domingo, 21 de noviembre de 2010

LA VIEJA CASUCA

En aquel tiempo el Monte Corona era un bosque sin fin. Desde las cumbres más altas solo alcanzabas a ver lomas y hondonadas perdiéndose en el horizonte, y allá a lo lejos, la frondosidad del monte se fundía con las brumas grises que difuminaban la unión del cielo y la tierra. Solo hacia el norte y en días limpios y despejados, las aguas del mar Cantábrico ponían pinceladas de azul en la estampa inmensa.

Batallones de robles gigantes pregonaban con su ancianidad el señorío del lugar, y hayas de esbelto talle agrupadas junto a ellos pretendían seducirlos. Castaños y laureles trepaban por las laderas, mientras que buscaban canales y profundos riachuelos los abedules y alisos. Entre ellos, tilos y nogales, servales, cajigas y acebos cargados de bolas rojas… Y salpicando el monte en las simas y barrancos pero siempre en solitario, el tejo mágico y sagrado junto al cual hacían los cántabros sus conjuros.

El suelo de espesa alfombra confeccionada con hojas secas de muchos años, con helechos y tímidas flores silvestres que ocultan la belleza de sus pétalos tras musgos siempre húmedos, y líquenes de cien colores donde habitan legiones de invertebrados, daba al bosque el olor acre y penetrante de naturaleza salvaje.

Arriba, justo donde inicia su descenso la Canal de la Biércola, y como si fuera una calva del robledal estaba la braña. Eran cuatro carros de tierra mal contados, y casi en el centro de ellos una vieja casuca mostraba al sol cuando lucía y al agua cuando llovía, sus paredes de piedra sujetas unas a otras con cal y barro. La viga maestra del tejado dejaba sentir el peso de sus años hundiéndose en el centro, y las tejas de barro cocido descolocadas a causa de ello, obligan a la mujer de la casa a colocar un par de cacharros donde recoger las goteras que de otro modo mojarían el jergón de hojas secas de maíz donde dormían. El camastro en un rincón, y sobre el jergón dos mantas de pura lana donde dormitaban los gatos durante el día.

Por eso María cuidaba celosamente de que al menos uno de los dos cirios que tenía sobre un cajón de madera ardiera de continuo para ahuyentar a los malignos Núberos, esos genios diminutos y malévolos que conducían hasta allí las nubes y las tormentas. Tanto como tenían de pequeños tenían de obstinados y caprichosos, y cuando a pesar de estar las dos velas encendidas seguían arreciando las tormentas, a la pobre mujer no le quedaba más remedio que quemar en la lumbre del llar algunas de las pocas hojas de laurel bendito que para tales ocasiones guardaba. Cuando el olor de laurel quemado inundaba la cocina huían de allí los Núberos llevándose con ellos los rayos y centellas a lugares menos protegidos.

El suelo de la casa era de barro apisonado y una pared hecha de zarzo revocado de boñiga separaba a los humanos de las bestias. La puerta era angosta, y un solo ventanuco dejaba pasar un tímido rayo de luz sobre el fogón donde unas astillas de roble ardiendo daban calor a la única olla de hierro.

Tasio era partidario de que mientras no llegaran los días fríos, la puerta debía permanecer abierta para que se ventilara el interior, pero María la cerraba de continuo por miedo a que se le colaran dentro los Núberos de las tormentas, y si no eran ellos, podían entrar los Trentis, que las mujeres del pueblo decían que iban siempre vestidos con hojas y musgo, que comían endrinas del monte y panojas, y que cuando ya no las había en las tierras, se metían en las casas para robarlas y levantarle las sayas a las muchachas. Aseguraban las mujeres que los Trentis tenían la cara negra y los ojos eran verdes como el musgo con que se cubrían, que en verano dormían bajo los abedules del bosque y en invierno buscaban cobijo entre las peñas de las hondonadas.

La mesa donde comían separaba la cocina del dormitorio, y bajo ella buscaba el perro los mendrugos caídos a mediodía. Después de olfatear los rincones de la cocina salía al sol de la calle, se enroscaba ante la puerta y con paciencia y finas dentelladas iba matando las pulgas que acribillaban su cuerpo escuálido.

Durante las noches de invierno María y Tasio pasaban horas interminables sentados al calor de las brasas, y para entretenerse asaban castañas que pelaban y comían con parsimonia, mientras que de cuando en cuando sorbían del tanque que estaba sobre la mesa, leche recién ordeñada. Hablaban de los últimos comentarios de los hombres del pueblo en la taberna, de Blas: Decían que en unos riscos, cerca del mar de San Vicente de la Barquera, un Cúlebre atacó a dos hombres que pescaban percebes y mató a uno de ellos mientras el otro que pudo escapar contó la tragedia a la gente que le escuchaba asombrada. Decía que el Cúlebre era grande como un dragón y tenía alas gigantes de murciélago con las que abrazó a su compañero mientra le escupía fuego a la cara, y él pudo escapar porque invocó a Santiago.

