Soy Leonor Dezcallar Núñez de Lara y
Ortiz de Guzmán. Nací cuando los prados florecían entre un torbellino de
amapolas y margaritas silvestres.
Abrí
los ojos al mundo en una habitación del ala sur del palacete de la familia,
encarada al majestuoso Castillo de Bellver. Por una esquina, veía la audaz y
brillante bahía de Palma. Imposible nacer más total.
No
voy a describir un relato intimista de la burguesía ilustrada de mi ciudad y de
mi familia, pero sí dibujar con precisión las escenas que acontecieron a partir
de mi trigésimo octavo aniversario.
Me
levanté con desasosiego, una no cumple años todos los días. Oí voces en la
escalinata de mármol que da al salón de té.
–Mami,
mami, te hemos cogido este ramo de rosas blancas del jardín de verano.
–Gracias,
princesas. Sois totales, dadme un beso.
Se
me acercaron mis padres:
–Toma,
hija, aquí tienes nuestro regalo.
–Oh, unas llaves –contesté.
–Ve
al jardín de la entrada, cariño –dijo mi padre.
Ante
mis ojos apareció un Mercedes deportivo, último modelo. Me quedé frenada. ¡Qué
egoísta es papi –pensé–, él tiene un Testarossa! ¡Mira que regalarme un
Mercedes!
Hice
ver que me había encantado, pero mi mirada se cruzó con la de Ricardo, mi
marido, que puso en mi dedo anular un diamante, talla brillante, de 28
quilates.
Aluciné.
– Oh, cariñín, es
total. Gracias, gracias.
–Tú
te mereces lo mejor.
Estaba
como loca por enseñárselo a mis amigas. Por la tarde lo íbamos a celebrar en
Ca´n Joan de S´Aigo, porque en Palma rendimos culto a la merienda. Aquí la
llamamos la nueva cena. ¿A que es total?
Para
la merienda, me decidí por un sobrio traje chaqueta negro de Armani,
descartando el vestido azul de Óscar de la Renta. Medias transparentes con
costura finísima, negra, rematada con un lazo casi invisible. Zapatos Christian
Louboutin, negros, con suela roja y tacón de vértigo.
–Dios
mío, tengo que irme. ¡Qué tarde es!
Antes
de salir, dije a las cocineras que no se olvidaran de desechar la yema de huevo
en las tortillas para la cena de las niñas. ¡Qué horror una tortilla que no sea
solo con las claras!
Por
fin, llegué a la chocolatería, donde mis amigas esperaban. La mesa estaba
cubierta de regalos. Los abrí uno por uno, con delicadeza, y les dejé claro que
las quería mucho. Pasamos una tarde deliciosa.
De repente, miré mi
Patek Philippe y me di cuenta de que eran las diez. Me despedí apresuradamente,
cogí el coche y me marché. Al llegar a la cuesta del palacete, vi algo extraño.
La verja de acceso al jardín estaba abierta, y las luces, apagadas. Sólo rompían
el silencio las ruedas de mi coche. Bajé corriendo, sin apagar el motor. Un
silencio fantasmal engullía la casa.
–Ricardo,
¿dónde estás?
Al fondo del pasillo, vi
la luz de la biblioteca. Mis padres y mi marido estaban sentados. Se me heló la
sangre al verlos. Sus ojos estaban turbios.
–¿Qué
pasa? –acerté a decir.
–Siéntate,
Leonor –dijo mi esposo–. Todas las acciones de la compañía y las inversiones en
bolsa se han desplomado. Mañana nos van a requisar el palacete y todos los
bienes. Estamos arruinados.
–¿Y
las niñas? –acerté a decir.
–Están
bien –contestó mi marido–. Las he llevado al internado alemán. El poco dinero
que nos queda dará para pagarles un año de estancia.
–¡No
puede ser, dime que es mentira! Papi, papi, tú podrás ayudarnos, ¿verdad?
–Tu
padre no puede ayudarnos, porque ha corrido la misma suerte que nosotros.
–Hija
–intervino mi padre–, tu madre y yo nos vamos esta madrugada al piso de Cáceres.
Tenemos que abandonar la casa familiar.
Mi
cabeza iba a estallar.
–Leonor,
me voy a Argentina –dijo Ricardo–. El avión sale dentro de unas horas. En un
par de años reuniré una fortuna suficiente para volver.
–Voy
corriendo a hacer el equipaje –le contesté.
–No,
tú no vienes conmigo. Y no te olvides de devolver el anillo, que aún no está
pagado.
–Pero,
¿qué dices? ¿Qué voy a hacer? ¿A dónde voy a ir? Ahora lo entiendo. Lo sabíais
todos y me lo habéis ocultado.
–Toma
quinientos euros, es todo lo que puedo darte –me dijo Ricardo–. Mi taxi espera.
Dame un beso de despedida.
–No,
no quiero ningún maldito beso tuyo.
–Nosotros
también nos vamos, hija –dicen mis padres.
–¿Me
vais a dejar tirada? ¿Es que os habéis vuelto todos locos?
Me encontré
completamente sola.
Por la mañana, llamaron
a la puerta. Era el jardinero. Le arranqué el papel de las manos, que supuse
que era una factura, y le dije:
–Y a usted, ¿quién le
ha dado vela en este entierro?
Se fue pitando.
Seguidamente, llamé a
mis amigas y, una por una, me apartaron como si tuviera sarna. Cogí la maleta
con lo esencial y me fui. No derramé ni una sola lágrima.
La mañana era lluviosa.
Sabía a dónde dirigirme. Llamé al timbre del hostal de Auro. Se quedó muda.
–¿Qué pasa, mi niña?
Tiene que ser algo muy malo. He sido tu ama de cría y nadie te conoce mejor que
yo.
–Auro, ¿puedes darme
una habitación? Estoy agotada. Si te parece bien, más tarde hablamos.
Auro me ayudó a salir
adelante. Poco a poco, fui rehaciendo mi vida. Ahora doy clases de piano en el
Conservatorio Superior de Música. Después de dos años y con unos ingresos más
que decentes, he podido comprar una bonita casa cerca del trabajo. Vivo con mis
hijas y con Auro. Llamo a mis padres a veces, pero no nos hemos visto más. Mi
ex marido intenta verme, pero jamás estoy para él.
Ahora tengo amigas de
verdad. Me ayudaron cuando iba sin rumbo, con un silencio interior y una
vergüenza insoportable, sin pedirme nada a cambio. Una imborrable lección de
amor. Ahora conozco lo profundo y conmovedor de la condición humana.
“Todos estamos en el
arroyo, pero algunos miramos a las estrellas”, decía Oscar Wilde.
Francisca
Cortés Pahissa©
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