Son las 7 horas, 32
minutos y 57 segundos de la mañana del 14 de abril de 2021. Miércoles. El
teléfono de última generación que descansa sobre la mesita de noche comienza a
emitir una suave música melódica que, según un reciente estudio científico, es
la mejor opción para dejar atrás la inercia del sueño y, gracias a ello,
alcanzar el mejor grado de concentración y rendimiento en las primeras horas
del día.
La persiana comienza a
subir de manera automática y gradual. Hace casi tres horas que la corona del
sol asomó tras los precipicios del horizonte. La luz exterior traspasa los
gruesos cristales creando reflejos tornasolados en las cortinas de lino puro y
dibujando pinceladas en tonos miel sobre las paredes blancas de la habitación.
La temperatura en el
interior de la estancia es de 17´8°C. Una temperatura que se convierte en aún
más agradable cuando, al acercarse a la ventana, los ojos azules anclados en el
imperturbable rostro de Volodia Startsev contemplan el gélido e inabarcable
paisaje de tundra siberiana helada que se abre ante él. Ya le advirtieron,
antes de llegar allí, que la primavera es muy tímida una vez que dejas atrás
los Urales. Pero su decisión, cuando surgió aquella oportunidad, fue firme.
Segura. Duda no es una palabra que aparezca en su diccionario.
En medio de aquella nada
perenne, lo único que rompe la horizontalidad infinita del panorama es el
cíclico, incansable y monótono cabeceo de cientos de bombas de varilla que, una
y otra vez, pican el durísimo suelo en busca de extraer hasta la última gota de
ese oro negro que mueve el mundo llamado petróleo. Ser el propietario y
director de las explotaciones de Samotlor, el mayor campo petrolífero de Rusia,
no es fácil. No es sencillo. Él lo ha conseguido a base de esfuerzo, sacrificio
y una determinación sin límites. Y
gracias a esas cualidades, hoy se ve recompensado acumulando la mayor fortuna
económica de toda Europa.
Volodia Startsev había
nacido a mediados de la década de los 70 en la pequeña ciudad industrial de
Vorónezh, 500 kilómetros al sur de Moscú. De familia humilde, su madre murió
durante el parto de su hermano pequeño cuando apenas contaba con año y medio.
Su padre trabajaba horas y horas en el mantenimiento de las vías del
ferrocarril, por las que discurrían constantemente trenes de calderas rojas
humeantes y frenos chirriantes que hacían temblar el endeble cabecero de madera
de su cama. El poco tiempo que pasaba en casa su progenitor lo hacía oliendo a
grasa y borracho como una cuba. Así que se crio entre la soledad, el frío, la
pobreza, la suciedad y el hambre.
Fue una tarde de
finales de septiembre de 1989 cuando todo sucedió. Cuando todo cambió. Se
encontraba junto a un grupo de amigos, pegando patadas a un bote de hojalata,
levantando polvo de un suelo de tierra parda y marrón tapizado por las primeras
hojas caídas de los álamos y chopos. Un columpio roñoso y taciturno, que un día
fue rojo, gemía sus dolores mecido al compás del viento. Un parque cualquiera
en un barrio pobre de extrarradio de ciudad, en esa abstracta línea en la que
la urbe se convierte en campo y viceversa.
Fue muy rápido, aunque
realmente no sabe precisar la duración de los hechos. El relato es borroso,
pero las imágenes son nítidas. Demasiado nítidas: un brillo rosado en el cielo,
una bola roja de aspecto metálico que se posa en el suelo del parque, que
desaparece, que vuelve a surgir de la nada y aterriza de nuevo, los gritos de
los otros niños, aquellos seres gigantescos de movimiento robótico, con tres
ojos y extraños ropajes e instrumentos, la incapacidad de mover ni un músculo
de su cuerpo mientras todo aquello ocurría, a escasos metros de donde él se
encontraba, la forma en que todo se evaporó… Y después el dolor de cabeza, el
malestar, las pesadillas, la turbación, las mil y una declaraciones ante
hombres de uniforme marrón lleno de galones, y de aparentemente inocentes y
agradables enfermeras de batas verdes deslavadas que le ofrecían una piruleta a
cambio de confesar que toda aquella historia no había sido más que una inocente
gamberrada infantil para llamar la atención.
