miércoles, 25 de marzo de 2020

AVIONES DE PAPEL




Allí se encontraba, escondido tras su grisácea mirada, con la vista perdida en el infinito horizonte azul donde el oleaje se fundía con el anaranjado sol crepuscular que, raudo, corría a iluminar otras latitudes remotas quizás aún inexploradas. Fue allí y en aquel preciso momento cuando, al fin, se dispuso a contar toda la verdad, aquello que tan bien conocían la soledad y el gélido viento boreal. Con la diferencia de que en esta ocasión, en vez de murmurárselo a sí mismo, lo gritaría con tanta fuerza que esperaba que una de esas rachas de vendaval llevase su historia, mezclada entre la hojarasca rendida a los pies del otoño, a colarse por las rendijas de las ventanas de todas las casas del pueblo.

Ese avión de papel…

Ella era la perfección hecha carne. Decían por las envidiosas esquinas que era una diosa desterrada del Olimpo de los inmortales, castigada a vivir con la insoportable levedad de cualquier otro individuo sobre la faz de la Tierra, pero a la que nadie se atrevió a arrebatar su inabarcable belleza. Una fiera indomable a la par que divina, de bronceada tez, ondulada e infinita melena caoba, silueta marmórea cincelada en los sueños del mejor escultor jamás nacido, y un imperturbable rostro en el que destacaban unos hipnóticos y enormes ojos tan verdes como la suma de todas las primaveras del mundo. Y con un halo de misterio insondable a su alrededor, aumentado al máximo por su eterno silencio. Nadie sabía quién era, cómo había llegado hasta aquí… Nunca de su boca escapó sonido alguno. Ni gesto. Ni ademán. Parecía flotar carente de todo sentimiento y sensación.

Maldito avión de papel…

Pongamos nombres a esta escena. Alberto era un marinero fuerte, alto, robusto, de porte imperial, hercúleo torso, rizos juguetones, generosa sonrisa y desaliñada barba donde el vetusto azabache se veía cada vez más arrinconado por el color de la nieve. El nombre de ella, nadie lo supo jamás. Alberto fue el muchacho más deseado de la villa, y no sólo por su atractivo físico, pues a ello había que sumar su jovial carácter, una buena posición económica ganada con su gran capacidad de trabajo, y un innato gen de líder. No fueron pocos los encontronazos y enemistades que generó entre las féminas del contorno, que una y otra vez se galanteaban ante él, vistiendo sus mejores etiquetas, en busca de conseguir su atención. Ninguna lo consiguió. Porque él solo tenía ojos para ella. Siempre ella. Ese inalcanzable objeto de deseo al que nada alteraba y con el que nadie podía soñar, pero que estaba presente en las madrugadas de todos los hombres que alguna vez se habían cruzado con esa criatura.

Papiroflexia…

Fue un soleado mediodía de abril. Domingo festivo. Alberto andaba por el puerto, terminando con algunos preparativos para la semana de trabajo: víveres, aparejos… Nada especial. Rutinas habituales. Hasta que pasó lo imposible. Sentada, con los pies colgando sobre el agua oscura de la bajamar, ella. Siempre ella. Esa inquietante presencia. Esa belleza sobrenatural. Como tantas y tantas veces anteriormente, la atracción que sentía por ella se acababa convirtiendo en pasmo y miedo ante su cercanía. Les pasaba a todos igual. ¿Qué poder tenía aquella extraña dama? Nadie podía contestar a ese enigma.

Alberto tenía entre las manos una hoja. Un papel con manchas de salitre e indescifrables garabatos de tinta azul. Era donde apuntaban las capturas y las ventas de cada día. Una de sus aficiones era crear figuras de papel. Doblando y redoblando filos y esquinas, era capaz de convertir aquellos rectángulos blancos en barcos, animales o casi en cualquier objeto. Y tenía la capacidad de hacerlo de manera inconsciente y sin prestarle atención; simplemente con el tacto de sus manos iba dando vida a esas formas. Y así, ensimismado en la contemplación de esa mujer ancestral, fue como se dio cuenta de que, en sus manos, como por arte de magia, había aparecido un liviano avión de papel. Un avión que, conducido por una brisa invisible, voló hasta posarse en el regazo de ella. Y se produjo el milagro. En su cara inexpresiva creyó advertir una mueca, un tímido pero sincero esbozo de sonrisa. Sí, no cabía duda. ¡Había sonreído!

Con pasmosa habilidad, desdobló todos los pliegues que formaban el avión hasta dejar el folio inmaculado. Como nuevo. Y con la misma asombrosa velocidad, comenzó a juguetear con la hoja hasta crear la forma de un corazón perfecto. Un corazón que la misma brisa caprichosa, soplando de repente en sentido contrario, condujo haciendo cabriolas en el aire hasta caer en el suelo junto a mis pies, al mismo tiempo que, con la voz más melodiosa jamás escuchada en galaxias a millones de años de luz de este momento, pronunció:

–“Yo también te quiero. Siempre.”

Cuando levantó la cabeza, solo escuchó el ruido del zambullirse de un cuerpo en el agua. Nunca volvió a emerger. Pero Alberto también le juró amor eterno.

En el pueblo, nunca nadie supo qué sucedió con aquella mujer y cómo desapareció. Alberto envejeció milenios de golpe y se retiró a la soledad de su casa, de la que nunca volvió a salir. Un día tras otro repitió la misma rutina. Con toda la lentitud del mundo, bajaba la mirada con quietud, exhalaba un suspiro, y tomaba con suavidad el respaldo de su vieja banqueta de roble, descolorida y carcomida por la polilla. Colocaba el asiento en el centro de su habitación, justo frente a un viejo y mudo carrillón de vagas agujas, inamovibles e imperturbables desde que tenía uso de razón, y que era incapaz de dar bien la hora ni tan siquiera dos veces al día. Y simplemente, armado de desquiciada paciencia, se limitó a esperar a que el inerte reloj avanzase hacia ese tiempo imposible cuya sombra nadie podrá hollar jamás. Su única compañía, una amarillenta hoja cuadriculada a la que, sin prestarle la más mínima atención, iba dando forma, entre sus agrietadas manos, de avioncito de papel.

Óscar Gutiérrez Franco©
Taller de Escritura de San Vicente de la Barquera – Marzo 2020

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