lunes, 26 de abril de 2021

LA SEÑAL DEL TIEMPO

 


 

Son las 7 horas, 32 minutos y 57 segundos de la mañana del 14 de abril de 2021. Miércoles. El teléfono de última generación que descansa sobre la mesita de noche comienza a emitir una suave música melódica que, según un reciente estudio científico, es la mejor opción para dejar atrás la inercia del sueño y, gracias a ello, alcanzar el mejor grado de concentración y rendimiento en las primeras horas del día.

La persiana comienza a subir de manera automática y gradual. Hace casi tres horas que la corona del sol asomó tras los precipicios del horizonte. La luz exterior traspasa los gruesos cristales creando reflejos tornasolados en las cortinas de lino puro y dibujando pinceladas en tonos miel sobre las paredes blancas de la habitación.

La temperatura en el interior de la estancia es de 17´8°C. Una temperatura que se convierte en aún más agradable cuando, al acercarse a la ventana, los ojos azules anclados en el imperturbable rostro de Volodia Startsev contemplan el gélido e inabarcable paisaje de tundra siberiana helada que se abre ante él. Ya le advirtieron, antes de llegar allí, que la primavera es muy tímida una vez que dejas atrás los Urales. Pero su decisión, cuando surgió aquella oportunidad, fue firme. Segura. Duda no es una palabra que aparezca en su diccionario.

En medio de aquella nada perenne, lo único que rompe la horizontalidad infinita del panorama es el cíclico, incansable y monótono cabeceo de cientos de bombas de varilla que, una y otra vez, pican el durísimo suelo en busca de extraer hasta la última gota de ese oro negro que mueve el mundo llamado petróleo. Ser el propietario y director de las explotaciones de Samotlor, el mayor campo petrolífero de Rusia, no es fácil. No es sencillo. Él lo ha conseguido a base de esfuerzo, sacrificio y  una determinación sin límites. Y gracias a esas cualidades, hoy se ve recompensado acumulando la mayor fortuna económica de toda Europa.

Volodia Startsev había nacido a mediados de la década de los 70 en la pequeña ciudad industrial de Vorónezh, 500 kilómetros al sur de Moscú. De familia humilde, su madre murió durante el parto de su hermano pequeño cuando apenas contaba con año y medio. Su padre trabajaba horas y horas en el mantenimiento de las vías del ferrocarril, por las que discurrían constantemente trenes de calderas rojas humeantes y frenos chirriantes que hacían temblar el endeble cabecero de madera de su cama. El poco tiempo que pasaba en casa su progenitor lo hacía oliendo a grasa y borracho como una cuba. Así que se crio entre la soledad, el frío, la pobreza, la suciedad y el hambre.

Fue una tarde de finales de septiembre de 1989 cuando todo sucedió. Cuando todo cambió. Se encontraba junto a un grupo de amigos, pegando patadas a un bote de hojalata, levantando polvo de un suelo de tierra parda y marrón tapizado por las primeras hojas caídas de los álamos y chopos. Un columpio roñoso y taciturno, que un día fue rojo, gemía sus dolores mecido al compás del viento. Un parque cualquiera en un barrio pobre de extrarradio de ciudad, en esa abstracta línea en la que la urbe se convierte en campo y viceversa.

Fue muy rápido, aunque realmente no sabe precisar la duración de los hechos. El relato es borroso, pero las imágenes son nítidas. Demasiado nítidas: un brillo rosado en el cielo, una bola roja de aspecto metálico que se posa en el suelo del parque, que desaparece, que vuelve a surgir de la nada y aterriza de nuevo, los gritos de los otros niños, aquellos seres gigantescos de movimiento robótico, con tres ojos y extraños ropajes e instrumentos, la incapacidad de mover ni un músculo de su cuerpo mientras todo aquello ocurría, a escasos metros de donde él se encontraba, la forma en que todo se evaporó… Y después el dolor de cabeza, el malestar, las pesadillas, la turbación, las mil y una declaraciones ante hombres de uniforme marrón lleno de galones, y de aparentemente inocentes y agradables enfermeras de batas verdes deslavadas que le ofrecían una piruleta a cambio de confesar que toda aquella historia no había sido más que una inocente gamberrada infantil para llamar la atención.