No lo supo en aquellos
momentos, pero el supuesto OVNI de Vorónezh del que fue testigo principal
abriría, durante varios días, los informativos de los principales medios de
comunicación del planeta. En la actualidad, varios de los principales expertos
en la materia se decantan por que aquel incidente no fue más que una burda
teatralización orquestada desde el corazón del Kremlin para desviar el foco
mediático de los cada vez más evidentes problemas políticos, económicos y
sociales de ese gigante comunista con pies de barro que, apenas meses más
tarde, desembocarían en la caída de muros y telones tras los cuales vivía,
triste, el torero cantado por Sabina.
Aquella trágica
vivencia marcó su carácter. Pudo haber caído en el alcohol, las drogas o en
cualquier otra desgracia. Pero la mejor forma que encontró su joven mente de
encauzar todo aquello fue considerarse un elegido. Una señal venida de otros
mundos, universos o realidades paralelas, porque a día de hoy sigue sin
albergar dudas de que estuvo ante seres que no procedían de este pequeño mundo
llamado Tierra, que lo escogieron a él por alguna razón que desconoce, y que se
esforzaría incluso por encima de sus posibilidades para hollar el seguro
brillante destino que le albergaba. Concentró todas sus fuerzas a tal fin, y
evitó cualquier tipo de distracción. Progresivamente se fue convirtiendo en una
persona huraña, recta, adusta, marcial e insociable. Matemático y preciso a
escalas enfermizas. Maniático. Vanidoso y ególatra. Trabajó incansablemente en
miles de pequeños oficios hasta poder pagarse la matrícula universitaria. Se
doctoró cum laude en Ingeniería del
Petróleo y en Gestión de Empresas. Su nombre comenzó a sonar con fuerza entre
las empresas del sector, pero su complicada personalidad y las excesivas ansias
de éxito y poder hicieron que, una a una, fueran rechazando su currículum.
El gran Volodia
Startsev no iba a permitir que unos oligarcas de silla vieja carcomida por la
polilla, puros caducados y despachos de luz gris se entrometieran en su camino.
Si no iban a confiar en él, levantaría él mismo su propia empresa petrolífera.
Comenzó a prospectar metro a metro la inmensidad de la Formación Bazhenov, un
estrato de la cuenca siberiana occidental en plena estepa. Según sus estudios,
millones de toneladas de crudo se encontraban a más de tres kilómetros de
profundidad de aquellos helados suelos. Apretó cada tornillo, dibujó cada mapa,
condujo cada kilómetro, soportó temperaturas casi incompatibles con la presencia
humana, gastó hasta el último rublo… y se manchó con la primera gota negra que
fue capaz de extraer. Hoy tiene miles de empleados a su servicio, ha construido
ciudades enteras, posee aviones y aeropuertos privados, mansiones palaciegas en
las capitales más importantes y lujosas, colecciones de arte al nivel de la
mejor pinacoteca del mundo, y una suma de dinero sencillamente incalculable que
crece de forma exponencial cada vez que cualquier persona reposta gasolina,
juega un partido de tenis o pone la lavadora. En los últimos años ha invertido
parte de su riqueza en nuevos sectores como la banca online, la nanotecnología,
la biomedicina o la robótica, en todos los casos con acierto y obteniendo
cuantiosos beneficios.
A sus 45 años ha alcanzado
unas cotas de éxito impensables para cualquier adolescente. Mucho más para
alguien con unos orígenes tan miserables. Fue hace diez primaveras, ya en pleno
ascenso meteórico entre las grandes fortunas mundiales, cuando decidió que
casarse y crear una familia podría dar un empujón interesante a su imagen de
empresario de prestigio. Sin tiempo para el amor y el cariño, entró una mañana
en el área administrativa y de gestión, echó un vistazo rápido, buscó a la
mujer que, según sus gustos, mejor combinaba la juventud con la belleza, y dos
semanas más tarde se casaban con la simple presencia de dos compañeras de
trabajo como damas de honor. María, ese era su nombre, solo pudo yacer junto a
su esposo aquella inicial noche de bodas. Fue su primera y única vez. Eso sí,
con la puntería de un francotirador de élite, quedó encinta de mellizas que,
nueve meses después, verían la luz bajo los nombre de Sasha y Alina. Su padre
fue siempre una figura lejana, imperceptible, más una leyenda fantasmagórica
que un ser de carne y hueso. Su único contacto, visual, nunca físico, eran cuatro
segundos después del desayuno. Mientras ellas, junto a su madre, se levantaban
de la mesa en dirección a una gran puerta apeinazada de estilo renacentista,
con elaborados dibujos geométricos labrados y aristas molduradas, por el otro
extremo de la estancia aparecía un señor alto y musculoso, con su pelo rubio
engominado y con un elegante traje negro con corbata a juego, al que tenían que
llamar papa y señor esposo, respectivamente, mientras realizaban una practicada
y elegante reverencia con el cuello. Vidas absolutamente separadas. Tres cisnes
blancos aislados, encerrados en una jaula de platino desbordada de riqueza
monetaria y de pobreza del alma.
