Cristina
Landa era la mejor científica de su generación. Con sólo 40 años, acumulaba dos
doctorados y varios premios en su campo, que no recuerdo muy bien cuál era –big data, o algo así–. Pero su vida era
un caos, sin pareja ni hijos, alejada de su familia y en continua crisis
personal, sin saber si había elegido bien o priorizado mal. El viernes en que
se ordenaron sus pensamientos no era más que una prueba de lo que os estoy
contando.
Camino
a Sao Paulo, desde su residencia en Boston, para dar una charla, el avión sufrió
una avería a la altura de las Antillas y el piloto decidió tomar tierra en La
Habana. Siempre tan atareada, había cogido el último vuelo que le permitía
llegar a tiempo de impartir la conferencia, así que obviamente ya no iba a
llegar y le tocó esperar hasta el día siguiente para coger un avión de regreso
a Estados Unidos.
No
estaba en sus planes pasar la noche en la capital cubana ni dejar tirados a sus
alumnos en Brasil. Pero hacía mucho que nada estaba en sus planes, las cosas
sucedían y punto, para bien en su carrera y para mal en su vida personal, y
sólo caía en la cuenta cuando, como esta noche, tenía algo de tiempo para
pensar en otras cosas que no fuesen los artículos, las ponencias o las clases
que impartía.
Un
taxi la llevó desde el aeropuerto hasta el lujoso hotel que la compañía le
había asignado en pleno malecón de La Habana. El taxista interrumpió sus
pensamientos varias veces para ofrecerle sus servicios, por si gustaba de ir a
cenar, salir a bailar o tomar unos tragos en algún bar de ambiente. Cristina no
contestó, pero eso no pareció importarle a Wenceslao, que así se llamaba el
taxista. Así que, cuando le devolvió el cambio de la carrera, le deslizó la
tarjeta de una discoteca, en la que afirmaba que se hacían las mejores fiestas
de toda la ciudad.
Una
vez en la habitación, Cristina siguió dándole vueltas a qué estaba haciendo con
su vida. Pensó en llamar a su madre, a la que hacía al menos un mes que no
llamaba; pero serían como las dos o tres de la mañana en España, y tampoco quería escuchar los eternos ¿tienes novio?,
¿cuándo vienes a vernos? y demás. Algo parecido con sus amigas, o lo que
recordaba de ellas, casadas, con hijos y a pique de divorcio. Las últimas veces
que las había visto se habían convertido en un interminable relato sobre niños,
desencuentros matrimoniales y deudas. Tampoco podía trabajar, porque el
portátil estaba sin batería y no se iba a arriesgar a que la inestable
corriente caribeña lo hiciera trizas. Así que comenzó a desvestirse para
meterse en la cama y encontró entonces la tarjeta de la discoteca que le había
dejado el taxista. Discoteca "Kaos" –así, con k–, que estaba apenas
dos calles más allá del hotel. No recordaba la última vez que había ido a una
discoteca, no menos de tres o cuatro años, así que decidió acabar con esa
racha. Se puso un vestido, se maquilló ligeramente y se dirigió con paso firme
hasta aquélla, que según Wenceslao congregaba a lo mejor de la ciudad. Las dos
calles que separaban el hotel de "Kaos" estaban unidas por el
malecón, que a esas horas de la noche era un hervidero de jineteras, sanky pankies y vendedores de todo tipo.
Pelirroja y blanca como la leche, parecía una palmera en el desierto, así que
no había jinetera ‘desoficiada’ que no le preguntara algo vocalizando todo lo
posible en castellano o chapurreando inglés, porque todas pensaban que era
americana.
Cuando
llegó a la puerta de la discoteca, recordó una conversación con su amigo Manu,
fiestero mayor de su pandilla del instituto, que opinaba que había que evitar
los antros que llevan k en el nombre, y a los que se entra por escaleras
descendentes. Según él, la indecencia se incrementa exponencialmente con la ‘subterraneidad’.
Le vino a la cabeza cuando bajaba las rectas escaleras que descendían dos
plantas bajo el nivel de la calle.
Ninguno
de los tres gorilas que había en la entrada de la calle, la escalera y el
acceso le preguntó absolutamente nada –muy típico del Caribe cuando ven alguien
avanzar con seguridad y aspecto occidental–. Obviamente allí había una fiesta. Apenas
llevaba un minuto dentro, ya tenía una copa en la mano, entregada por una mulata
con poca ropa y una bandeja llena de ellas. Las luces eran de un rojo
intermitente, en un infinito ciclo de destello y oscuridad. Tomó la copa de un
trago y, al momento, tuvo otra en la mano. Intentaba avanzar, pero a cada paso
se encontraba con un tipo que se lo impedía y que intentaba hablar con ella, y
se veía obligada a girar a la derecha o a la izquierda para ir no sabía muy
bien hacía dónde; pero a la tercera copa, tampoco le importaba. Cada vez que se
topaba con un chico e intentaba hablar con ella, cogiéndola de la cintura o más
abajo, ella sonreía y giraba a un lado u otro, de tal manera que, al rato,
tenía la sensación de haber pasado por los mismos chicos más de una vez, quienes,
viéndola más borracha, eran más atrevidos. Llegó a fumar incluso de lo que le
ofrecían y, en una de las erráticas vueltas, se encontró al pie de la escalera
por la que había bajado, y apoyada en el gorila que hacía de última barrera
para acceder a ese antro. Viéndose fumada, borracha, apoyada en un mulato
sudoroso, y ante la geometría rectilínea de la escalera de salida, ordenó su
cabeza y, siguiendo un patrón lineal de un pie primero y otro después para no
caer rodando, salió de “Kaos” con el ánimo de llamar a su madre y poner orden
en su vida.
Santos
Gutiérrez©
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