Soy
un niño que crecí en uno de los suburbios de la hermosa ciudad de Múnich. De
pronto, mientras jugaba al fútbol con los amigos, levanté la vista y me detuve
mirando el barrio donde vivía. “Es espantosamente gris y feo” –me dije–, “menos
mal de la cantidad de zonas verdes que hay por los alrededores”.
De
golpe, un pelotazo en el hombro me hizo volver a la realidad. Yo, “el niño”, seguí
dándole a la pelota y sudando, olvidándome del humilde entorno. De improviso,
un grito proveniente de una ventana amarillenta nos recordó que ya eran las
seis, la hora de la cena.
Subí
a mi casa y lo primero que miré fue el piano que había en un rincón del
comedor, junto a un equipo de música con una gran colección de obras clásicas
que papá ponía durante todo el día y que resonaban por el pequeño piso.
–Niño, ve a lavarte las
manos, que la cena ya está en la mesa –dijo mamá. Miré otra vez el piano del
abuelo con una buena cantidad de partituras de Wagner esparcidas sobre él.
Mamá era la directora
de una guardería, pero igualmente disfrutaba con la música clásica. La abuela,
en su juventud, había tenido una voz prodigiosa y mi hermana iba a clases de
canto. También mi tío era director en una ópera de provincias. En casa, todos éramos unos entusiastas de la
música clásica.
Un buen día, recuerdo
que tendría unos seis años y mis padres me llevaron a ver la ópera Madama
Butterfly, de Puccini, por primera vez. Nunca lo olvidaré, me quedó grabada. Lo
rememoro aún con mis cincuenta años. Me fascinó y vi en aquel instante que la ópera
iba a ser mi vida. Con tan corta edad, sólo pensaba en jugar, y además era un
niño muy inquieto, no paraba ni un segundo. Pero allí, disfrutando del
magnífico espectáculo, no moví ni un músculo en las dos horas y pico que duró.
Llegamos a casa y les
dije:
–Quiero ser cantante de
ópera, quiero ser tenor.
–Ni hablar –me
contestaron–. ¿No ves que te morirías de hambre? Tienes que ir a la universidad
y labrarte un buen camino. Déjate de tonterías.
Pasaron los años y mi
padre insistió en que, cuando fuera un poco más mayor, hiciese la carrera de
Matemáticas. El tiempo pasó y me matriculé en Exactas, tal como él quería. Los
días pasaban y cada vez estaba más seguro de que aquel no era mi sitio. Al cabo
de dos semestres, dejé la universidad; con gran disgusto por parte de mis
padres, pero al final cedieron.
Bueno, aquí empieza mi
odisea. Empecé clases de canto; pero me fueron mal, porque mi voz de tenor era
demasiado oscura, gruesa –eso decían– y debía afinarla y trabajar para
cambiarla. Todo fue de mal en peor con mi profesor, que no veía en mí talento
alguno.
Como un milagro, una
tarde de primavera del mes de mayo, con Viena explosionando de colores,
embriagada por los perfumes de miles de flores y los vieneses degustando tartas
“Selva Negra” mientras la música resonaba por todos los rincones, conocí a un
gran maestro en el estudio. Me miró y, sin decir nada, me escuchó muy serio. “Quiero
que seas mi alumno” –me dijo–. El otro profesor, cuando lo oyó, le dijo que se quedara
conmigo enterito. Así empezó mi carrera. Él creyó en mí desde el primer momento
y vio mi potencial, con la diferencia de que no tenía que cambiar mi registro
natural, ya que éste me daba el milagro de cantar como si hablara.
Empecé a llenar los
mejores teatros del mundo. Las entradas desaparecían en cuanto salían a la
venta. El cartel de “lleno” comenzó a ser y sigue siendo algo habitual.
Dicen de mí que soy el
más deseado en la época presente para los papeles dramáticos, pero me considero
una persona prudente, que cree solamente en el trabajo y en el cuidado de la
voz. Me río cuando comentan que evidentemente mi voz, unida a mi sex appeal, provoca entusiasmo.
Una vez, una periodista
me preguntó:
–¿No cree que es
demasiado guapo para hacer este trabajo?
Me reí, como un loco.
No lo esperaba así, tan directamente. No podía contestar. Cuando me recuperé,
finalmente, pude hacerlo:
–No me contratan sólo
por mi atractivo físico, sino por saber cantar.
Otra vez, hace muy poco
tiempo, en Estados Unidos, en una rueda de prensa donde la sala estaba a
reventar, una persona me preguntó:
–¿Qué se siente al ser
el mejor tenor del mundo y el más apuesto?
Le sonreí, diciéndole:
–Estoy muy agradecido
por sus comentarios, pero es difícil decir si soy el mejor del mundo.
Me dirigí a todos los
periodistas que se habían congregado en la sala del Metropolitan, diciéndoles:
–Gracias a todos por su
asistencia, pero me despido porque mi tiempo ha llegado a su fin. Debo
marcharme para preparar el concierto de esta noche.
El que fue “niño”, y
ahora convertido en un hombre, se pierde por las calles en esa extraña y
maravillosa ciudad, mientras la lluvia cae contra el asfalto arrancando
destellos de notas al son de la música y de la gran voz de este alemán cantando
Nessun dorma.
Sí, existe el ombligo
del mundo. ¿No lo creen así?
Francis
Cortés Pahissa©
1 comentario:
Hola, Francis.
...Lo creo, lo creo.
A ti, Ping, Pang y Pong tampoco te cortarían el paso. Y por supuesto, responderías a las tres preguntas. o a más. Muy logrado bautizar al protagonista con la obra, una de las más disfrutadas y versionadas...
Tu historia podría ser la antesala de una novela.
Lines
Publicar un comentario