viernes, 21 de enero de 2011

LA CHIMENEA DE LA ABUELA


Después de muchos años, regresó a su añorada tierra, y lo hizo de la mano de Luis, él conocía lo que ella la había echado de menos. Una vez que Elsa se impregno del mar, de sus verdes montañas y sus gentes, un lunes de mañana, le dijo a Luis:

-Mañana, vamos a ver lo que quede de la casa de la abuela.

Así lo hicieron. Elsa había preparado temprano la comida para llevarla, deseaba comer allí, en la tierra que cuando niña, tantas veces corrió y jugó para compartir todo eso con Luis.

La noche anterior durmió inquieta, por su mente pasaban imágenes rápidas, veía la casa de la abuela, podía reconocer hasta el olor que la chimenea desprendía en el rojo y mojado tejado, cuando ella, de niña, iba a verla y como el fiel perro de la abuela, “ kuki “, salía delante a recibirles, juguetón y alborozado, al encuentro de ella y su hermano pequeño, que apenas se mantenía en pie y “ kuki “, siempre le hacía perder el equilibrio, entre risas frescas e infantiles. Y allí en la puerta la abuela Carmen, perfecta, como de costumbre, con su pelo cano azulado y cuidado, recogido en un moño, la falda recta y rebeca, su collar y pendientes de perlas blancas, y sobre todo, Elsa recuerda el olor a colonia lavanda que desprendía y los labios pintados de un tenue color rosado, que en su blanca piel, apenas destacaba.

Les recibía abriendo los brazos con su incomparable sonrisa, y el hoyuelo que se le formaba en la parte derecha de la cara, y que Elsa, orgullosa de ello, había heredado y que a Luis tanto le gustaba.

Carmen jamás estaba triste, tenía esa sonrisa en los labios y esos ojos negros brillantes que nunca maquilló, no le hacía falta, eran únicos y bellos.

Al mediodía Elsa y Luis llegaron, ella se emocionó, la hiedra que tanto les gustaba a su abuela y a ella lo había devorado todo, apenas quedaban muros en pie, no había tejado, pero estaba la puerta de entrada y la chimenea, que frente a su calor, tantas veces Carmen les contó historias de familia y cuentos infantiles, mientras atizaba el fuego de vez en cuando, ya que para ella era un ritual mantener viva la llama, frente a una bandeja de inolvidables canutillos de crema y canela que preparaba a sus nietos, en esas meriendas de invierno.

Luis miró a Elsa y vio en sus ojos un brillo que conocía de felicidad y tristeza a la par. Fue directa hacia la chimenea, ¡la chimenea de la abuela!, cogió de ella un trozo de viejo y ahumado ladrillo y lo guardó en su bolsillo.

A su alrededor recogió ramas secas y palos, los puso en la chimenea y les prendió fuego, desplegó un mantel de cuadros que llevaba en su cesta, lo colocó encima de unas piedras que consiguió reunir y le pidió a Luis que le ayudara con el resto de la cesta.

Pusieron la comida en la improvisada mesa y una botella de vino con tres copas, Luis las rellenó, alzaron las mismas y Elsa dijo:

-La abuela está aquí Luis, en esta chimenea, ¡brindemos por la abuela Carmen!

Y juntaron sus copas delante del crepitar de las llamas que en ese brindis tomaron más viveza.


Ana Pérez Urquiza ©
Enero 2011

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