jueves, 9 de diciembre de 2021

EL ARROYO Y LAS ESTRELLAS

 


 

            Soy Leonor Dezcallar Núñez de Lara y Ortiz de Guzmán. Nací cuando los prados florecían entre un torbellino de amapolas y margaritas silvestres.

            Abrí los ojos al mundo en una habitación del ala sur del palacete de la familia, encarada al majestuoso Castillo de Bellver. Por una esquina, veía la audaz y brillante bahía de Palma. Imposible nacer más total.

            No voy a describir un relato intimista de la burguesía ilustrada de mi ciudad y de mi familia, pero sí dibujar con precisión las escenas que acontecieron a partir de mi trigésimo octavo aniversario.

            Me levanté con desasosiego, una no cumple años todos los días. Oí voces en la escalinata de mármol que da al salón de té.

            –Mami, mami, te hemos cogido este ramo de rosas blancas del jardín de verano.

            –Gracias, princesas. Sois totales, dadme un beso.

            Se me acercaron mis padres:

            –Toma, hija, aquí tienes nuestro regalo.

–Oh, unas llaves –contesté.

            –Ve al jardín de la entrada, cariño –dijo mi padre.

            Ante mis ojos apareció un Mercedes deportivo, último modelo. Me quedé frenada. ¡Qué egoísta es papi –pensé–, él tiene un Testarossa! ¡Mira que regalarme un Mercedes!

            Hice ver que me había encantado, pero mi mirada se cruzó con la de Ricardo, mi marido, que puso en mi dedo anular un diamante, talla brillante, de 28 quilates.

            Aluciné.

– Oh, cariñín, es total. Gracias, gracias.

            –Tú te mereces lo mejor.

            Estaba como loca por enseñárselo a mis amigas. Por la tarde lo íbamos a celebrar en Ca´n Joan de S´Aigo, porque en Palma rendimos culto a la merienda. Aquí la llamamos la nueva cena. ¿A que es total?

            Para la merienda, me decidí por un sobrio traje chaqueta negro de Armani, descartando el vestido azul de Óscar de la Renta. Medias transparentes con costura finísima, negra, rematada con un lazo casi invisible. Zapatos Christian Louboutin, negros, con suela roja y tacón de vértigo.

            –Dios mío, tengo que irme. ¡Qué tarde es!

            Antes de salir, dije a las cocineras que no se olvidaran de desechar la yema de huevo en las tortillas para la cena de las niñas. ¡Qué horror una tortilla que no sea solo con las claras!

            Por fin, llegué a la chocolatería, donde mis amigas esperaban. La mesa estaba cubierta de regalos. Los abrí uno por uno, con delicadeza, y les dejé claro que las quería mucho. Pasamos una tarde deliciosa.

De repente, miré mi Patek Philippe y me di cuenta de que eran las diez. Me despedí apresuradamente, cogí el coche y me marché. Al llegar a la cuesta del palacete, vi algo extraño. La verja de acceso al jardín estaba abierta, y las luces, apagadas. Sólo rompían el silencio las ruedas de mi coche. Bajé corriendo, sin apagar el motor. Un silencio fantasmal engullía la casa.

            –Ricardo, ¿dónde estás?

Al fondo del pasillo, vi la luz de la biblioteca. Mis padres y mi marido estaban sentados. Se me heló la sangre al verlos. Sus ojos estaban turbios.

            –¿Qué pasa? –acerté a decir.

            –Siéntate, Leonor –dijo mi esposo–. Todas las acciones de la compañía y las inversiones en bolsa se han desplomado. Mañana nos van a requisar el palacete y todos los bienes. Estamos arruinados.

            –¿Y las niñas? –acerté a decir.

            –Están bien –contestó mi marido–. Las he llevado al internado alemán. El poco dinero que nos queda dará para pagarles un año de estancia.

            –¡No puede ser, dime que es mentira! Papi, papi, tú podrás ayudarnos, ¿verdad?

            –Tu padre no puede ayudarnos, porque ha corrido la misma suerte que nosotros.

            –Hija –intervino mi padre–, tu madre y yo nos vamos esta madrugada al piso de Cáceres. Tenemos que abandonar la casa familiar.

            Mi cabeza iba a estallar.

            –Leonor, me voy a Argentina –dijo Ricardo–. El avión sale dentro de unas horas. En un par de años reuniré una fortuna suficiente para volver.

            –Voy corriendo a hacer el equipaje –le contesté.

            –No, tú no vienes conmigo. Y no te olvides de devolver el anillo, que aún no está pagado.

            –Pero, ¿qué dices? ¿Qué voy a hacer? ¿A dónde voy a ir? Ahora lo entiendo. Lo sabíais todos y me lo habéis ocultado.

            –Toma quinientos euros, es todo lo que puedo darte –me dijo Ricardo–. Mi taxi espera. Dame un beso de despedida.

            –No, no quiero ningún maldito beso tuyo.

            –Nosotros también nos vamos, hija –dicen mis padres.

            –¿Me vais a dejar tirada? ¿Es que os habéis vuelto todos locos?

Me encontré completamente sola.

Por la mañana, llamaron a la puerta. Era el jardinero. Le arranqué el papel de las manos, que supuse que era una factura, y le dije:

–Y a usted, ¿quién le ha dado vela en este entierro?

Se fue pitando.

Seguidamente, llamé a mis amigas y, una por una, me apartaron como si tuviera sarna. Cogí la maleta con lo esencial y me fui. No derramé ni una sola lágrima.

La mañana era lluviosa. Sabía a dónde dirigirme. Llamé al timbre del hostal de Auro. Se quedó muda.

–¿Qué pasa, mi niña? Tiene que ser algo muy malo. He sido tu ama de cría y nadie te conoce mejor que yo.

–Auro, ¿puedes darme una habitación? Estoy agotada. Si te parece bien, más tarde hablamos.

 

Auro me ayudó a salir adelante. Poco a poco, fui rehaciendo mi vida. Ahora doy clases de piano en el Conservatorio Superior de Música. Después de dos años y con unos ingresos más que decentes, he podido comprar una bonita casa cerca del trabajo. Vivo con mis hijas y con Auro. Llamo a mis padres a veces, pero no nos hemos visto más. Mi ex marido intenta verme, pero jamás estoy para él.

Ahora tengo amigas de verdad. Me ayudaron cuando iba sin rumbo, con un silencio interior y una vergüenza insoportable, sin pedirme nada a cambio. Una imborrable lección de amor. Ahora conozco lo profundo y conmovedor de la condición humana.

“Todos estamos en el arroyo, pero algunos miramos a las estrellas”, decía Oscar  Wilde.

 

            Francisca Cortés Pahissa©

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