sábado, 12 de febrero de 2011

BARQUITOS DE PAPEL


El parque está prácticamente en el centro de la ciudad y no es muy grande. Pero bonito y alegre como él, no habrá muchos en el mundo. Rodeado de edificios blancos que cada mañana inunda de luz el infalible sol canario, su entorno es cómo el epicentro neurálgico de las comunicaciones de Santa Cruz.

La perpetua primavera que gozan estas islas afortunadas, permite que los framboyanos y jacarandas que crecen en el parque mantengan su inflorescencia incluso en la época invernal, y los colores rojo fuego de los primeros y azul turquesa de las segundas, son un continuo regalo a los ojos del visitante. Y de menor porte pero no menor belleza, hibiscos rojos, blancos y amarillos entre los que destacan esculturas de varios estilos, crean íntimos rincones con bancos de forja o azulejos siempre repletos de gente que habla, que lee, que medita… El parque aparece lleno de gente porque los canarios viven en la calle. A la casa sólo se va a dormir y a comer, aunque esto último no siempre es así, ya que cualquier disculpa es buena para hacerlo en alguna terraza que consideren agradable.

En la esquina más transitada del parque está la armazón de aluminio con paredes de cristal de un mini- bar en cuyas mesas al aire libre siempre hay alguien tomando café, y en el centro, el estanque con un surtidor hecho con lava del Teide. Tampoco es muy grande el estanque, aunque en cambio, es el lugar más concurrido. En la gravilla que le circunda constantemente juega un batallón de niños mientras sus madres y cuidadoras sentadas en los bancos cercanos, tricotan algunas mientras otras fuman y hablan todas.

De tres a cinco o seis años son los niños que más se divierten en el estanque jugando con sus barcos de papel y su imaginación increíble. Los astilleros donde fabrican sus flotas son las manos hábiles de las mujeres que ocupan los bancos, que sin dejar de hablar, y sólo con la hoja satinada de una revista o medio periódico, ponen en marcha tanto un petrolero como un transatlántico.

Los niños organizaban auténticas regatas en el estanque donde sólo estaba permitido empujar sus embarcaciones con el aire de sus soplidos, y era una delicia mirarles aspirar profundo para adquirir más caudal de aire, y ver luego sus mofletes hinchados y sus labios fruncidos provocando un vendaval que hasta olas levantaba en el mar de sus juegos.

Fui mudo testigo de sus desafíos y de la imaginación de sus entretenimientos… Los barcos hechos con el papel lustroso donde aparecían fotografiados a todo color rostros sonrientes de gentes populares, eran para ellos inmensos trasatlánticos llenos de gente en viajes vacacionales, y los de periódicos repletos de letras, buques de guerra entre los que soñaban batallas crueles.

Pude contemplar cientos de sueños de aquellos marinos de juguete porque durante muchos días fui un barco varado de aquellos astilleros. De forma excepcional no fui construido por manos de mujer, sino por las de un soldado peninsular que cortejaba a la niñera trigueña de los hijos de su capitán. Fui un barco pequeño y blanco como una gaviota que aquel mozalbete decoró con la ayuda de un bolígrafo negro pintando unos ojos de buey a cada uno de mis lados y unas ventanas en mi cabina, Tan bien me hizo, que se encaprichó de mi belleza aquella trigueña guanche y en vez de pasar a manos de los niños que cuidaba, me guardó durante días interminables entre las páginas del libro que estaba leyendo. Aquellos días me parecieron una eternidad porque yo estaba loco por navegar en el estanque con el resto de los barcos de papel, y loco por lucir allí mi figura que aunque bien sabía yo que era corto de eslora y estrecho de manga, mi blancura impoluta había de ser la envidia de todos aquellos niños.

Y si no servía para cruzar el océano en busca de otro
Continente, ni para soportar el fragor de una batalla, bien podían los niños usarme en sus juegos, para transportar de unas islas a otras, próteas, estrelicias, buganvillas o gerberas u otras flores del lugar que los turistas compraban a montones. O si no, olivinas y obsidianas del volcán, que después de pulidas, tan buen comercio tenían como piedras semipreciosas.

La libertad que tanto deseé, y mi bautismo de agua que tanto anhelé, llegaron el día en que el más pequeño de los niños me robó y liberó del libro en que estaba encerrado. Un golpe inmenso de la luz del sol que estaba en pleno cenit me cegó. Noté después el perfume de todas las flores del parque, y me estremecí de placer a mi primer contacto con el agua sobre el que había de navegar, cuando el niño me llevó al estanque. De pronto sentí una sensación de flaqueza; algo así como sienten los seres humanos cuando están a punto de desmayarse. Después noté debilidad en mi quilla, y con horror descubrí que ésta empezaba a diluirse en al agua. En aquél instante supe que había llegado el fin de mi vida. Solo me dio tiempo a pensar en el cabrón del soldado que me había hecho con el papel de celulosa del retrete del bar cercano, y cuando quise llamarle hijo de perra, ya no pude porque mi casco convertido en jirones de blanda pasta, estaba siendo devorado por los peces de colores que alegraban el estanque.

J.G.G. ©
Febrero 2011

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