No lo supo en aquellos momentos, pero el supuesto OVNI de Vorónezh del que fue testigo principal abriría, durante varios días, los informativos de los principales medios de comunicación del planeta. En la actualidad, varios de los principales expertos en la materia se decantan por que aquel incidente no fue más que una burda teatralización orquestada desde el corazón del Kremlin para desviar el foco mediático de los cada vez más evidentes problemas políticos, económicos y sociales de ese gigante comunista con pies de barro que, apenas meses más tarde, desembocarían en la caída de muros y telones tras los cuales vivía, triste, el torero cantado por Sabina.

Aquella trágica vivencia marcó su carácter. Pudo haber caído en el alcohol, las drogas o en cualquier otra desgracia. Pero la mejor forma que encontró su joven mente de encauzar todo aquello fue considerarse un elegido. Una señal venida de otros mundos, universos o realidades paralelas, porque a día de hoy sigue sin albergar dudas de que estuvo ante seres que no procedían de este pequeño mundo llamado Tierra, que lo escogieron a él por alguna razón que desconoce, y que se esforzaría incluso por encima de sus posibilidades para hollar el seguro brillante destino que le albergaba. Concentró todas sus fuerzas a tal fin, y evitó cualquier tipo de distracción. Progresivamente se fue convirtiendo en una persona huraña, recta, adusta, marcial e insociable. Matemático y preciso a escalas enfermizas. Maniático. Vanidoso y ególatra. Trabajó incansablemente en miles de pequeños oficios hasta poder pagarse la matrícula universitaria. Se doctoró cum laude en Ingeniería del Petróleo y en Gestión de Empresas. Su nombre comenzó a sonar con fuerza entre las empresas del sector, pero su complicada personalidad y las excesivas ansias de éxito y poder hicieron que, una a una, fueran rechazando su currículum.

El gran Volodia Startsev no iba a permitir que unos oligarcas de silla vieja carcomida por la polilla, puros caducados y despachos de luz gris se entrometieran en su camino. Si no iban a confiar en él, levantaría él mismo su propia empresa petrolífera. Comenzó a prospectar metro a metro la inmensidad de la Formación Bazhenov, un estrato de la cuenca siberiana occidental en plena estepa. Según sus estudios, millones de toneladas de crudo se encontraban a más de tres kilómetros de profundidad de aquellos helados suelos. Apretó cada tornillo, dibujó cada mapa, condujo cada kilómetro, soportó temperaturas casi incompatibles con la presencia humana, gastó hasta el último rublo… y se manchó con la primera gota negra que fue capaz de extraer. Hoy tiene miles de empleados a su servicio, ha construido ciudades enteras, posee aviones y aeropuertos privados, mansiones palaciegas en las capitales más importantes y lujosas, colecciones de arte al nivel de la mejor pinacoteca del mundo, y una suma de dinero sencillamente incalculable que crece de forma exponencial cada vez que cualquier persona reposta gasolina, juega un partido de tenis o pone la lavadora. En los últimos años ha invertido parte de su riqueza en nuevos sectores como la banca online, la nanotecnología, la biomedicina o la robótica, en todos los casos con acierto y obteniendo cuantiosos beneficios.

A sus 45 años ha alcanzado unas cotas de éxito impensables para cualquier adolescente. Mucho más para alguien con unos orígenes tan miserables. Fue hace diez primaveras, ya en pleno ascenso meteórico entre las grandes fortunas mundiales, cuando decidió que casarse y crear una familia podría dar un empujón interesante a su imagen de empresario de prestigio. Sin tiempo para el amor y el cariño, entró una mañana en el área administrativa y de gestión, echó un vistazo rápido, buscó a la mujer que, según sus gustos, mejor combinaba la juventud con la belleza, y dos semanas más tarde se casaban con la simple presencia de dos compañeras de trabajo como damas de honor. María, ese era su nombre, solo pudo yacer junto a su esposo aquella inicial noche de bodas. Fue su primera y única vez. Eso sí, con la puntería de un francotirador de élite, quedó encinta de mellizas que, nueve meses después, verían la luz bajo los nombre de Sasha y Alina. Su padre fue siempre una figura lejana, imperceptible, más una leyenda fantasmagórica que un ser de carne y hueso. Su único contacto, visual, nunca físico, eran cuatro segundos después del desayuno. Mientras ellas, junto a su madre, se levantaban de la mesa en dirección a una gran puerta apeinazada de estilo renacentista, con elaborados dibujos geométricos labrados y aristas molduradas, por el otro extremo de la estancia aparecía un señor alto y musculoso, con su pelo rubio engominado y con un elegante traje negro con corbata a juego, al que tenían que llamar papa y señor esposo, respectivamente, mientras realizaban una practicada y elegante reverencia con el cuello. Vidas absolutamente separadas. Tres cisnes blancos aislados, encerrados en una jaula de platino desbordada de riqueza monetaria y de pobreza del alma.

