Considerarse
imprescindible y necesario. Absolutamente básico. Insustituible. El mejor. La
referencia. El centro geométrico alrededor del cual gravita un todo inefable y
atemporal, como el sol de Copérnico o esa cicatriz redondeada y arrugada en el
vientre de ese matemático, artificial y robótico hombre que pintara Leonardo
como modelo ideal renacentista. Ese es el significado, según la tradición y el
rico refranero de la lengua castellana, de ser el ombligo del mundo.
Bien. Es una expresión
habitual, que todos hemos utilizado en más de una ocasión. Pero, antes de
escribir nada, me paré a pensar: oye, ¿existirá un ombligo del mundo oficial?
Me puse a investigar… ¡y vaya si lo hay! Cientos de ellos. Para la cultura
griega clásica, es el Santuario de Apolo, en Delfos, donde se encuentra el
ónfalo que se había tragado Cronos, rey de los titanes, engañado por su esposa,
y al tiempo hermana, Rea, para salvar la vida de su hijo menor, un tal Zeus.
Pero para otros, el centro del mundo está en Mirna, allá por Siberia Central,
donde se halla el agujero artificial más grande y profundo del planeta. Para el
pueblo aborigen Anangu, es el monolito Uluru, una mole pétrea de más de nueve
kilómetros de extensión en el corazón perdido e inhóspito de la planicie
central australiana, donde habitan desde antes incluso de que naciera el
tiempo. Cuzco, para los pueblos incas; las Colinas Negras, para los Sioux; el
Monte Fuji, para los antiguos japoneses; la Roma imperial, para los romanos
(que por algo todos los caminos llevaban hasta ella); el punto de contacto
entre cielo y tierra, en el contexto religioso; o la terraza del bar de abajo,
si tu única motivación de hoy es bajar a emborracharte y no pensar en nada más.
En este mismo instante,
es más que probable que un multimillonario narcisista esté celebrando haber
introducido una bola de cuero y poliuretano entre tres palos de acero,
mostrando su torso atlético y bronceado ante los ojos de millones de
espectadores, al tiempo que un niño afgano llora desconsolado porque una bola
de papel, que era su único juguete, ha rodado pendiente abajo por un terraplén
de tierra marrón y se acaba de perder
debajo de una amasijo de escombros.
Donald Trump, sentado
en el Despacho Oval, acariciaba un botón rojo en el que podía leerse “Ataque
Nuclear”, mientras en el norte de Nepal, a los pies de gigantes nevados, las
mujeres de la tribu de los Dolpo decidían en asamblea los futuros matrimonios
de conveniencia a celebrar.
A la sombra del
Aconcagua, una nube de pobreza recorre el cielo sobre un humilde viticultor
argentino, que observa impotente como una plaga de mosquito verde apenas ha
dejado unos racimos de uva aprovechables. En ese preciso segundo, un jeque
saudí bautiza el decimocuarto yate de su flota privada lanzando una botella,
con incrustaciones de diamante, del champán más caro del mundo sobre la proa de
la embarcación.
En la conocida como
“Casa del Tesoro”, junto al Alcázar Real donde residía el rey Felipe IV, Diego
Silva de Velázquez daba los últimos y orgullosos retoques a un cuadro sobre la
familia del monarca, siendo totalmente desconocedor de que, milenios atrás, un
hombre de piel oscura y marcadas facciones había creado ya, en un mundo de
rocas soñadas, entre luces y sombras danzantes, la obra de arte más perfecta
jamás imaginada.
Un avión de papel, con
una imposible declaración de amor escrita a bordo, volaba errante, desde una
mano femenina hasta los pies de la mujer amada, entre el laberinto de calles de
Saná, capital de Yemen, mientras toneladas de metal convertidas en bolas de
fuego se incrustaban en el corazón del país más poderoso de la Tierra.
Un monje de clausura,
que guarda voto de silencio, muerde con muda desesperación una toalla mientras
sufre los dolores de un cólico renal. Con la espalda apoyada en los muros de
ese convento, una joven pareja descubre por primera vez los secretos más
ocultos de sus cuerpos entre jadeos indómitos procedentes del averno de sus
entrañas.
Si miramos hacia abajo,
todos veremos esa pequeña y extraña concavidad en nuestra barriga, dando igual
que ésta esté ribeteada de onzas de chocolate, bien por fuera, bien por dentro.
Ahí está, impasible. Así que, probablemente, todos nosotros, quizás en este
preciso instante, o a lo mejor en algún momento alejado, en alguna existencia
que no recordamos, vivida en una realidad diferente o en otra galaxia
inexplorada, también nos hemos sentido así. Y es, que en mi humilde opinión,
hay tantos mundos como ombligos.
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