domingo, 21 de noviembre de 2010

LA CASA VIEJA

Hace ya más de 50 años se la conocía por el nombre de “la casa vieja” y todavía sigue en pie. Esto nos da una idea de cómo eran las construcciones un siglo atrás. Muros de casi un metro de anchura levantados piedra sobre piedra sin apenas material que las mantuviese unidas. Demostrando el saber hacer de los canteros de mi pueblo cuya excelente fama llegaba a traspasar las fronteras de boca en boca.

A los costados de esta casa, compartiendo paredes medianeras hay otras dos viviendas de construcción algo más reciente, que mantienen la misma estética en su fachada. En el argot de estos tiempos serían casas adosadas.

La casa vieja, que es la que nos ocupa en estos momentos, tiene tres plantas habitables si contamos el desván, que aunque no se consideraba una zona para hacer vida familiar en ella , sí que acostumbraba a estar habitada por algún que otro roedor.

El recuerdo que yo tengo de esa casa es de cuando era muy pequeña, por lo tanto es posible que mi descripción no sea todo lo exacta que debiera corresponder a la realidad. A partir de este punto volveré a mi niñez, e intentaré rebuscar en ese pequeño baúl de recuerdos que se conserva en algún punto de mi maltrecha memoria.

Ese desván al que hacía mención es muy extenso. Ocupa toda la superficie que tiene la casa y con una altura en la cumbre bastante considerable, teniendo en cuenta las medidas habituales en la época en que se edificó; o quizás sólo sea una errónea apreciación subjetiva de su observadora cuyos ojos no levantan mucho más de un metro del suelo.

Resulta toda una aventura quitar el pestillo de la puerta, hecho de madera, no hace mucho a tenor de la diferencia de color existente entre las dos piezas. El color de ese pestillo es mas bien blanco mientras que toda la madera de la casa tiene un color grisáceo. Es de suponer que el paso del tiempo, las inclemencias del mismo y el uso diario la hayan llevado a ese estado pues no tengo conocimiento de ningún árbol gris.

Después de levantar la aldaba poniéndome de puntillas, no sin cierta dificultad para unas manos tan pequeñas, la visión que aparece ante mis ojos siempre me paraliza durante unos minutos. No hay luz artificial y la vista necesita de un tiempo para habituarse a la penumbra.

La única luz que penetra en aquel habitáculo lo hace por las separaciones que hay entre sus tejas ya rotas o movidas de su sitio por el viento.

Repartidos por el suelo del desván hay numerosos recipientes de muy variadas formas y materiales: calderos de cinc, viejas palanganas de porcelana ajada, abollados orinales, latas de aceite abiertas en su parte superior con alguna herramienta punzante que dejaba peligrosas muescas cortantes en los bordes. Todos estos recipientes en desuso, aparentemente abandonados sin orden ni concierto, curiosamente coinciden verticalmente con algún rayo de luz solar; casualidad esta indicativa de que por donde entra el sol en los días de bonanza también es paso abierto para el agua en días de lluvia.

Subir hasta allá arriba es siempre una aventura porque nunca sé lo que voy a encontrarme. Dependiendo de la época del año en que se haga la incursión a las alturas una se puede encontrar con: manzanas, maíz, alubias, patatas, nueces... Incluso con numerosas filas de palos colgados de las vigas, repletos de largas ristras de chorizos cuidadosamente alineadas, y una gran batea de cinc, justo debajo, de la que sale abundante humo para curar el embutido que se consumirá durante el año.

La duración de esta visita dura tanto como lo que se tarda en escuchar las apresuradas carreras de algunos roedores asustados por la presencia humana. Casi la misma velocidad que ellos llevan en una dirección llevo yo en marchar en dirección contraria poniendo todas mis fuerzas en cerrar la desvencijada puerta para evitar que alguno de esos, a veces no tan pequeños, habitantes del desván puedan seguirme.

Después de un instante que me tomo para que los latidos del acelerado corazón vuelvan a su estado normal busco con la mirada mi próxima estancia a visitar. Ahora me encuentro en el segundo piso, en una sala, libre de cualquier mobiliario, que sirve como paso a dos habitaciones, al corredor y a la cocina.

Me llama la atención que, salvo el corredor, el resto de las estancias carecen de puertas. No soy capaz a distinguir si se han perdido con el tiempo o, sencillamente, nunca existieron. En la parte superior de los marcos de las dos habitaciones cuelgan sendas cuerdas que atraviesan las jaretas de dos trozos de raídas y descoloridas telas que hacen las veces de cortinas.

Dentro de una de las habitaciones se adivina la presencia de dos camastros. Es una habitación interior, sin ventanas y por consiguiente sin luz solar. No me gusta mucho esta estancia, prefiero la de al lado que sí que tiene una ventana por la que, aunque esté cerrada, entra la luz del sol en verano y mucho frio en invierno. Su madera está tan estropeada que a veces me entretengo en sacar mi pequeña mano por alguno de sus agujeros.