Y es que el tiempo es muy preciado en la vida del magnate ruso. Y no admite ninguna distracción que le aparte de sus quehaceres. La familia, el ocio o la cultura, desde luego, son algunas de esas distracciones a evitar. Y todo queda mensurado con escrupulosa exactitud. El instante preciso para levantarse tras haber dormido las horas adecuadas. A las ocho de la mañana en punto se sienta en su despacho y empieza a mover y revisar documentación sobre la mesa de ébano y marfil durante 113 minutos. Tras ello, baja al campo de trabajo para inspeccionar en primera persona las labores de extracción y evitar la holgazanería de algún peón perezoso. De ahí a la zona de talleres, a reunirse con proveedores, a sacar camiones del recinto, a realizar videoconferencias con grandes líderes políticos mundiales a los que deja con la palabra en la boca si considera que sus discursos se exceden de la duración conveniente, o a llevar la contabilidad exacta hasta del último kopek que entra o sale de su cuenta bancaria. Así durante los 365 días del calendario. Sin un descanso. Sin un respiro. La palabra delegar es otro de esos vocablos que no aparecen en su enciclopedia. Él es el mejor, y él tiene que controlar todas las operaciones que se ejecuten en su empresa. Desde cómo se barre el cuarto donde el personal de limpieza guarda sus productos y utensilios hasta cerrar un acuerdo de cooperación multibillonario con algún jeque caprichoso de Oriente Medio. El motivo por el que ha alcanzado la cima para la que fue elegido no ha sido por ser un tuerto rodeado de ciegos, sino por ser un tiburón tirano y absolutista sin escrúpulos que ha aniquilado todo rastro de vida de los océanos.

A última hora de la jornada se acuesta, pero, antes de caer en los brazos de Morfeo, arropado entre las suaves sábanas y en la silenciosa quietud de su alcoba, dedica los últimos 27 minutos de lucidez a pensar, a reflexionar en cómo puede mejorar su actividad empresarial y, en definitiva, su situación económica. Porque quiere más. Volodia Startsev siempre quiere más. Es insaciable.

Sumido estaba en sus cavilaciones cuando creyó encontrar el filón que estaba buscando. La mina inacabable. Aquello que todo ser humano desea poseer, pero que absolutamente nadie es capaz de conseguir. Algo que superaría los límites conocidos del precio, de la oferta y de la demanda. Se incorporó de un salto de la cama y gritó.

–¡Cómo no me he dado cuenta antes! Lo único que necesito para ser cada vez más poderoso es tener cada vez más tiempo. Tengo que conseguir tiempo. Como sea.

Bañado en una fiebre descontrolada, en un estado alterado de conciencia, comenzó a garabatear fórmulas matemáticas imposibles, a trazar con tiralíneas miles de rayas sobre los planos, y a triangular las constelaciones de estrellas. Hasta que lo tuvo claro. Hasta que creyó haber hallado la coordenada precisa en donde tenía que buscar.

Descendió hasta la zona de talleres y garajes. Los trabajadores del turno de noche no daban crédito a lo que estaban observando. Su jefe, totalmente fuera de su ser, perturbado, subía hasta la cabina de la tuneladora de que disponen en la empresa, arrancaba, y salía disparado atropellando a todo obstáculo, vivo o inerte, que se encontrara a su paso.

Avanzó kilómetros y kilómetros por la agreste e impávida taiga hasta que, según sus cálculos, alcanzó el punto correcto. Activó la cabeza giratoria con elementos de corte y comenzó la perforación del túnel vertical más profundo jamás proyectado. Jamás imaginado. El descenso hacia las profundidades magmáticas fue bastante rápido. Estaba seguro de que al final del camino se toparía con lo que estaba buscando. Los potentes focos del vehículo alumbraban una oscuridad física que se podía tocar. Empezó a encontrarse con señales que indicaban desvíos hacia lugares que no le interesaban: paciencia, solidaridad, amor, sabiduría…

–¡No! ¡No es eso lo que necesito! –gritaba, exasperado.

