martes, 14 de abril de 2009

EL TREN


El tren, en España, circuló por primera vez desde Barcelona a Mataró. Desde entonces a hoy, ya ha llovido. No estoy muy al corriente de cómo ha ido evolucionando la construcción de estas gigantescas serpientes metálicas, pero creo que lo último que circula en nuestro País, es el Ave, esto es, el tren de alta velocidad que llega a muchos puntos de nuestra geografía, pero no a nuestra Comunidad. Los políticos sabrán por qué.

Hoy tengo que hablar del tema, y no puedo dejar de recordar, otro tren que no sea el nuestro, el Ferrocarril Cantábrico. Pero tampoco voy a hablar del actual que lleva unos coches más o menos cómodos, arrastrados por una máquina Diesel más o menos rápida. Voy a hablar del tren de mis años jóvenes, aquél que subía la cuesta del Turujal resoplando fatigosamente con un ritmo y una cadencia a los que algún aprendiz de poeta un día le puso letra:


Putas traigo
putas llevo
desde Santander
a Oviedo.
Putas traigo
putas llevo
quien las compra
yo las vendo.


Y en aquél tren de la canción viajaron también nuestra madre y nuestras hermanas, en las que jamás pensábamos, al tiempo de cantarlo, porque para todo el que lo cantaba, las que el tren llevaba y traía no eran las de su familia.

El auténtico sabor de viajar en este tren se paladeaba especialmente los jueves y domingos que eran días de mercado en Torrelavega y Cabezón de la Sal respectivamente. Las locomotoras tenían nombres de los pueblos donde había estaciones: Pendueles, Tutujal, San Roque etc.

Treceño era uno de los pueblos donde más tiempo paraba, pues además de tener que cargar y descargar la paquetería que llevaba en el furgón de cola, la máquina bebía aquí todo el agua necesaria para fabricar suficiente vapor hasta llegar a Santander. Se le daba el agua a través de unos altos postes con manguera existentes en los extremos de ambos andenes, y cuando había terminado de beber sonaba el pito del jefe de estación que precedía al silbido fuerte y penetrante de la máquina.

Inmediatamente dejaba escapar por los bajos de un costado paulatinos chorros de vapor cuya fuerza y frecuencia iba en aumento en común acuerdo con la velocidad.

Los asientos eran bancos de madera que ocupaban las mujeres de los pueblos apretadas unas a otras, y cargadas con cestas de alubias, y patatas; de huevos y mantequillas a las que para darle más brillo y mejor presentación, solían pasarle la lengua antes de dibujar su superficie con algún peine viejo de la casa.

Tan pronto un frenazo hacía rechinar las ruedas sobre el raíl hasta arrancar chispas del hierro, como un tirón inesperado sacudía a los viajeros, obligando a los que por falta de asiento viajaban de pie, a agarrarse a lo primero que encontraran para no caer entre los cestos.

Bajo los asientos colocaban las espuertas con pollos y conejos, de donde a los pocos minutos de viaje salía un penetrante olor acre producido por los orines y excrementos de los bichos.

Para descongestionar el irrespirable ambiente alguien abría las ventanillas, y entonces los cristales trepidaban de forma ensordecedora al tiempo que entraba un viento gélido que obligaba a las mujeres a envolverse en sus toquillas de lana negra.

En la estación de Cabezón, Ción Macho paseaba el andén arriba y abajo con su cesta bajo el brazo ofreciendo a gritos su mercancía a los viajeros: “Plátanos, naranjas. Avellanas, cacahuetes”, y en el momento que el tren volvía a pitar se ponía en marcha la picaresca de Ción, que cobraba las últimas naranjas vendidas procurando que la velocidad que empezaba a tomar el tren, le impidiera entregar al comprador su mercancía.

De Santander a Unquera y de Unquera a Santander tres animadores que frecuentaban el tren, llegaron a hacerse populares entre los viajeros del Cantábrico: El Caramelero que recorría varias veces todos los vagones ofreciendo un amplio surtido de caramelos, y que tuvo un trágico final al caer al río Nansa una noche oscura de invierno al regresar a su casa de Muñorrodero, Marcelino, conocido como El Ciego de Sierrapando que en cada uno de los vagones hacía sonar las melodías de su acordeón mientras su hija, una niña diminuta pasaba la bandeja. Mas tarde el Ciego y su hijos formaron una orquesta que amenizaron las romerías de media provincia. Y por último dos niños hermanos que de Udías bajaban a pié hasta Cabezón donde montaban en el tren, se sentaban en el suelo en los pasillos de los vagones, y con una voz quebrada, rota sin duda su garganta por los fríos de las mañanas invernales, cantaban aquello de: “Encima la montaña tengo un nido…” mientras se balanceaban uno a derecha e izquierda y otro hacia atrás y adelante, y después pasaban el cuenco formado con sus manos sucias donde solo alcanzaban a recoger unos céntimos miserables.

Jesús González González ©
Abril 2009

3 comentarios:

Oteando el Horizonte dijo...

Jesús..

Gracias por este hermoso paseo a traves de tus letras.
un abrazo

Mildred dijo...

Precioso... ¿Pero la historia de los dos de Udías es verdad? Ya me podrías contar algo de eso.
mildred-udias@hotmail.com

Flor dijo...

Jesús,estas que te sales,haz el favor de seguir contandonos esas historias reales que has vivido,pero tambien cuentanos las picardias que tu hacias,muchos besitos.