Y es que el tiempo es
muy preciado en la vida del magnate ruso. Y no admite ninguna distracción que
le aparte de sus quehaceres. La familia, el ocio o la cultura, desde luego, son
algunas de esas distracciones a evitar. Y todo queda mensurado con escrupulosa
exactitud. El instante preciso para levantarse tras haber dormido las horas
adecuadas. A las ocho de la mañana en punto se sienta en su despacho y empieza
a mover y revisar documentación sobre la mesa de ébano y marfil durante 113
minutos. Tras ello, baja al campo de trabajo para inspeccionar en primera
persona las labores de extracción y evitar la holgazanería de algún peón
perezoso. De ahí a la zona de talleres, a reunirse con proveedores, a sacar
camiones del recinto, a realizar videoconferencias con grandes líderes
políticos mundiales a los que deja con la palabra en la boca si considera que
sus discursos se exceden de la duración conveniente, o a llevar la contabilidad
exacta hasta del último kopek que
entra o sale de su cuenta bancaria. Así durante los 365 días del calendario.
Sin un descanso. Sin un respiro. La palabra delegar es otro de esos vocablos que
no aparecen en su enciclopedia. Él es el mejor, y él tiene que controlar todas
las operaciones que se ejecuten en su empresa. Desde cómo se barre el cuarto
donde el personal de limpieza guarda sus productos y utensilios hasta cerrar un
acuerdo de cooperación multibillonario con algún jeque caprichoso de Oriente
Medio. El motivo por el que ha alcanzado la cima para la que fue elegido no ha
sido por ser un tuerto rodeado de ciegos, sino por ser un tiburón tirano y
absolutista sin escrúpulos que ha aniquilado todo rastro de vida de los
océanos.
A última hora de la
jornada se acuesta, pero, antes de caer en los brazos de Morfeo, arropado entre
las suaves sábanas y en la silenciosa quietud de su alcoba, dedica los últimos
27 minutos de lucidez a pensar, a reflexionar en cómo puede mejorar su
actividad empresarial y, en definitiva, su situación económica. Porque quiere
más. Volodia Startsev siempre quiere más. Es insaciable.
Sumido estaba en sus
cavilaciones cuando creyó encontrar el filón que estaba buscando. La mina
inacabable. Aquello que todo ser humano desea poseer, pero que absolutamente
nadie es capaz de conseguir. Algo que superaría los límites conocidos del
precio, de la oferta y de la demanda. Se incorporó de un salto de la cama y
gritó.
–¡Cómo no me he dado
cuenta antes! Lo único que necesito para ser cada vez más poderoso es tener
cada vez más tiempo. Tengo que conseguir tiempo. Como sea.
Bañado en una fiebre
descontrolada, en un estado alterado de conciencia, comenzó a garabatear
fórmulas matemáticas imposibles, a trazar con tiralíneas miles de rayas sobre
los planos, y a triangular las constelaciones de estrellas. Hasta que lo tuvo
claro. Hasta que creyó haber hallado la coordenada precisa en donde tenía que
buscar.
Descendió hasta la zona
de talleres y garajes. Los trabajadores del turno de noche no daban crédito a
lo que estaban observando. Su jefe, totalmente fuera de su ser, perturbado,
subía hasta la cabina de la tuneladora de que disponen en la empresa,
arrancaba, y salía disparado atropellando a todo obstáculo, vivo o inerte, que
se encontrara a su paso.
Avanzó kilómetros y
kilómetros por la agreste e impávida taiga hasta que, según sus cálculos,
alcanzó el punto correcto. Activó la cabeza giratoria con elementos de corte y
comenzó la perforación del túnel vertical más profundo jamás proyectado. Jamás
imaginado. El descenso hacia las profundidades magmáticas fue bastante rápido.
Estaba seguro de que al final del camino se toparía con lo que estaba buscando.
Los potentes focos del vehículo alumbraban una oscuridad física que se podía
tocar. Empezó a encontrarse con señales que indicaban desvíos hacia lugares que
no le interesaban: paciencia, solidaridad, amor, sabiduría…
–¡No! ¡No es eso lo que
necesito! –gritaba, exasperado.
Estaba a punto de
arrojar la toalla y de perder toda esperanza. Pero, por fin, tras un recoveco
casi imperceptible, pudo ver que sobre una gruesa compuerta metálica de doble
hoja, desvencijada y descuadrada, colgaba el letrero que tanto anhelaba. En
sencillas letras negras mayúsculas sobre fondo blanco se podía leer con total
claridad: EL TIEMPO.
