Todavía recuerdo la
primera vez que escuché la palabra “bruja”. La mayoría de la gente lo podría
achacar a algo malo, oscuro o feo (sobre todo por la verruga que siempre les
pintan en la nariz aguileña); pero en mi caso es una palabra con cariño, amor,
complicidad, porque me lo llamaba mi familia cuando era pequeña (y no tan
pequeña). Todavía cierro los ojos y vuelvo a mis tres años, corriendo como loca,
gritando, porque me perseguía alguno de mis primos que quería hacerme cosquillas
y yo salía corriendo como una bala. Solo podía escuchar “bruja, no corras que
te voy a pillar”. ¿Sabéis qué? Me
pillaban, y entre cosquilla y cosquilla, me daban besos aderezados con risas y
amor.
Añoro esa sensación de
felicidad y libertad que tienes cuando no entiendes cómo funciona este mundo o
ni ganas de entenderlo, porque todo es posible a través de tus ojos. No te
planteas cómo unos seres mágicos muy mayores te llevan regalos una noche porque
fuiste bueno. Además, te dicen que llegan a tu casa por medio del hueco de la
lavadora y tú lo ves lógico y le dices a tu madre que le ponga un vaso de agua
para los camellos –porque, claro, con un vaso es suficiente.
Todavía recuerdo la
primera vez que deseé ser bruja o maga de verdad. Lo digo en serio, siempre
había fantaseado con la idea; pero cuando un compañero de clase me dejó su
libro Harry Potter y la piedra filosofal,
mi mundo cambió. Volví a sentirme como aquella bruja que corría de las
cosquillas; se abrió ante mí un universo tan increíble que hasta el día de hoy
sigo esperado mi carta de Hogwarts y poder formar parte de ese mundo tan
fantástico.
Creo que la magia es
esa gasolina que hace que el mundo siga avanzando, aunque ese mismo mundo se
desmorone; porque, sin la magia, nadie cerraría los ojos cuando pide un deseo
al soplar las velas, o haría sonar los dedos cuando queremos que todo se recoja
solo (cuando todo está desordenado), como hacía Mary Poppins; o como yo, que
sigo mirando el buzón en busca de mi carta.
Jezabel Luguera©
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