–¡Niña,
no te acerques a esa casa, que vive una bruja!
La
niña, que era más lista que los ratones colorados, no se iba a conformar con
esa explicación.
–¿Y
cómo son las brujas?
–Las
brujas son unas mujeres viejas, feas y malas. Lanzan maldiciones, hacen
ungüentos y caldos con huesos de niños, ancas de rana, flores amarillas, lenguas
de culebras y uñas de lobo. En lugar de pelo, tienen greñas sucias. Tienen una
verruga en la cara, les faltan dientes y visten una ropa negra mugrienta.
–Ya,
pero esas son las brujas malas de los cuentos. ¿Entonces, un hada es una bruja
buena?
–Nena,
déjame en paz. ¡Pelma de niña, con tantas preguntas! No te acerques y punto.
La
niña siguió mirando la casa. Le pareció ver a alguien husmeando tras una ventana
de la planta baja. Se movía una cortina, que parecía deshilachada. Pero estaba
demasiado lejos.
Se
despertó antes de lo habitual y se levantó rápido. Estaba descalza y el suelo
en casa de la abuela siempre estaba frío. Apoyada de puntillas sobre el alféizar
de la ventana de la buhardilla, volvió a quedarse absorta mirando la “casa de
la bruja”. La chimenea ahumaba. Se vistió y salió de madrugada sin avisar a
nadie. Echó a andar.
Se
llamaba Tella, y ella lo sabía. Con mucho cuidado, se asomó a la ventana
trasera del caserón. Daba a la cuadra. Vio dos vacas, una yegua y unas pocas
gallinas, junto a un perro atado que a ella le pareció un lobo.
–Pasa
niña, nadie te va a comer. ¿O sí?
La
cría da un salto y se queda mirando a la mujer que tiene delante. El pelo
rizado, amarillento, parece rasposo. Un vestido negro parecido al de su abuela,
pero un poco rasgado por la cintura. La casa es muy grande y también
descascarillada, llena de trastos viejos. Pasan a la cocina y huele rico, a
pan.
–Me
llamo Tella, ¿y tú?
–Yo,
Merceditas. Y mis abuelos viven muy cerca, en aquella casa gris. La que está
detrás de la Iglesia. Seguro que saben dónde estoy. Por favor, no me comas.
–¡Ah,
no! Yo solo como niñas gorditas; tú estás flaca. Ven, mira. –Le enseña una mesa
vieja de mármol, donde se ve infinidad de hierbas.
–Con
éstas y otras hierbas que recojo en los prados y montes que nos rodean, hago
ungüentos sanadores. Otros son mágicos y no lo puede saber una niña curiosa
como tú. La gente del pueblo me hace encargos; tu abuela también, niña. Viene
de vez en cuando.
Detrás
hay un viejo armario con las puertas de rejilla de gallinero. Ve cosas que no
reconoce; muchas vasijas de cristal, pero no brillan. Su abuela tiene una fresquera
parecida, pero hay leche, mantequilla y, a veces, flanes. En una esquina, hay
un baúl arrumbado, mal cerrado. Por un borde, asoma lo que parecen unas
puntillas viejas, restos de tela floreada y las piernas rotas de una muñeca.
Tella
sigue trajinando en un fogón oscuro. De pronto, grita:
–¡Escolástico,
a desayunar! Tenemos visita.
Al
rato, aparece en la puerta un hombre pequeño, casi diminuto, camisa de cuadros
de franela y boina marrón –hace años, debió de ser negra–. También huele mal. Estaba
segando afuera y trae cara de frío. Mira fijamente a Merceditas, pero no dice
nada. Se sienta detrás de ella, en una banqueta, a mojar pan en leche. Es tan
chico que parece que ha desaparecido. Solo se oye el ruido de su boca tragando,
casi sin dientes.
La
niña no se cansa de mirar. Tella le ofrece un tazón y le indica una silla alta
y desvencijada para que se siente. Ella, obediente, lo hace. Merceditas sigue
mirando… Incluso llega a ver un semicírculo de pequeñas manchas escarlatas salpicadas
en la pared frente a ella, como una extraña luna roja. Juraría que hace un
segundo no estaban…
Ya
no ve nada más.
A
los pocos minutos, y un poco más pálido, Escolástico vuelve al prao.
…Sigue
picando el dalle…
Remedios Llano©
Comillas
Diciembre 2020
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