ropa y una bandeja llena de ellas. Las luces eran de un rojo intermitente, en un infinito ciclo de destello y oscuridad. Tomó la copa de un trago y, al momento, tuvo otra en la mano. Intentaba avanzar, pero a cada paso se encontraba con un tipo que se lo impedía y que intentaba hablar con ella, y se veía obligada a girar a la derecha o a la izquierda para ir no sabía muy bien hacía dónde; pero a la tercera copa, tampoco le importaba. Cada vez que se topaba con un chico e intentaba hablar con ella, cogiéndola de la cintura o más abajo, ella sonreía y giraba a un lado u otro, de tal manera que, al rato, tenía la sensación de haber pasado por los mismos chicos más de una vez, quienes, viéndola más borracha, eran más atrevidos. Llegó a fumar incluso de lo que le ofrecían y, en una de las erráticas vueltas, se encontró al pie de la escalera por la que había bajado, y apoyada en el gorila que hacía de última barrera para acceder a ese antro. Viéndose fumada, borracha, apoyada en un mulato sudoroso, y ante la geometría rectilínea de la escalera de salida, ordenó su cabeza y, siguiendo un patrón lineal de un pie primero y otro después para no caer rodando, salió de “Kaos” con el ánimo de llamar a su madre y poner orden en su vida.

Santos Gutiérrez©

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