No se molestó ni en
llamar. El método de apertura era una rueda metálica, al estilo de los
submarinos, que giró, por imperativo y entre suspiros oxidados, ante la fuerza
indómita de aquel hombre. Al abrir el portón y traspasar el umbral, no pudo
reprimir un grito ahogado que salía desde lo más profundo de su entraña
adolescente.
Aquellos seres.
Aquellos humanoides gigantes de andares y gestos autómatas que habían
aterrizado ante él en aquel desangelado parque, se afanaban en mantener en
movimiento las coronas, los piñones, los barriletes y volantes de un enorme
reloj mecánico que, como si de en un corazón se tratase, bombeaba segundos y
segundos hacia la superficie.
Un terrible sentimiento
de inmovilidad se apoderó de sus músculos y de su mente. Sus pies parecían
revestidos de plomo y varados en el suelo. Otra vez, como aquella primera vez,
quedaba a su plena merced. Convertido en estatua inamovible. Uno de aquellos seres,
con los mismos tres ojos y con la misma absurda vestimenta, una especie de mono
azul sin costuras, que ya tuvo delante hace casi tres décadas, se le acercó. No
movió ningún tipo de órgano ni parte anatómica que pudiera reconocerse como una
boca, pero su voz robótica retumbó clara dentro de su cabeza. Le dijo así:
–El tiempo no es
controlable para un simple humano mortal. Lo podéis medir, lo podéis
fragmentar, incluso podéis intentar obviarlo…, pero en el fondo da igual. Es un
juez que no admite debate ni protestas. Siempre gana. Estuvo antes que vosotros,
está ahora, y estará después. ¿Te has preguntado cómo era el tiempo antes del
tiempo? Cuando el cronómetro se puso en marcha, cuando nació el primer segundo,
¿qué había antes? Cuando se acabe el mundo, ¿no seguirán girando las manecillas
del reloj? ¿No seguirá cayendo la arena? Que no haya nadie midiéndolo no quiere
decir que el tiempo, de alguna manera, no siga avanzando. No sabréis si para
adelante, si para atrás, o sin dirección concreta. Pero correrá, ¿no crees?
Ese ser enigmático se
giró, obviando la cercana presencia de Volodia, para continuar con sus tareas.
Éste noto que la vida volvía a su ser, que tenía de nuevo el control sobre su
cuerpo. Indignado y furioso, no iba a permitir que aquella bestia de
procedencia desconocida se entrometiera en sus faraónicas aspiraciones de
futuro. Con toda la potencia que pudo almacenar en sus músculos se abalanzó
para golpearlo, pero cuando su puño estaba a pocos centímetros, una cegadora
luz violácea le envolvió, le zarandeó en el aire como a un guiñapo, y le lanzó
con fuerza desmedida hasta chocar brutalmente contra el marco del portón de
entrada. Malherido y mareado, aquella voz volvió a reverberar en su cabeza.
–Querido Volodia, no
has entendido gran parte del mensaje. O, mejor dicho, lo has malinterpretado y
deformado. Sí, puedes considerarte una persona especial, algo así como un
elegido, después de aquella visita que te hicimos. No teníamos dudas de tus
capacidades, de que podrías alcanzar grandes cotas de éxito a partir de tu
tesón, tu capacidad de sacrificio y tu férrea voluntad. Pero ¿de qué te ha
servido? Te has convertido progresivamente en un ser despreciable, ruin y
mezquino. Eres muy pobre, porque solo has sabido acumular dinero. Y eres el
ejemplo más evidente de que el dinero, por sí solo, no otorga la felicidad.
Busca a tu alrededor, y encuentra la dicha. Pero date prisa. Ese rayo de luz
que te ha sacudido te ha expuesto a unos altísimos niveles de radiación. Miles
de células cancerígenas están ya recorriendo tu cuerpo, no te quedarán más que
unos pocos meses de vida. ¿Te das cuenta de esa paradoja? Los humanos os pasáis
la vida preguntándoos cuánto tiempo os quedará por delante, y, qué curioso,
cuando por fin lo descubrís, es porque os queda muy poco. Mala cosa.
