Allí se encontraba, escondido tras su
grisácea mirada, con la vista perdida en el infinito horizonte azul donde el oleaje
se fundía con el anaranjado sol crepuscular que, raudo, corría a iluminar otras
latitudes remotas quizás aún inexploradas. Fue allí y en aquel preciso momento
cuando, al fin, se dispuso a contar toda la verdad, aquello que tan bien
conocían la soledad y el gélido viento boreal. Con la diferencia de que en esta
ocasión, en vez de murmurárselo a sí mismo, lo gritaría con tanta fuerza que esperaba
que una de esas rachas de vendaval llevase su historia, mezclada entre la
hojarasca rendida a los pies del otoño, a colarse por las rendijas de las
ventanas de todas las casas del pueblo.
Ese avión de papel…
Ella era la perfección hecha carne. Decían
por las envidiosas esquinas que era una diosa desterrada del Olimpo de los
inmortales, castigada a vivir con la insoportable levedad de cualquier otro
individuo sobre la faz de la Tierra, pero a la que nadie se atrevió a arrebatar
su inabarcable belleza. Una fiera indomable a la par que divina, de bronceada
tez, ondulada e infinita melena caoba, silueta marmórea cincelada en los sueños
del mejor escultor jamás nacido, y un imperturbable rostro en el que destacaban
unos hipnóticos y enormes ojos tan verdes como la suma de todas las primaveras
del mundo. Y con un halo de misterio insondable a su alrededor, aumentado al
máximo por su eterno silencio. Nadie sabía quién era, cómo había llegado hasta
aquí… Nunca de su boca escapó sonido alguno. Ni gesto. Ni ademán. Parecía
flotar carente de todo sentimiento y sensación.
Maldito avión de papel…
Pongamos nombres a esta escena. Alberto
era un marinero fuerte, alto, robusto, de porte imperial, hercúleo torso, rizos
juguetones, generosa sonrisa y desaliñada barba donde el vetusto azabache se
veía cada vez más arrinconado por el color de la nieve. El nombre de ella,
nadie lo supo jamás. Alberto fue el muchacho más deseado de la villa, y no sólo
por su atractivo físico, pues a ello había que sumar su jovial carácter, una
buena posición económica ganada con su gran capacidad de trabajo, y un innato
gen de líder. No fueron pocos los encontronazos y enemistades que generó entre
las féminas del contorno, que una y otra vez se galanteaban ante él, vistiendo
sus mejores etiquetas, en busca de conseguir su atención. Ninguna lo consiguió.
Porque él solo tenía ojos para ella. Siempre ella. Ese inalcanzable objeto de
deseo al que nada alteraba y con el que nadie podía soñar, pero que estaba
presente en las madrugadas de todos los hombres que alguna vez se habían
cruzado con esa criatura.
Papiroflexia…
Fue un soleado mediodía de abril.
Domingo festivo. Alberto andaba por el puerto, terminando con algunos
preparativos para la semana de trabajo: víveres, aparejos… Nada especial.
Rutinas habituales. Hasta que pasó lo imposible. Sentada, con los pies colgando
sobre el agua oscura de la bajamar, ella. Siempre ella. Esa inquietante
presencia. Esa belleza sobrenatural. Como tantas y tantas veces anteriormente,
la atracción que sentía por ella se acababa convirtiendo en pasmo y miedo ante
su cercanía. Les pasaba a todos igual. ¿Qué poder tenía aquella extraña dama?
Nadie podía contestar a ese enigma.
Alberto tenía entre las manos una hoja.
Un papel con manchas de salitre e indescifrables garabatos de tinta azul. Era
donde apuntaban las capturas y las ventas de cada día. Una de sus aficiones era
crear figuras de papel. Doblando y redoblando filos y esquinas, era capaz de
convertir aquellos rectángulos blancos en barcos, animales o casi en cualquier
objeto. Y tenía la capacidad de hacerlo de manera inconsciente y sin prestarle
atención; simplemente con el tacto de sus manos iba dando vida a esas formas. Y
así, ensimismado en la contemplación de esa mujer ancestral, fue como se dio
cuenta de que, en sus manos, como por arte de magia, había aparecido un liviano
avión de papel. Un avión que, conducido por una brisa invisible, voló hasta
posarse en el regazo de ella. Y se produjo el milagro. En su cara inexpresiva
creyó advertir una mueca, un tímido pero sincero esbozo de sonrisa. Sí, no
cabía duda. ¡Había sonreído!
Con pasmosa habilidad, desdobló todos
los pliegues que formaban el avión hasta dejar el folio inmaculado. Como nuevo.
Y con la misma asombrosa velocidad, comenzó a juguetear con la hoja hasta crear
la forma de un corazón perfecto. Un corazón que la misma brisa caprichosa,
soplando de repente en sentido contrario, condujo haciendo cabriolas en el aire
hasta caer en el suelo junto a mis pies, al mismo tiempo que, con la voz más
melodiosa jamás escuchada en galaxias a millones de años de luz de este
momento, pronunció:
–“Yo
también te quiero. Siempre.”
Cuando levantó la cabeza, solo escuchó
el ruido del zambullirse de un cuerpo en el agua. Nunca volvió a emerger. Pero
Alberto también le juró amor eterno.
En el pueblo, nunca nadie supo qué
sucedió con aquella mujer y cómo desapareció. Alberto envejeció milenios de
golpe y se retiró a la soledad de su casa, de la que nunca volvió a salir. Un
día tras otro repitió la misma rutina. Con toda la lentitud del mundo, bajaba
la mirada con quietud, exhalaba un suspiro, y tomaba con suavidad el respaldo
de su vieja banqueta de roble, descolorida y carcomida por la polilla. Colocaba
el asiento en el centro de su habitación, justo frente a un viejo y mudo
carrillón de vagas agujas, inamovibles e imperturbables desde que tenía uso de
razón, y que era incapaz de dar bien la hora ni tan siquiera dos veces al día.
Y simplemente, armado de desquiciada paciencia, se limitó a esperar a que el
inerte reloj avanzase hacia ese tiempo imposible cuya sombra nadie podrá hollar
jamás. Su única compañía, una amarillenta hoja cuadriculada a la que, sin
prestarle la más mínima atención, iba dando forma, entre sus agrietadas manos,
de avioncito de papel.
Óscar Gutiérrez Franco©
Taller de Escritura de San Vicente de la Barquera – Marzo
2020
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