lunes, 25 de enero de 2021

LUISA FERNANDA

 

 


            ¿Por qué seguía con ella? Estaba enamorado hasta las trancas, de eso no le cabía duda. También es cierto que no habría podido soñar en ella mayor belleza. Quizás ese fuera el problema –se decía–, que era demasiado hermosa. Le alagaba, le hacía sentir poderoso que, fueran a donde fueran, ni hombres ni mujeres pudieran apartar sus ojos de ella, aunque ciertamente le asaltaba algún que otro escozor de celos. Seguía admirando en ella su clase, su distinción, su exótico magnetismo; la forma en que Luisa Fernanda se movía entre la gente, con su aire de superioridad, distante, displicente, inabordable: el centro de atención allá donde estuviera. Nada de eso había cambiado.

            Tampoco era menos cierto que ella seguía viviendo sólo para él, que nunca mostró el más mínimo interés por otra persona. De hecho, nunca mostraba el más mínimo interés por nada. Y ese era el quid de la cuestión. No tenía queja alguna; no le veía defecto alguno, salvo su desmedida, su recalcitrante apatía. A Luisa Fernanda, todo le importaba un rábano. Le daba igual lo que él quisiera, le traía sin cuidado a dónde la llevara, se la traía al fresco lo que le dijera, le resbalaba lo que le hiciera… Luisa Fernanda era el desinterés llevado al extremo, la impasibilidad supina. Parecía no correrle sangre por las venas. En lo sexual, se mostraba complaciente y estaba siempre dispuesta, pero con una abulia y total falta de iniciativa que a él le sacaba de quicio.

            Su sumisión, que al principio le había resultado cómoda, ahora le irritaba. A veces, estaba tentado de sacudirla violentamente, de pegarle, de hacerle daño para que reaccionara de una vez. ¿Pero cómo herir a alguien que vivía tan incondicionalmente entregada a él? Y sin embargo… Como agua de sirimiri, sin darse cuenta, sin ser consciente de cómo se filtró el insidioso pensamiento en su organismo, se sorprendió acariciando la idea de que tenía que deshacerse de ella. Se había equivocado con ella. Él se sentía joven aún y estaría a tiempo de comenzar de nuevo. Debía poner fin a aquella relación. Tenía que cortar por lo sano. Tenía que cortar… Cortar…

            Sus cavilaciones se hicieron obsesivas. Imaginaba un sinfín de formas de acabar. Abandonarla no era una opción. La quería demasiado y no podía avenirse con la idea de verla sufrir con una separación que sabía a ciencia cierta que la destrozaría. No podría, no podría verla sufrir. Se resistía a aceptar sus propios razonamientos, pero, por más vueltas que le daba, la única solución que cumplía todos los requisitos era acabar con ella de forma rápida, sorpresiva e indolora. Si lo hacía meticulosamente, ella ni se enteraría. Por contradictorio que se le antojaría a cualquier extraño –cavilaba–, la solución radical era la más benévola, la más compasiva hacia ella, a la vez que le aseguraba a él no tener luego remordimientos por haberle causado sufrimiento alguno. Era la mejor salida del atolladero, ya no tenía dudas. Y ahora se centraba en pensar en la puesta en práctica de su plan.

            Tumbado en el sofá, se hallaba sumido en sus pensamientos y concebía sofisticadas estrategias. Ella estaba recostada en un sillón, como casi siempre, con la mirada lánguida perdida en la pantalla del televisor, sin realmente prestar atención a nada. Una soprano rusa cantaba un aria de una ópera de Verdi, y su voz maravillosa impregnaba la estancia como una fragancia que escapara del tarro del más exquisito perfume. En un momento en que él le dirigió una mirada distraída, vio con indescriptible sorpresa que Luisa Fernanda estaba llorando. ¡Llorando! Se sentó de un salto, como si hubiera visto un fantasma. La miró intensamente, desconcertado. ¡Estaba llorando de emoción ante la música! Por primera vez desde que la conoció, estaba mostrando emociones, sentimientos, ¡estaba viva! ¿Habría sido un espejismo? ¿Una casualidad?

            En los días siguientes, probó una y otra vez y llegó a la incontrovertible conclusión de que Luisa Fernanda sólo se emocionaba y se conmovía con la ópera. Ninguna otra música parecía producir en ella efecto alguno. Sólo las arias de las óperas la transformaban, la hacían llorar de sentimiento y temblar de placer. ¿Sería esto para ella el comienzo de un despertar a la vida?

El mundo para los dos cambió de repente. Abandonó todos sus macabros planes y se maldijo por haberlos siquiera concebido. Su relación con Luisa Fernanda dio un giro inesperado. Se sentía feliz de nuevo con ella, pensando en cómo la iría ayudando a disfrutar de nuevos placeres. Ahora se sentía lleno de júbilo al verla pasar los días enteros escuchando óperas ávidamente: Verdi, Donizetti, Puccini, Mozart, Wagner… Mostraba una clara preferencia por las óperas italianas, ante las cuales su lágrima era mucho más fácil que ante las germanas, que la dejaban un poco fría. Se iba sofisticando a pasos agigantados. Y se mostraba radiante, cada día más bella. Él estaba embelesado, gozosamente perplejo.

            Para el día de su cumpleaños, tuvo claro el regalo que más feliz la haría. La más afamada soprano del momento actuaba en la ciudad interpretando una de las óperas que más la conmovían. No se le podía presentar mejor ocasión y, al mismo tiempo, le ayudaría también a él a perdonarse a sí mismo y superar su mala conciencia por haber albergado tan malos pensamientos hacia ella. Compró las mejores entradas que pudo encontrar para el Teatro de la Ópera.

            El día señalado, mientras avanzaban por el pasillo central de la platea del teatro, todas las miradas, como siempre, fueron para Luisa Fernanda, que caminaba, como en ella era costumbre, lentamente, con gesto altivo, segura de sí misma, sin prestar interés a nadie. Era tal su magnetismo que se diría que el público se había congregado allí para verla a ella en lugar del espectáculo anunciado. Él se sentía ahora más orgulloso de ella que nunca.

            Durante la ópera, le lanzaba de vez en cuando una miraba de reojo y veía cómo le temblaban los labios y las lágrimas le corrían profusamente por sus mejillas. Luisa Fernanda era feliz. Lejos quedaban atrás los días de la apatía, del desinterés por todo lo que ocurría a su alrededor. Había encontrado la clave que la había abierto al mundo de los sentidos y que, sin duda, les llevaría a los dos a alcanzar juntos cotas de placer hasta ese momento inconcebidas. Cuando el director de la orquesta atacó el acorde final que cerraba la obra, el público, enfervorecido, se puso en pie, aplaudiendo a los intérpretes, y muy especialmente a la soprano, que, pletórica, lanzaba besos de agradecimiento a la entregada multitud. Sobre todos los aplausos y vítores, se elevó, majestuosa, imperial, apasionada, la voz de contralto de Luisa Fernanda: ¡¡¡BEEEEEE, BEEEEEE!!!

 

José-Pedro Cladera Fontenla©

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