Ante ella, envuelta en una luz tenue, le esperaba la muerte
ambarina, con la parte craneotorácica cerrada como un ataúd. Ocupaba el centro
de la sala sanitaria. Se fijó en la parte eléctrica y los ordenadores... a la
derecha, pero sus ojos volvieron hacia su enemiga: la máquina que la invitaba a
yacer, a respirar hondo y mantener el oxígeno inalterado durante unos segundos.
Andrea cumplió las órdenes frunciendo los labios para evitar la exhalación del
aire, y para no tener que repetir la prueba... ¡y estaba viva de nuevo!
La doctora Garmendia se presentó con dos becarios, con cara de
pocos amigos ellos, justo cuando los celadores repartían la comida.
–¡Hola, mi valiente paciente! Has pasado la prueba del tac
(Tomografía Axial Computarizada) como una campeona. ¿A que allí el tiempo se
vuelve una goma elástica: alargar, tirar, atirantar…? Pero aquí estás, de
nuevo, henchida de oxígeno. Acabo de hablar con la Dra. Serna. Siente haberte tratado como a una loca,
aunque se ha calmado un poco por sus airadas palabras cuando le he hablado de
los resultados del tac: EMBOLIAS PULMONARES EN AMBOS PULMONES. No te voy a
chillar como una energúmena. No entras en el 20% de que las que no pueden
contar la osadía. Y ahora, durante cuarenta y ocho horas, nada de moverte. Y
mientras yo aprovecho el fin de mi jornada, intercambio con Malcolm vuestro
periplo... Tú a comer, a descansar y a pensar... ¿Vale, Andrea?
–Verás, Elena: antes de emprender el viaje, Andrea lo tenía
clarísimo: ella no acudiría a un hospital aunque le afectara otro trombo; no se
encarcelaría, no permitiría que la excursión tan deseada, tan bien planteada
por Barbrú y por mí, se fuera al garete. ¡Y yo le di mi palabra! Al tercer día,
tras dos horas de avión a Bruselas y otras tres de viaje a Oslo, descansamos.
Al día siguiente, cinco horas en coche hasta el parque paraíso, a la cabaña
mágica, y fue cuando sintió el dolor, esta vez, en la pantorrilla derecha. Sólo
pronunció ¡Ay, el trombo! Barbrú y yo
volvimos con la media ortopédica, el paracetamol y, ya que lo llevaba con tan
buena cara, como premio, una cerámica con las flores silvestres –ya que no
podría verlas in situ–. Teníamos los billetes pagados para el ferry por el fiordo. Éramos tortugas
observando el paisaje, casi perpendicular a la gran balsa. El calorcito de
agosto suavizó el dolor de Andrea. Con los ojos cerrados para evitar la pérdida
del idílico panorama, el estómago agradecido por el sabor de los humeantes hot dogs, emprendimos el regreso durante
el crepúsculo: las cataratas blancas, vaporosas, caían perpendiculares, ávidas
cual gargantúas, letales cual carámbanos, sobre los ferrys –estacionados en la ensenada del fiordo–. El lento, asmático
y agónico motor del auto ascendía en un geotropismo negativo, como si quisiera
descansar, lanzándonos por el precipicio. Nueve horas en tren pudieron originar
las embolias pulmonares. Andrea descansó casi cuarenta y ocho horas en el
hotel. Los paseos por Bergen, con su exposición de barcos de madera, la subida
en funicular a la cima de la ciudad, era como obligar al paciente Job a salir
del dormitorio. Ella no se inmutó durante mi detallada y celestial vivencia, mas, ante la descripción de tiendas
novedosas y artesanales, se lavó la cabeza... Su ¡Ay!, amargo, fue un SOS. A
punto de perder el conocimiento, la tumbé en la cama. Su mareo duraría diez
minutos largos...
–Perdona, Malcolm, ahí
es donde se originaron las embolias. Y
me temo que se acabó todo.
–¡Qué va! Mejoró tanto que, en menos de media hora, con el bolso
del brazo, salimos de compras. Sus ojos admiraban cada atrayente rincón del
paseo. La escuadra, fondeada en el centro de la ciudad, parecía, con su velamen
al viento, que iba a rescatarnos de los cercanos suecos... Andrea entraba y salía encantada de cada
tienda: en menos de una hora –corta para ella, larga y preocupante para mí–,
tendría en sus manos unos quince regalos, para todos los de la lista. Parecía
curada: las compras son para ella el opio que adormece la reflexión... Después,
llegó mi turno para redondear el gasto ingente: cenar en Bergen, a ver si
llevábamos su sabor en nosotros. Ni Arzak nos hubiera preparado una sopa de
pescado tan exquisita como completa. De postre, dos copas de la casa: bizcocho
absorbido con distinto glamuroso chocolate y aderezado con merengue, salteado
con trozos de fresa, piña y mango
frescos... Hasta degustamos un vino blanco dulce. Para agradecer a la
anfitriona su desvivir por nosotros y habernos ahorrado muchas líneas de
conceptos varios en la cartilla, Andrea, con la pierna en alto –yo pelé y
troceé las patatas y la cebolla– preparó una tortilla que Barbrú saboreó como
si se tratara de un manjar. A la enferma le esperaba la cama. Al día siguiente,
a las 5 a.m., dejamos el aeropuerto de Oslo. Un regreso a Vitoria bastante
corto esta vez.
–Andrea, me alegro de que hayáis disfrutado de Noruega... Desde
luego, gozasteis años siderales fuera
del hospital. Ahora, me toca a mí buscar una anfitriona para que me haga de
Cicerone en ese país idílico...
Isabel Bascaran
Garechana©
San Vicente de la Barquera, a 21 de abril de 2021
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