María, que escuchaba con toda su atención cuanto Tasio le relataba, volvió los ojos a la puerta de entrada para comprobar que estaba bien cerrada, y luego al ventanuco. Cuando se le pasó el miedo que la historia de Tasio le provocó, miró al techo donde el humo escapaba entre las negras ripias del tejado, y se dijo para sus adentros que los chorizos colgados allí arriba en los clavos de los cabrios estaban bastante curados, que los descolgaría al día siguiente y los guardaría en el fondo del arca de castaño donde no pudieran alcanzarlos las uñas de aquellos gatos tan ladrones que tenían en la casa.

En primavera cató Tasio las colmenas que estaban junto a la estacada, y apenas encontró miel. Aseguró María que lo robaron las Ijanas que vivían en la cueva de San Pedro de Chas, que sabía ella de buena tinta que eran una glotonas, que por eso tenían las tetas que tenían, grandes y gordas como maconas, que para poder caminar sin que el peso las hiciera caer de bruces, las echaban al hombro al tiempo de andar, y que si no eran tan malas como las Ojáncanas que pegaban y pinchaban a los Ojáncanos hasta hacerlos sangrar, poco les faltaría.

Fue una pena que aquella primavera no hubiera más miel en los dujos porque no podría cocinarle al lambión de Tasio tantos dulces como otras veces. Los pocos panales que cogieron tenían que ir a Gullanu como todos los años, porque se acercaba la “noche de las Anjanas”, y de todo era capaz María menos de dejar sin miel a sus protectoras.

En medio de la braña de Gullanu estaba la cajiga de ”los siete pernales”, y en torno a ella danzarían las Anjanas aquella noche iniciando así sus ritos de primavera. Aunque nunca las había visto, María siempre estuvo segura que irían hermosas y radiantes, vestidas de tul y gasa de blancura deslumbrante, con flores y cintas de seda adornando sus largas cabelleras. Deshojarían rosas mientras bailaban para que ningún transeúnte se perdiera en el bosque, para que los animales del monte no sufrieran epidemias, y para que los árboles se libraran de los rayos que los Núberos traían. Tocarían con sus báculos mágicos las zarzas para hacer que florecieran, y al amanecer, antes de que nadie pudiera verlas desayunarían la miel de María con “maétas” silvestres del campo.

A la mañana siguiente María madrugó y corrió a Gullanu con la esperanza de encontrar algún pétalo de las rosas deshojadas porque sabía que ser poseedora aunque solo fuera de uno solo, era garantizar la salud y la felicidad de la familia. Se sorprendió cuando descubrió que los panales de miel que tan primorosamente había colocado en la escudilla de barro, estaban intactos. Ni rosas, ni pétalos, ni flores, ni hierbas pisadas que indicaran que las Anjanas danzaron allí aquella noche.

María sabía que antes de subir a danzar en Gullanu, las Anjanas se bañaban en la poza del Salvieju, y corrió a comprobar si el agua olía a madreselvas, como olía todas las primaveras después que ellas se bañaran.

Caminando canal abajo descubrió la mujer que los espinos y abedules habían perdido las hojas recién nacidas y una legión de pájaros negros volaban sobre la poza. De repente percibió que cuanta vegetación crecía en torno al agua se había secado, y era ensordecedor el graznar de los cuervos y miruellos, y los grajos, y estorninos junto a ella. Entonces las vio. Blancas como la cera, transparentes como el cristal, cubiertas por el agua de la poza. La gasa de sus túnicas diluyéndose en el agua, y las flores de su pelo arrastradas por la corriente, y María sintió que el alma se le partía.

Remangó la saya a la cintura y entró al agua tratando de socorrerlas. Siete, ocho, nueve o diez…Preciosas como princesas, todas muertas.

-¡Pero, cómo! ¿Qué ocurrió? .- Y sin esfuerzo alguno levantó a la más próxima.

La Anjana hizo su último prodigio, y la muerta habló:

-Nuestro mundo se acabó, María. La gente ha dejado de creer en nosotras, y ya no hay razón para seguir viviendo. Morimos nosotras, pero nace la Mitología, a partir de hoy no seremos más que leyenda…

Jesús González. ©
noviembre de 2010

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