viernes, 18 de diciembre de 2009

SEGURO DE SI MISMO

Amplia y rica era la patria que habitaba. Castillos, fortificaciones y sótanos de interminables pasillos con entradas angostas para defenderse del enemigo, y fuera, llanuras inmensas repletas de comida para todos sus moradores. Los dioses habían sido propicios y derramaron para ellos montañas de trigo y sus granos se extendían sobre la enorme llanura. El maíz, sin tasa, se amontonaba en pilas que miraban hacia el cielo. Era todo cuanto necesitaban para perpetuar la especie.

Pero Andrés sabía muy bien que el pueblo vivía aterrorizado desde tiempo inmemorial, porque amparándose en la tenebrosidad de las noches y moviéndose cauto y sigiloso, un monstruo gigante de garras de hierro aguardaba paciente la hora de la cena para saltar sobre ellos y acabar con la vida de cuantos no acertaran a escapar en loca carrera por los pasillos del sótano.

Desde niño Andrés venía estudiando al monstruo y su psicología, y en lo más profundo de sus pensamientos soñaba con vencerlo un día y convertirse así en salvador de su pueblo. Andrés tenía claro que el éxito de su enemigo estribaba en su facilidad para orientarse en la oscuridad de la noche y la capacidad de moverse con el mayor de los silencios.

Se escondió en los lugares más inverosímiles durante el día para estudiarlo de cerca, y aprendió de memoria todos y cada uno de los movimientos del monstruo. Cuando tuvo seguro cuáles podían ser sus fallos, cuál la forma y el momento para acabar con su poder, convocó al clan entero una mañana en medio de la llanura. Subió Andrés en lo alto de un cajón, y atusándose los bigotes, les habló con el entusiasmo del triunfador.

-El monstruo nos mata porque posee un don que nos falta a nosotros: ver en medio de la oscuridad. Además pisa tan suave, se mueve tan sigiloso, que es imposible oírle. Pero escuchadme, amigos. Llevo años estudiando este asunto, y he llegado a la conclusión de que nuestra salvación está en ponerle un cascabel para que suene al menor movimiento.

-¿Y quién le pone el cascabel al gato? –preguntó Matías, el más viejo de los ratones que habitaban en aquel almacén enorme.

-¿Pues quién crees tú que lo haría, si no soy yo? -respondió arrogante-. Mira, los gatos ven muy bien en la oscuridad, pero la luz del día casi les hace cerrar los ojos; y justo donde estás tú, a las tres en punto de la tarde entra el sol por la claraboya, y he observado que sin faltar un solo día, Zapirón se sienta ahí para disfrutar del calor de sus rayos. Durante todo el tiempo mantiene cerrados los ojos, y ése es el momento que yo aprovecharé para colocarle el cascabel.

Todo sucedió tal y como Andrés predijo. Zapirón, sentado bajo un sol intenso, lamió su mano derecha, se atusó repetidas veces el bigote; luego cerró con fuerza los ojos y estiró el cuello buscando el calor. Desde todos los agujeros de paredes, cajones y trastos viejos el clan de ratones contemplaban incrédulos la valentía de su salvador.

Andrés, cargando a la espalda el cascabel, se acercó al gato. Entonces advirtió que el gato, sentado, tenía el cuello demasiado alto, detalle olvidado en sus planes. Miró a su alrededor y descubrió una tabla que de inmediato decidió poner sobre el animal para trepar por ella. Al acercarse observó preso en ella un trozo de queso, y de nuevo pensó que los dioses estaban de su parte. Andrés no lo dudó: de inmediato el queso se zampa y… ¡cae en la trampa!

Jesús González González.
15/12/09

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