martes, 21 de diciembre de 2010

EL ÁRBOL DE NAVIDAD



Se acerca el último mes del año y un cúmulo de sensaciones se entremezclan haciéndonos un verdadero lío en nuestro estado de ánimo.

Es ahora cuando las fiestas navideñas ¿se celebran? Vamos a decir que sí, que las celebramos. Son fechas en las que, desde pequeños, nos han inculcado que la familia debe de estar unida. Comidas, cenas, brindis, fiestas, alegría… Pero nunca estaremos todos juntos porque siempre falta alguien. Es ley de vida. Cuando no nos faltan los abuelos nos faltan los padres, hermanos o, en el peor de los casos, los hijos.

Por eso no me gustan las navidades. Pero cuando era pequeña sí que me gustaban y no era, como podría imaginarse, por los juguetes de los Reyes Magos, que por aquella época eran más bien escasos, por no decir inexistentes. Porque casi todo lo que aparecía la mañana de Reyes en el corredor de mi casa, encima de la habitual pila de panojas de maíz que los camellos de los Reyes dejaban toda revuelta en su intento por coger las mejores, eran cosas prácticas y necesarias: algo de ropa, muchas zapatillas; incluso, algunos calderos para ir a buscar agua a la fuente; que por aquella época no teníamos, todavía, agua corriente en las casas.

¡Hay que ver cómo ha mejorado el modo de vida en los pueblos en tan corto espacio de tiempo! Echando la vista atrás parece que hemos nacido en la prehistoria y sin embargo, todo esto ha sido hace unos pocos años.

Pero retomo el tema que nos interesa en esta ocasión. Cuando era pequeña estas fiestas daban comienzo con el soniquete de los niños de San Ildefonso entonando los números y premios de la Lotería Nacional. Desde muy temprano en todas las casas del pueblo se escuchaban los monótonos sones que aún hoy en día escuchamos cada 22 de Diciembre. Sólo hay una diferencia, ahora los premios son en Euros y de aquella eran en Pesetas.

A ninguno de los vecinos le importaba lo más mínimo que número saliese premiado porque ninguno de ellos se jugaba nada, pero les servía de tema de conversación, durante todo el día, el “dónde” y “a quién” le había tocado el Gordo de Navidad.

A mí no es que me importase gran cosa ese tema, pero sabía que cuando se escuchaban esas monótonas voces cantarinas, comenzaban una serie de tradiciones que se repetían año tras año. La primera de ellas, y la que más ansiaba yo, era la del árbol de Navidad.

Llevaba mucho tiempo esperando ese día de ese año en concreto. Sí, porque, por fin, podría subir con todos mis hermanos, primos y vecinas hasta el monte a cortar los árboles de acebo que adornaríamos por la noche.

Todos los años bajaban varios para que, ya en las casas, las respectivas madres eligiesen el más adecuado para cada vivienda según su tamaño y forma. El resto sobrante se desechaba. Por aquella época no había prohibiciones para cortar ningún tipo de árbol o arbusto. Abundaba toda clase de vegetación y ni por lo más remoto nos habríamos imaginado que llegaríamos a vivir con tales restricciones.

La subida hasta el monte fue dura porque los mayores en su afán por probar mis ganas y mi fuerza de voluntad eligieron los peores caminos posibles para llegar hasta el objetivo, con el fin de que me cansase y aburriese lo suficiente como para hacerme regresar a casa sin cortar el árbol. Esfuerzo que les resultó en vano pues soporté estoicamente, arañazos de las “bardas”, algunas ronchas causadas por las ortigas, que se empeñaban en saltar en lugar de rodearlas y, algún que otro tropezón.

Cuando comprobaron que no habría vuelta atrás por mi parte, que no iban a convencerme de volver, comenzó la búsqueda de los acebos más apropiados para la ocasión. Incluso me dejaron elegir algunos.

Por la tarde, ya en casa, había que desembalar los descoloridos espumillones, las bolas, algunas de ellas rotas por el quita y pon anual, pero se usaban todas. Siempre acabábamos encontrando el modo de colocarlas sin que se viese lo roto; y cómo no, la estrella que era el colofón de nuestro artístico trabajo y que colocábamos en lo más alto del árbol.

Era dorada, y en sus buenos tiempos es posible que hubiese tenido un poco de brillo, pero después de tantos años de uso, incluso el color dorado estaba un poco apagado.

¡¡Y la gran novedad!! Este año el árbol ¡¡¡tendrá luces!!! Sí, pequeñas bombillitas rojas, azules, amarillas y verdes unidas por un cable verde estaban diseminadas entre los espumillones y las bolas. Ya no necesitaba nada más para ser feliz. Por fin se había cumplido el sueño de ir a buscar mi árbol de navidad y además... estaba iluminado.

¡Qué poco necesitábamos para ser felices!

Laura González ©
Diciembre 2010

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