Estaba a punto de arrojar la toalla y de perder toda esperanza. Pero, por fin, tras un recoveco casi imperceptible, pudo ver que sobre una gruesa compuerta metálica de doble hoja, desvencijada y descuadrada, colgaba el letrero que tanto anhelaba. En sencillas letras negras mayúsculas sobre fondo blanco se podía leer con total claridad: EL TIEMPO.

No se molestó ni en llamar. El método de apertura era una rueda metálica, al estilo de los submarinos, que giró, por imperativo y entre suspiros oxidados, ante la fuerza indómita de aquel hombre. Al abrir el portón y traspasar el umbral, no pudo reprimir un grito ahogado que salía desde lo más profundo de su entraña adolescente.

Aquellos seres. Aquellos humanoides gigantes de andares y gestos autómatas que habían aterrizado ante él en aquel desangelado parque, se afanaban en mantener en movimiento las coronas, los piñones, los barriletes y volantes de un enorme reloj mecánico que, como si de en un corazón se tratase, bombeaba segundos y segundos hacia la superficie.

Un terrible sentimiento de inmovilidad se apoderó de sus músculos y de su mente. Sus pies parecían revestidos de plomo y varados en el suelo. Otra vez, como aquella primera vez, quedaba a su plena merced. Convertido en estatua inamovible. Uno de aquellos seres, con los mismos tres ojos y con la misma absurda vestimenta, una especie de mono azul sin costuras, que ya tuvo delante hace casi tres décadas, se le acercó. No movió ningún tipo de órgano ni parte anatómica que pudiera reconocerse como una boca, pero su voz robótica retumbó clara dentro de su cabeza. Le dijo así:

–El tiempo no es controlable para un simple humano mortal. Lo podéis medir, lo podéis fragmentar, incluso podéis intentar obviarlo…, pero en el fondo da igual. Es un juez que no admite debate ni protestas. Siempre gana. Estuvo antes que vosotros, está ahora, y estará después. ¿Te has preguntado cómo era el tiempo antes del tiempo? Cuando el cronómetro se puso en marcha, cuando nació el primer segundo, ¿qué había antes? Cuando se acabe el mundo, ¿no seguirán girando las manecillas del reloj? ¿No seguirá cayendo la arena? Que no haya nadie midiéndolo no quiere decir que el tiempo, de alguna manera, no siga avanzando. No sabréis si para adelante, si para atrás, o sin dirección concreta. Pero correrá, ¿no crees?

Ese ser enigmático se giró, obviando la cercana presencia de Volodia, para continuar con sus tareas. Éste noto que la vida volvía a su ser, que tenía de nuevo el control sobre su cuerpo. Indignado y furioso, no iba a permitir que aquella bestia de procedencia desconocida se entrometiera en sus faraónicas aspiraciones de futuro. Con toda la potencia que pudo almacenar en sus músculos se abalanzó para golpearlo, pero cuando su puño estaba a pocos centímetros, una cegadora luz violácea le envolvió, le zarandeó en el aire como a un guiñapo, y le lanzó con fuerza desmedida hasta chocar brutalmente contra el marco del portón de entrada. Malherido y mareado, aquella voz volvió a reverberar en su cabeza.

–Querido Volodia, no has entendido gran parte del mensaje. O, mejor dicho, lo has malinterpretado y deformado. Sí, puedes considerarte una persona especial, algo así como un elegido, después de aquella visita que te hicimos. No teníamos dudas de tus capacidades, de que podrías alcanzar grandes cotas de éxito a partir de tu tesón, tu capacidad de sacrificio y tu férrea voluntad. Pero ¿de qué te ha servido? Te has convertido progresivamente en un ser despreciable, ruin y mezquino. Eres muy pobre, porque solo has sabido acumular dinero. Y eres el ejemplo más evidente de que el dinero, por sí solo, no otorga la felicidad. Busca a tu alrededor, y encuentra la dicha. Pero date prisa. Ese rayo de luz que te ha sacudido te ha expuesto a unos altísimos niveles de radiación. Miles de células cancerígenas están ya recorriendo tu cuerpo, no te quedarán más que unos pocos meses de vida. ¿Te das cuenta de esa paradoja? Los humanos os pasáis la vida preguntándoos cuánto tiempo os quedará por delante, y, qué curioso, cuando por fin lo descubrís, es porque os queda muy poco. Mala cosa.

