viernes, 4 de diciembre de 2009

CARTA CON AMOR


S. Vte. de la Barquera, noviembre.


Querida Jane:


Recordarás que dejamos pendiente lo que fue la declaración del que hoy es la persona de mi vida, más que nada porque tenemos alguna similitud en ese hecho, después de oír el otro día tu relato. Creo que entenderás muchas de mis costumbres de llegarme a determinados lugares.

Verás, ya teníamos esa sensación de estar a gusto cuando compartíamos algunos momentos. Aquel día me propuso ir a la Atalaya para ver entrar el Santa María. Ese barco estaba en riesgo pues la tormenta marina le había pillado algo lejos y la entrada a la barra iba a ser complicada. Al llegar me dijo que en quince minutos estaría ahí, pero que ya se distinguía a lo lejos. Yo no tenía costumbre de diferenciar entre olas a las naves y menos ésta que era blanca. Para descubrírmela y darme la posición, se apoyó en mi hombro girándome un poco para situarme. Ese contacto me sobresaltó un poco pero sin embargo, me llenó de ternura, mi corazón ya no sólo no veía el barco, se me emborronó la vista y todo quedó como desvanecido. En ese momento quise tener limpiaparabrisas, pero me controlé y pestañeando conseguí ver con claridad.

Él me miró en ese atardecer, tuve la oportunidad de ver sus ojos pequeños pero brillantes como ascuas, alegres, pero parecían preguntar algo. Un escalofrío me recorrió por dentro, es posible que fuera el acercamiento anterior o el viento fuerte, por tanto, até mi trenca; en ese momento me cogió por los hombros, acercó su boca a mi oreja y me dijo atropelladamente: Lines, me gustas. Desde luego de tanto esperarlo no me lo creía, el corazón estaba tomando el camino de la garganta, los latidos se convirtieron en uno, no pude contestar pero le miré con toda la intensidad que me fue posible, era la única forma de dar respuesta.

Sin hacer apenas fuerza (te aseguro que no la necesitaba, yo solita me hubiera acercado), me dio un abrazo no fuerte, intenso, suave, aprecié un olor a masaje muy tenue, siempre lo lleva así, la fineza de su cara extremadamente rasurada al acercarme, sentí estar entre algodones. Subió las manos hacia mi cuello, dulcemente recogió entre ellas mi cabeza con una caricia indescriptible, y comenzó a besar el nacimiento del pelo en mis sienes.

Mis labios tenían el calor de mil faros encendidos, el corazón era la alarma antiniebla de los mismos, seguro que también él lo oía perfectamente. Los apreté delicadamente sobre sus pómulos pero él seguía sin atreverse a besarme (me lo dijo andando el tiempo, tenía miedo molestarme). Su nariz recorría todo el relieve de la mía (yo daba gracias a Dios por ser algo chata, así me daría el beso de una buena vez, porque si yo lo hacía primero, es posible que fuera menos delicada).

Por fin llegó ese contacto supremo, en ese instante mi cabeza daba vueltas como una auténtica noria, el silencio se apoderó de mi vida, la dulce sensación evaporó todo mi alrededor, éramos los dos nada más. La tibieza de sus labios se unió a los míos. No sé definirlo, Jane, quizá fue la unión de varias impresiones, ternura, amor, placer, frío, calor, mareo, ahogo, con una sensación de desmayo acompañada de vértigo y saber que gracias a que estábamos unidos en aquel abrazo, no me caería de bruces.

De pronto, aquel momento que hubiera querido eterno quedó bruscamente interrumpido por algo que nos asustó. Claro, ahora lo sé, fue la sirena del Santa María y los silbidos de los marineros amigos entonando una melodía de boda, adornada con risas. Eso a pesar del momento angustioso que habían pasado para entrar en el traidor oleaje de la boca del rompeolas, y del que nosotros no fuimos testigos. Nos reímos un tanto nerviosos al paso de esos espectadores inesperados.

Sin hacer mucho caso, sabiendo que pronto desaparecerían por el montículo de la entrada, nos abrazamos, esta vez fuertemente para intentar recoger fuerzas en las rodillas, porque realmente sentimos que no nos sostenían. Preguntó si quedábamos para el jueves, contesté de inmediato partiendo ambos de la mano hacia casa. Era una mano delicada a pesar de su trabajo tan duro. Le acaricié la parte interior de la muñeca y apretó con una leve presión el nacimiento de los sus dedos contra los míos.

Mientras marchábamos en silencio, vio una hoja de esos plátanos que enmarcaban el camino, que como era normal en otoño, estaba en el suelo; la recogió y le eliminó toda la parte verde hasta que quedó en esqueleto, dejando a la vista tres de sus nervios principales, otro más pequeño lo guardó en su bolsillo. Yo le miraba y no sabía lo que se traía entre manos, de pronto dijo: Ya está, me tendió en su palma abierta aquel entramado que tenía la forma de un corazón perfecto, estaba traspasado con la tira pelada que tenía reservada, esto le daba la forma de la flecha traspasadora de Cupido. Fue algo inesperado, lo más romántico que podía esperar, sabiendo además que nuestros tiempos de mozalbetes ya estaban pasados. Sin embargo, utilizó ese recurso con toda la naturalidad del mundo, lo recibí con el valor del tesoro de Tutankamón, lo tengo todavía guardado en un libro.

Sí, tan escondido como en el más recóndito secreto de su pirámide, allí donde aún nadie ha descubierto el tesoro incontable de la riqueza de aquel faraón. Querida Jane, tú sabes que el romanticismo no existe, pero sin embargo, esa realidad que viví supera con creces la llegada de cualquier príncipe azul, con la ventaja de evitar tener que sacar mi trenza para que subiera por la torre de mi encarcelada existencia. Imagino que sería algo doloroso. Sabes que me estoy riendo sólo de imaginarlo, ¿verdad?

Bien, niña, espero que puedas traducir todo lo escrito, que también te haya emocionado esa vivencia y que como ves, a casi todo el mundo nos pasa algo parecido esa enamorada vez. Te doy el abrazo cómplice de quién entrega un secreto para guardar. Lines


Ángeles Sánchez Gandarillas ©
Noviembre 2009

1 comentario:

FLOR dijo...

YO TAMBIEN HE SENTIDO ESE ESCALOFRIO TAN MARAVILLOSO AL OIR TU HISTORIA,QUE AÑOS TAN BONITOS HEMOS VIVIDO ,ESOS YA NO NOS LOS QUITA NADIE,BESITOS.