lunes, 26 de abril de 2021

EL TIEMPO

 

 


Ante ella, envuelta en una luz tenue, le esperaba la muerte ambarina, con la parte craneotorácica cerrada como un ataúd. Ocupaba el centro de la sala sanitaria. Se fijó en la parte eléctrica y los ordenadores... a la derecha, pero sus ojos volvieron hacia su enemiga: la máquina que la invitaba a yacer, a respirar hondo y mantener el oxígeno inalterado durante unos segundos. Andrea cumplió las órdenes frunciendo los labios para evitar la exhalación del aire, y para no tener que repetir la prueba... ¡y estaba viva de nuevo!

La doctora Garmendia se presentó con dos becarios, con cara de pocos amigos ellos, justo cuando los celadores repartían la comida.

–¡Hola, mi valiente paciente! Has pasado la prueba del tac (Tomografía Axial Computarizada) como una campeona. ¿A que allí el tiempo se vuelve una goma elástica: alargar, tirar, atirantar…? Pero aquí estás, de nuevo, henchida de oxígeno. Acabo de hablar con la Dra. Serna.  Siente haberte tratado como a una loca, aunque se ha calmado un poco por sus airadas palabras cuando le he hablado de los resultados del tac: EMBOLIAS PULMONARES EN AMBOS PULMONES. No te voy a chillar como una energúmena. No entras en el 20% de que las que no pueden contar la osadía. Y ahora, durante cuarenta y ocho horas, nada de moverte. Y mientras yo aprovecho el fin de mi jornada, intercambio con Malcolm vuestro periplo... Tú a comer, a descansar y a pensar... ¿Vale, Andrea?

–Verás, Elena: antes de emprender el viaje, Andrea lo tenía clarísimo: ella no acudiría a un hospital aunque le afectara otro trombo; no se encarcelaría, no permitiría que la excursión tan deseada, tan bien planteada por Barbrú y por mí, se fuera al garete. ¡Y yo le di mi palabra! Al tercer día, tras dos horas de avión a Bruselas y otras tres de viaje a Oslo, descansamos. Al día siguiente, cinco horas en coche hasta el parque paraíso, a la cabaña mágica, y fue cuando sintió el dolor, esta vez, en la pantorrilla derecha. Sólo pronunció ¡Ay, el trombo! Barbrú y yo volvimos con la media ortopédica, el paracetamol y, ya que lo llevaba con tan buena cara, como premio, una cerámica con las flores silvestres –ya que no podría verlas in situ–. Teníamos los billetes pagados para el ferry por el fiordo. Éramos tortugas observando el paisaje, casi perpendicular a la gran balsa. El calorcito de agosto suavizó el dolor de Andrea. Con los ojos cerrados para evitar la pérdida del idílico panorama, el estómago agradecido por el sabor de los humeantes hot dogs, emprendimos el regreso durante el crepúsculo: las cataratas blancas, vaporosas, caían perpendiculares, ávidas cual gargantúas, letales cual carámbanos, sobre los ferrys –estacionados en la ensenada del fiordo–. El lento, asmático y agónico motor del auto ascendía en un geotropismo negativo, como si quisiera descansar, lanzándonos por el precipicio. Nueve horas en tren pudieron originar las embolias pulmonares. Andrea descansó casi cuarenta y ocho horas en el hotel. Los paseos por Bergen, con su exposición de barcos de madera, la subida en funicular a la cima de la ciudad, era como obligar al paciente Job a salir del dormitorio. Ella no se inmutó durante mi detallada y celestial  vivencia, mas, ante la descripción de tiendas novedosas y artesanales, se lavó la cabeza... Su ¡Ay!, amargo, fue un SOS. A punto de perder el conocimiento, la tumbé en la cama. Su mareo duraría diez minutos largos...

Perdona, Malcolm, ahí es donde se originaron  las embolias. Y me temo que se acabó todo.

–¡Qué va! Mejoró tanto que, en menos de media hora, con el bolso del brazo, salimos de compras. Sus ojos admiraban cada atrayente rincón del paseo. La escuadra, fondeada en el centro de la ciudad, parecía, con su velamen al viento, que iba a rescatarnos de los cercanos suecos...  Andrea entraba y salía encantada de cada tienda: en menos de una hora –corta para ella, larga y preocupante para mí–, tendría en sus manos unos quince regalos, para todos los de la lista. Parecía curada: las compras son para ella el opio que adormece la reflexión... Después, llegó mi turno para redondear el gasto ingente: cenar en Bergen, a ver si llevábamos su sabor en nosotros. Ni Arzak nos hubiera preparado una sopa de pescado tan exquisita como completa. De postre, dos copas de la casa: bizcocho absorbido con distinto glamuroso chocolate y aderezado con merengue, salteado con trozos de fresa, piña y mango  frescos... Hasta degustamos un vino blanco dulce. Para agradecer a la anfitriona su desvivir por nosotros y habernos ahorrado muchas líneas de conceptos varios en la cartilla, Andrea, con la pierna en alto –yo pelé y troceé las patatas y la cebolla– preparó una tortilla que Barbrú saboreó como si se tratara de un manjar. A la enferma le esperaba la cama. Al día siguiente, a las 5 a.m., dejamos el aeropuerto de Oslo. Un regreso a Vitoria bastante corto esta vez.

–Andrea, me alegro de que hayáis disfrutado de Noruega... Desde luego,  gozasteis años siderales fuera del hospital. Ahora, me toca a mí buscar una anfitriona para que me haga de Cicerone en ese país idílico...

                                       

                          Isabel Bascaran Garechana©

                                                                   San Vicente de la Barquera, a 21 de abril de 2021

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