Totalmente desfallecido, con todo dando vueltas a su alrededor debido al tremendo golpe, simplemente cerró los ojos y, con la visión de aquellos engranajes movidos por gigantes, se dejó ir…

(…)

Son las 7 horas, 32 minutos y 57 segundos de la mañana del 15 de abril de 2021. Jueves. El teléfono de última generación que descansa sobre la mesita de noche comienza a emitir una suave música melódica que, según un reciente estudio científico, es la mejor opción para dejar atrás la inercia del sueño y, gracias a ello, alcanzar el mejor grado de concentración y rendimiento en las primeras horas del día.

Volodia Startsev se despierta empapado en sudor, con la respiración entrecortada, la piel pálida y el pulso agitado taladrándole en las sienes. Las sábanas están mucho más revueltas que de costumbre. Balbucea en soledad.

–Oh, por Dios…, solo ha sido un sueño. Una maldita pesadilla. Todo ha sido un sueño. Tranquilo.

La persiana comienza a subir de manera automática y gradual. La coreografía diaria arranca de nuevo con la estricta fidelidad y precisión perpetuas. Los ojos azules, anclados en su imperturbable rostro, contemplan el gélido e inabarcable paisaje de tundra siberiana helada que se abre ante él. En medio de aquella nada perenne, lo único que rompe la horizontalidad infinita del panorama es el cíclico, incansable y monótono cabeceo de cientos de bombas de varilla que, una y otra vez, pican el durísimo suelo… hasta que algo fuera de lo rutinario capta su atención.

–¿Qué demonios es eso?

En la lejanía de aquella llanura sin fronteras, en los estertores del campo visual humano, un brillo rosado refulge en el cielo, escoltado por un ejército de nubes esculpidas en algodón. Antes de llegar a asimilar siquiera esta imagen, una voz que parece proceder de las cuatro paredes de la habitación, y a la vez de ningún sitio concreto, percute con fuerza en el interior de su cerebro. Reconoce al instante esa entonación mecánica.

–¿Estás seguro de que solo ha sido un sueño?

El impacto mental es salvaje. Está a punto de perder la conciencia. Tiene que agarrarse al pie de la cama para evitar caer desvanecido. Tiene miedo. Después de tantos años, vuelve a sentir el sabor del pánico y del terror bajando por su garganta y dando puñetazos en la boca del estómago. Pero, poco a poco, empieza a comprender, empieza a entender, que lo que importa no es si todo aquello ha sido real o no, si le aguarda mucha existencia por delante o está en realidad gravemente enfermo. Lo crucial es que tiene que dar un cambio drástico en su vida. La señal del cambio. El camino que tenga por delante, ya sea muy corto o muy largo, lo andará con otra actitud, otro talante, otras prioridades y, sobre todo, con las personas con las que lo tiene que hacer.

Sale corriendo hacia el comedor del lujoso apartamento. Al entrar en la sala, su esposa y sus hijas aún permanecen sentadas a la mesa, dando los últimos bocados a unos dulces de nata. Las tres mujeres se giran, sobresaltadas, al escuchar el sordo golpe de la puerta contra el tope pegado en el suelo. Aunque les separan una decena de metros, Volodia puede advertir con claridad que en sus rostros se entremezclan sentimientos de sorpresa, miedo y confusión. Ese hombre distinguido y acicalado, metódico, calculador y milimétrico, se ha presentado ante ellas en pijama, con el pelo alborotado, ojeras profundas y una incipiente barba. Tras ese shock primario de unas décimas de segundo, las tres, como animales bien adiestrados, se levantan al mismo tiempo y se encaminan raudas hacia la puerta de salida, donde en perfecta alineación cronológica ejecutan la pertinente reverencia.

Es ese momento cuando ese individuo dictador, gélido y déspota, extiende su mano con la palma hacia delante indicando que paren. Gesto dulce, cercano, cálido, y sonrisa con hoyuelos.

–Esperad, chicas. Esperad. ¿Queréis tomar el desayuno conmigo? Así podéis contarme qué planes tenéis para hoy… ¡Vaya! Qué guapa estás, querida María, nunca me había fijado en que ese vestido te sienta como un guante… y oye, Sasha y Alina, ¡pero qué altas estáis! ¿Y desde cuándo tenéis el pelo tan largo? ¡Pero si os va a llegar a las rodillas!

La cara de las tres féminas oscila entre la desconfianza, el asombro y la estupefacción.

–¿Se encuentra bien, señor esposo? ¿Ha sucedido algo extraño? –pregunta María.

–¿Algo extraño? No, para nada. Simplemente es que tengo cinco minutos libres y los quiero aprovechar con vosotras.

 

Óscar Gutiérrez©

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