—Buenos días. Pase y
siéntese, por favor.
—Buenos días los míos.
—Jejeje —un tío curioso,
piensa para sus adentros el sepulturero—. ¿Cómo le puedo ayudar?
—Yo quería ver la posibilidad
de poder enterrarme yo mismo.
—(Joder, más que curioso
este tío; diría que es bien raro). Empecemos, por el principio: ¿cómo se llama?
—Yo me llamo Narciso Yorrodríguez
Yopérez.
—¿Cómo? —Éste me está
vacilando—. ¿Yo qué, ha dicho?
—Sí, yo, Y-O, precediendo
cada apellido, Y-O.
—Vale, vale, le he entendido.
¿A qué se dedica?
—Yo, por supuesto, soy
autónomo y tengo una empresa de yoyos. Yo fui campeón de Castilla la Vieja en
la modalidad de yoyo en 1978.
Realmente este tío está
jodido —piensa el enterrador.
—¿Casado, familiares,
amigos?
—¡Yo, casado! ¿Por quién me
ha tomado? Yo, alguien como yo, ¿casado? Para qué perder el tiempo con seres
que ni interesan, ni aportan y que además lo único que pretenden es robarme mi
semilla. Yo, con el único que estoy casado es con Onano, mi amo y señor. ¡Viva
Onano y yo me la cojo con la mano!
—Vale, vale, sigamos. ¿Y
qué busca, una póliza que le cubra todos los servicios funerarios, quizás?
—A ver, usted no me está escuchando. Yo y sólo yo lo que quiero es poder enterrarme yo solo, sin injerencias ni mediaciones de seres claramente inferiores. Yo le voy a ser sincero: mi familia me repudia; ya no me invitan a ningún tipo de reunión familiar. ¡Usted se cree!: decían que monopolizaba todas las veladas con mis más que interesantes aportaciones. ¡Yo, monopolizar! ¡Yo, don Narciso Yorrodríquez Yopérez! Menuda banda de cretinos son todos. Mire, señor, yo lo que no quiero es morirme y que nadie me recoja y que mi excelso cuerpo se pudra solo, en la calle o en mi habitación, agarrado a mi otro yo, mi mástil del amor. Yo, don Narciso, yo no quiero eso, yo quiero una solución que permita autoenterrarme sin mediaciones de seres inútiles como son todos mis familiares. Óigame bien: a mí no me sobra el ego, simplemente me rebosa, y le aseguro que solitario se está mejor que acompañado. Es más, me está aburriendo con su inseguridad y tibieza. Le dejo, que tengo sed de ego y hambre de yo. ¡Qué le zurzan!
Aquel día, don Narciso Yorrodríguez
Yopérez, a parte de salir alterado, fue invitado amablemente por el
especialista en servicios funerarios a abandonar aquel funesto lugar. Como era
habitual en don Narciso, no entendía cómo no tenían una solución acorde a sus
necesidades. ¡Inútiles, vagos y maleantes!, decía constantemente. Ensimismado
en sus obsesivos pensamientos, continuó y continuó sin rumbo fijo, hasta que,
de repente, se le cruzó por la calle un pollito pintado de rosa fluorescente.
Como podrán imaginar,
Narciso tuvo cientos de traumas infantiles, y entre ellos estaba el de tener un
pollo pintado. Y nunca se lo compraron, por lo que tenía fijación hacia esa
especie de pollos punk de colores fluorescentes que vendían en los mercadillos.
Intentó cogerlo, pero el
pollito echó a correr y se puso a cruzar por la autovía adyacente. Narciso, como
un loco y sin mirar, se lanzó detrás del polluelo, y en esto que venía una autocaravana,
sin rumbo físico ni mental, infestada de neojipis puestos hasta las trancas de
marihuana.
Fue inmediato: primero se
estampó en plano contra el frontal, lo cual le lanzó unos veinte metros
volando, y después, como los neojipis eran de reacción lenta, en la frenada, le
arrastraron enganchado por debajo hasta que consiguieron parar la casa rodante,
dejando un barrido de sangre de unos trescientos metros. Cuando bajaron, lo
único que se escuchaba era el pío pío de aquel pollito desolado repicando y
almorzando sobre la cara desgarrada de don Narciso. Uno de los jipis, al ver
que el polluelo seguía vivo, dijo: ha salvado al pollo, a la polla, al polle. A
lo que todos respondieron: ES UN SALVADOR DE POLLOS, POLLAS Y POLLES. Amén,
sentenció uno de ellos.
Aquellos neojipis se
apiadaron de aquella buena acción animalista y le obsequiaron con todo un
entierro new age. Miccionaron sobre
la fosa, ya que decían que la urea era buena para la conservación de un
espíritu eterno. Y así, durante dos días, llenaron aquello con decenas de
pollos punk fluorescentes en colores magenta, cian y amarillo, y entre canutazo
y canutazo de indica y sativa, defecaban sobre la tumba, para
que todo fuera más ecológico, al son de cantos tribales.
Realmente aquel día, el del
deceso de don Narciso, fue su gran día de suerte. No sólo consiguió que le enterrasen,
sino que además uno de aquellos chavales, no sabemos si en un alarde de
creatividad lisérgica o por falta de conocimientos gramaticales, le inscribió
una lápida donde ponía:
“Don Narciso, el rey del
po-yo, la po-ya y el po-ye.”
Óscar
Nuño©
No hay comentarios:
Publicar un comentario