También aquí hay dos camas con viejos cabeceros de hierro. Son muy altas y para subirme a dar saltos encima del colchón tengo que buscar algo que me ayude a escalar. Como el mobiliario no abunda, suelo aprovechar el orinal que siempre hay bajo la cama. Cuando la suerte me sonríe y lo encuentro vacío le doy la vuelta y me sirve de escabel. Cuando los muchos quehaceres no les han dejado tiempo a las mujeres de la casa para hacer la limpieza diaria, incluido el orinal, desisto de practicar mis saltos sobre el colchón y opto por ir a inspeccionar la cocina. ¡¡Este si que es un mundo para explorar…!!

Contrariamente a las cocinas que conozco de otras casas, esta es muy pequeña. Tampoco tiene puerta. Las paredes fueron pintadas en varias ocasiones y de diferentes tonalidades. No es que sea adivina, no, lo que ocurre es que los numerosos desconchones que tiene dejan ver distintos colores superpuestos pero todos ellos tienen impregnado el color negruzco del hollín que unido a la grasa forman otra capa más. Con mis cortas entendederas a veces pienso si no será esa mezcla la que mantiene en pie la pared.

El frente de la cocina consiste en un fogón de pared a pared, ya he dicho que no es muy grande la estancia, donde lo que más me llama la atención es el fuego que hacen encima sin que haya ninguna cocina a la vista. Escucho que los mayores lo llaman “llar”. Justo debajo del fogón está hueco y tienen unos tablones a modo de estanterías que sirven para colocar los pocos utensilios de cocina que tienen, y un hueco importante está reservado para la leña que usan para la lumbre.

Encima de donde arde el fuego tienen un artilugio de hierro redondo con tres patas sobre el que colocan el “pucheru” de la comida que se llama trébede.

Encima justo está la campana que, por imposible que me pueda parecer, todavía está más negra que las paredes, y además brilla. A mi me gusta mucho tocarla porque está suave. Esa sí que no se sabe de qué color era porque el grosor de hollín unido a la grasa no da pie a desconchones. En alguna ocasión, cuando nadie me ve, intento rascarla con algún cuchillo pero es demasiado dura y no consigo ahondar.

Esta campana está adornada en todo su contorno con una repisa de madera de unos diez centímetros de ancho, donde colocan pequeños utensilios de cocina como: el salero, el almirez, el molinillo de café, dos o tres candiles, alguna palmatoria con velas ya casi consumidas, las cerillas para encender y un fuelle de madera y cuero que, además de servir para avivar el fuego me sirve de juguete en las largas tardes de invierno.

Encima del fogón también tienen una batea de cinc, siempre con algo de agua dentro, que a falta de grifo en la casa sirve lo mismo para beber, para cocinar o para fregar. Junto a esa batea está colgado un pequeño tanque esmaltado en blanco con el borde superior pintado en azulón, que se utiliza para coger el agua y darle el uso que corresponda en cada momento.

Esta cocina, también tiene una pequeña ventana que comunica con el corredor de la casa, donde siempre hay algo para comer. Tomates, manzanas, nueces...

Al corredor se pasa desde la sala por una puerta de doble hoja con cristales en la mitad superior que permiten la entrada de luz y ventilación a la casa.

El suelo es de madera, hecho con tablones de diferentes larguras, anchuras y grosores lo que deja bien a las claras que se han ido reponiendo con el paso de los años, según se iban estropeando. Todo el frente del corredor está protegido por una barandilla con barrotes, ya muy viejos, pero donde todavía se mantienen sus figuras torneadas.

Debajo de este corredor es donde ponen la madera apilada para hacer leña cuando sea necesario. Hay algunos enseres del campo como palas, praderas, guadañas, azadas…Incluso han encontrado un hueco para el arado. En las paredes está colgado el yugo para uncir las vacas de tiro, junto con algunos correajes y cuerdas para amarrar la carga en el carro.

Justo por aquí, debajo del corredor está la entrada a la casa y a la cuadra, porque esta casa es tan vieja, que tiene la cuadra de las vacas en la planta baja, y personas y animales entran por la misma puerta compartiendo lo que llamamos el “portal” de casa. Las personas suben unas escaleras que llevan a la vivienda antes descrita y los animales pasan hasta el fondo del edificio donde se van colocando cada cual en su sitio, ya sabido, sin necesidad de ayuda.

El piso superior a la cuadra se utiliza como pajar para mantener la hierba secada durante el verano hasta su uso en los duros inviernos.

De esta peculiar manera animales y personas conviven en una simbiosis. El ganado en la parte baja de la vivienda tiene algunos inconvenientes, principalmente de parásitos y aromáticos, pero dan un calor que, a falta de calefacción, no tiene precio.

Quedan muchas cosas por contar, y muchos rincones por rememorar de esta vieja casa, pero lo considero excesivo para quien pueda estar leyendo estas letras, porque de una manera u otra… ¿quién no ha tenido una “casa vieja” en su vida?


Laura González ©
Noviembre 2010

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