jueves, 12 de noviembre de 2009

LORENZO


Nunca supe de su pasado. Ni procedencia, ni ascendencia. Ni siquiera apellidos, e imposible calcular su edad, porque su rostro inmutable jamás reflejó el paso del tiempo. Sólo supe eso: que se llamó Lorenzo y que vivió en Vallines muchos años sirviendo como criado para todo lo que pudiera valer en casa de Juan José, un jándalo viejo y solterón, de cabello descuidado y canoso como su barba que afeitaba de tarde en tarde.

Lorenzo era pequeño de estatura y redondo. No es que fuera una circunferencia, ni tampoco una bola, pero era redondo. Corto de piernas y largo de brazos. Lorenzo era zambo, daba pasos cortos al andar, y se mecía ligeramente. Sus piernas cortas eran tan arqueadas que a mi me hizo pensar si le habrían criado montado sobre un pony y atados fuertemente los pies uno junto al otro bajo el vientre del animal. Tenía la cabeza redonda, y sobre ella, un escaso puñado de pelos rubiascos y revueltos en rededor de una calva. Los ojos eran redondos también, pero expresivos, vivarachos y alegres. Lorenzo tenía permanentemente puesta una sonrisa en la boca, y sin embargo Lorenzo era tonto. Era un tonto atípico porque era expresivo y sonriente. Generalmente, creo yo, los tontos suelen ser de expresión pasmada y sonrisa difícil. Presto siempre a la charla; cuando se le preguntaba algo sonreía antes de responder, y cuando respondía se encogía un poco, y acentuaba su sonrisa en posición de espera; si, aguardaba tu réplica dudando, porque según tu contestaras sabría él si lo que te respondió primero fue o no fue acertado. Alguna vez llegué a sospechar que Lorenzo era consciente de sus escasas luces y por eso esperaba de forma dubitativa la reacción de sus interlocutores.

Lorenzo vistió siempre ropa caqui de militares, que sin duda compró su amo a bajo precio en deshechos de nuestra guerra civil, y el día que alguien le regaló un gorro con borla roja se sintió capitán general. Aquél gorro permaneció días, meses y años sobre su cabeza, y siempre que alguna persona le hacía mención a él, preguntaba:

-¿Estoy guapu, estoy guapu?

Más tarde le regalaron una trompeta, y Lorenzo, además de tener redonda la cara puso redondos y rojos los mofletes inflados de tanto soplar. Lorenzo sopló la trompeta de día en los prados de Canaleria mientras guardaba las vacas, y de noche subido al tejado de la socarrena porque el amo no le dejaba tocar en casa.

-¿Toco bien, toco bien? –Lorenzo siempre preguntaba dos veces.


Aquella trompeta que en manos de Lorenzo fue al principio un motivo de diversión para los vecinos de Vallines, llegó a convertirse en un martirio para los mismos cuando el tonto aprendió a tocar diana, y se sintió como obligado a despertar al pueblo todos los días a las siete de la mañana.

Lorenzo que, como se decía entonces, nunca tuvo más sueldo que “lo comido por lo servido”, fue fiel al amo como el más fiel de los perros. Trabajó de sol a luna sin domingos ni descansos, sin quejas, sin protestas, aceptando siempre lo que el amo mandaba porque para eso era el amo, y sin embargo fue feliz como nadie cuando se le decía que estaba guapo con su gorro de legionario o que era el mejor trompetista del mundo.

Solamente una vez en su vida robó al amo Lorenzo. Fue un atardecer de otoño que soplaba suave el viento del sur. Los nogales de la corralada empezaban a desnudarse de sus hojas pintadas de ocre y marrón, y aprovechando las primeras sombras que el anochecer esparció sobre el corral, entró en el gallinero. Anduvo con sigilo hasta los ponederos, cogió de ellos solamente dos huevos que ocultó en lo más profundo de los bolsillos del pantalón caqui, y silencioso como una comadreja, salió a la calle. Ocultándose tras el morio de un prado bajó hasta el cruce al que no tardaría en llegar Josefa la lechera que venía de entregar al camión de recogida la leche vendida aquella tarde.

Cuando Lorenzo escuchó los cascos del caballo sobre la carretera saltó del prado, y por la parte trasera subió al carro de un salto. Sacó del bolsillo los huevos y se los ofreció a la pobre vieja, mientras le decía.

-No se lo digas a Juan José, pero te los doy si lo haces conmigo.

Esta vez no lo pudo repetir dos veces. Josefa, que por años bien podía ser su madre sino su abuela, le sacudió con la fusta del caballo, y Lorenzo saltó del carro y se ocultó de nuevo tras el morio del prado.

A la mañana siguiente no sonó la trompeta en Vallines tocando a diana, ni jamás volvió a sonar en los amaneceres. Solo al caer de las tardes sobre el tejado de la socarrena se volvieron a escuchar notas confusas llenas de melancolía.

-Paéz como si el chiflu de Lorenzo estuviera llorando… -Comentó otra vieja del pueblo.

Jesús González González ©
Noviembre 2009

3 comentarios:

Anonymous dijo...

Jesús, siempre escribes con la realidad a cuestas, sacas todo de ella, diviertes y además espero siempre que la sonrisa me relaje con ellos, así olvido los nervios que paso al leer. Que capacidad para tranquilizar y aprender esa diferente manera de presentar la vida. Lines

Anonymous dijo...

Hola Jesús.

Un texto para releer muchas veces, y contagiarse de su chispa, del humor, y la grandeza de tu Don de expresion..

Fué todo un agrado concocer a Lorenzo, a traves de tus líneas.

abrazos.

V.

Anonymous dijo...

No me hace falta ni siquiera cerrar los ojos para imaginarme perfectamente a Lorenzo tal y como lo describes. Ya sabíamos cuando se eligió el tema la semana pasada que no nos decepcionarías.

María