Totalmente
desfallecido, con todo dando vueltas a su alrededor debido al tremendo golpe,
simplemente cerró los ojos y, con la visión de aquellos engranajes movidos por
gigantes, se dejó ir…
(…)
Son las 7 horas, 32
minutos y 57 segundos de la mañana del 15 de abril de 2021. Jueves. El teléfono
de última generación que descansa sobre la mesita de noche comienza a emitir
una suave música melódica que, según un reciente estudio científico, es la
mejor opción para dejar atrás la inercia del sueño y, gracias a ello, alcanzar
el mejor grado de concentración y rendimiento en las primeras horas del día.
Volodia Startsev se
despierta empapado en sudor, con la respiración entrecortada, la piel pálida y
el pulso agitado taladrándole en las sienes. Las sábanas están mucho más
revueltas que de costumbre. Balbucea en soledad.
–Oh, por Dios…, solo ha
sido un sueño. Una maldita pesadilla. Todo ha sido un sueño. Tranquilo.
La persiana comienza a
subir de manera automática y gradual. La coreografía diaria arranca de nuevo
con la estricta fidelidad y precisión perpetuas. Los ojos azules, anclados en
su imperturbable rostro, contemplan el gélido e inabarcable paisaje de tundra
siberiana helada que se abre ante él. En medio de aquella nada perenne, lo
único que rompe la horizontalidad infinita del panorama es el cíclico,
incansable y monótono cabeceo de cientos de bombas de varilla que, una y otra
vez, pican el durísimo suelo… hasta que algo fuera de lo rutinario capta su
atención.
–¿Qué demonios es eso?
En la lejanía de
aquella llanura sin fronteras, en los estertores del campo visual humano, un
brillo rosado refulge en el cielo, escoltado por un ejército de nubes
esculpidas en algodón. Antes de llegar a asimilar siquiera esta imagen, una voz
que parece proceder de las cuatro paredes de la habitación, y a la vez de
ningún sitio concreto, percute con fuerza en el interior de su cerebro.
Reconoce al instante esa entonación mecánica.
–¿Estás seguro de que
solo ha sido un sueño?
El impacto mental es
salvaje. Está a punto de perder la conciencia. Tiene que agarrarse al pie de la
cama para evitar caer desvanecido. Tiene miedo. Después de tantos años, vuelve
a sentir el sabor del pánico y del terror bajando por su garganta y dando
puñetazos en la boca del estómago. Pero, poco a poco, empieza a comprender,
empieza a entender, que lo que importa no es si todo aquello ha sido real o no,
si le aguarda mucha existencia por delante o está en realidad gravemente
enfermo. Lo crucial es que tiene que dar un cambio drástico en su vida. La
señal del cambio. El camino que tenga por delante, ya sea muy corto o muy
largo, lo andará con otra actitud, otro talante, otras prioridades y, sobre
todo, con las personas con las que lo tiene que hacer.
Sale corriendo hacia el
comedor del lujoso apartamento. Al entrar en la sala, su esposa y sus hijas aún
permanecen sentadas a la mesa, dando los últimos bocados a unos dulces de nata.
Las tres mujeres se giran, sobresaltadas, al escuchar el sordo golpe de la
puerta contra el tope pegado en el suelo. Aunque les separan una decena de
metros, Volodia puede advertir con claridad que en sus rostros se entremezclan
sentimientos de sorpresa, miedo y confusión. Ese hombre distinguido y
acicalado, metódico, calculador y milimétrico, se ha presentado ante ellas en
pijama, con el pelo alborotado, ojeras profundas y una incipiente barba. Tras
ese shock primario de unas décimas de segundo, las tres, como animales bien
adiestrados, se levantan al mismo tiempo y se encaminan raudas hacia la puerta
de salida, donde en perfecta alineación cronológica ejecutan la pertinente
reverencia.
Es ese momento cuando
ese individuo dictador, gélido y déspota, extiende su mano con la palma hacia
delante indicando que paren. Gesto dulce, cercano, cálido, y sonrisa con
hoyuelos.
–Esperad, chicas.
Esperad. ¿Queréis tomar el desayuno conmigo? Así podéis contarme qué planes
tenéis para hoy… ¡Vaya! Qué guapa estás, querida María, nunca me había fijado
en que ese vestido te sienta como un guante… y oye, Sasha y Alina, ¡pero qué
altas estáis! ¿Y desde cuándo tenéis el pelo tan largo? ¡Pero si os va a llegar
a las rodillas!
La cara de las tres
féminas oscila entre la desconfianza, el asombro y la estupefacción.
–¿Se encuentra bien,
señor esposo? ¿Ha sucedido algo extraño? –pregunta María.
–¿Algo extraño? No,
para nada. Simplemente es que tengo cinco minutos libres y los quiero
aprovechar con vosotras.
Óscar Gutiérrez©
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