Las sombras de tres
individuos se proyectaban sobre la amarillenta pared de la pequeña sala,
danzando en simétrica coreografía al son del arrítmico iluminar de una decena
de cirios verdes. Sus rostros denotaban seriedad. Sus cuerpos estaban tensos y
rígidos. A pesar del sepulcral silencio, los nervios y la crispación
monopolizaban el ambiente.
En el centro de la
estancia, un humilde féretro marrón de esquinas cuadradas descansaba sobre una
mesa de mármol. El difunto era un hombre aún joven y apuesto, de frondosa mata
de pelo moreno repeinado hacia atrás, fuerte complexión, afiladas facciones y
unos ojos tan grandes y oscuros que, abiertos de par en par en ese rostro yerto, asemejaban dos
azabaches perdidos en el fondo de un pozo infinito. Vestía túnica de ruán negro
con cinturón y cíngulo franciscano de esparto, como era preceptivo para un
cofrade y nazareno de la Hermandad.
El aire que entraba desde el exterior
era abrasador, a pesar de que, a esas horas, era la madrugada quien recorría serena las calles
empedradas. El sol aún descansaba, preparando su furibundo ataque. La canícula
sevillana no había faltado a su puntual cita con el mes de julio a orillas del
Guadalquivir.
No demasiado lejos, se
oía retumbar los disparos y cañonazos de las fuerzas militares al mando del
General Pavía. Según las últimas noticias, ya habían tomado el ayuntamiento de
la ciudad y ajusticiado a los líderes de la revuelta cantonal. Solo una débil
barricada resistía sin esperanzas en el entorno del barrio de San Bartolomé.
Sobresaltados y
estremecidos por uno de aquellos sonidos belicosos, las tres personas, dos
hombres y una mujer, que velaban al finado en un manifiesto estado de
irritabilidad, más que de la presumible tristeza, expresaron por fin en palabras
públicas sus pensamientos internos.
–¿Quién te mandaría
meterte en medio de esta refriega, inútil? ¡Si no habías cogido un rifle en tu
vida, desgraciado! Mira que plantarte delante de un anarquista armado, así, sin
más… Y encima ahora tenemos que pagarte el entierro. ¡Maldita sea la hora en
que tu familia entró en esta cofradía, porque no habéis hecho más que robarnos!
–exclamó uno de ellos.
–Siempre fue un blando.
Un baldragas. ¡Nunca jamás fue digno de portar en sus hombros a nuestro Cristo!
Borrachuzo, mal pagador y cobarde. Desde la infancia hemos estado juntos. ¡No
sé cómo le he aguantado tanto! –añadió con inquina el otro hombre.
–¡Aaaayyy, mi Antonio!
Con lo que yo te quería. ¡La de veces que te provoqué! ¡Y no hubo manera de que
me rozaras ni una vez! Yo, la más guapa y deseada desde Triana hasta La
Macarena, que estaba dispuesta a darte todo mi cuerpo. Al final tendré que
creer las habladurías que, de esquina a esquina, rumoreaban que te ponías más
zalamero con las barbas que con estos pechos que Dios me dio. ¡Aaaayyy, mi
Antonio, pero qué bobo fuiste! –lamentó
finalmente la mujer.
Tonos dorados y
violáceos de la madrugadora alba estival comenzaban a bañar el campanario de la
Capilla del Dulce Nombre de Jesús, que era donde se había instalado la capilla
ardiente, cuando un sacerdote orondo, con los ojos arrasados después de no
haber pegado ojo en toda la noche, hizo su entrada. Cada paso que daba parecía
costarle un esfuerzo titánico.
–¡Por fin! Ya era hora,
Padre. Venga, terminemos con esto de una maldita vez. No se merece tantas
atenciones este malnacido –indicó el primero de los hombres, sin dejar al
párroco siquiera colocarse los hábitos.
Los tres presentes
tomaron una vela cada uno. Con la ayuda de unos vagabundos callejeros que
holgazaneaban por allí, levantaron el féretro, lo colocaron en un destartalado
carromato de madera tirado por un burro cojo y comenzaron a descender la calle
Baños. De repente, pegando unos alaridos desgarradores, una pareja de
campesinos, viejos y sucios, llegó corriendo para unirse a la comitiva.
Uno de los hombres se
giró, se colocó ante ellos y, con ademanes y gestos muy agresivos, les gritó:
–¿Se puede saber a qué
viene este espectáculo? ¡Fuera de aquí, escoria nauseabunda!
La anciana cayó de
rodillas, prácticamente desmayada entre sollozos y balbuceos de lástima. El
cura intentó mediar en la violenta situación, acercándose a ella y preguntándole,
en un tono reconfortante:
–Señora, intente
tranquilizarse. Pero, y a usted ¿quién le ha dado vela en este entierro?
Ni tan siquiera tuvo
tiempo de responder, porque ese vehemente ser disfrazado de persona humana se
le adelantó, altanero e inquisitivo:
–Mi nombre es Alonso
Cortijo, Hermano Mayor de la Hermandad de la Santísima Vera Cruz, la cofradía
más antigua y honorable de esta ciudad de Sevilla. Y dado el cargo que ostento,
yo decido quién tiene derecho de portar candela en este sepelio y quién no, ya
que me he visto en la obligación de correr con los gastos debido a la condición
de cofrade de este fulano; que desde luego no la merecía, pero las normas son
las normas y hay que cumplirlas. ¡Y ahora fuera, alejaos, ganapanes sarnosos!
De esta manera, tan
solo el cofrade acusador, el mal amigo y la amante despechada conformaron la
compañía del fallecido en su trayecto final. Desde el umbral sagrado de la
puerta de la capilla, aquella pareja de viejos tiznados por el polvo seco del
campo andaluz, empapados en sudor de aceituna y ahogados en lágrimas de azahar
y romero, vieron alejarse en lontananza al lúgubre, pero sobre todo hipócrita y
fraudulento, cortejo. Esos ancianos eran sus padres, y estaban viendo marchar a
su único hijo.
Óscar
Gutiérrez©
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