¡Adiós, la que se nos viene encima!
Otro avión sin pasajeros, otro libro sin lectores, otro niño sin juguetes, otro
banquete sin comensales, otros amantes sin lecho…, otro taller sin escritores.
Unos
aguerridos odiseos de nuestro tiempo se
amarran a los mástiles de la vetusta embarcación que zarpó un lejano miércoles,
a las seis y media de la tarde, para no sucumbir a los cantos de las sirenas
que, enfundadas en vaqueros rotos, Rayban
de piloto y blusas de tirantes insinuantes de pechos repletos de virus
pandémicos, tratan de seducirles para que abandonen su travesía. ¿Qué les
cantan las sirenas a los plumíferos marineros? ¿Por qué se obstinan éstos en su
alocada aventura? ¿Por qué no sucumben a la tentación? ¿Por qué no detienen la
nave? Quizá no quieran traicionar a su Penélope, que espera, tenaz en su tejer
y deshacer, a que atraquen en su puerto después de sus accidentadas singladuras
a través del océano estival. Habrán resistido a los insidiosos lotófagos, que
les tentaban a comer los engañosos lotos que hicieron a los demás olvidarse de
regresar a su Ítaca. Su errático rumbo les zarandea entre una Escila de toallas
playeras y una Caribdis de terrazas cerveceras, pero su obstinación es más
poderosa que un torso de mujer con cola de pez y seis perros de dos patas. No les
habrá engañado la pérfida Circe con sus hechizos y pócimas amodorrantes. No habrán
conseguido los gigantescos lestrigones,
con su repugnante antropofagia televisiva, doblegar la firme voluntad de los
tozudos resistentes. Resuena en sus oídos el ciclópeo estertor de la muerte de
un indolente Polifemo, cegado su ojo coronavírico por la afilada estilográfica del
puñado de infatigables marineros. Y las sirenas les cantan… ¿Qué les cantan las
sirenas? Y la nave se frena. Quizás es sólo ese viento que llaman tedio, que sopla flojo y traidor. Quizás
esas corrientes que llaman desganas,
que arrastran desde lo hondo y no les son favorables. O quizá sí les ha
intoxicado la pócima de Circe y ya sólo les queda gruñir. O quizá sí les ha
vencido el jugo de los lotos y ya sólo les queda olvidar. ¿Es eso lo que les
cantan las sirenas? ¿Que detengan la nave?
Penélope
sigue deshaciendo el sudario y lo teje de nuevo, segura de que la proa del
barco volverá a encontrar el rumbo a su puerto y que esta vez no tardará diez
años. Telémaco ahuyenta a los ávidos pretendientes, sabedor de que el arco de los
odiseos volverá a tensarse y sus
flechas encontrarán su diana a través de los ojos de doce hachas alineadas que
quieren zancadillear su destino. Cesad, pues, taimadas sirenas, vuestros
cantos. Adiós, pues, Ítaca, pero sólo hasta que, con la ayuda de Palas Atenea,
se nos pase la lotofagia.
José-Pedro
Cladera Fontenla©
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