sábado, 21 de mayo de 2011

“El CINE: (ese lugar húmedo)”


Hoy, he tenido ocasión de verla en la televisión, pero, como hace cuarenta años, tampoco esta noche, he seguido la película con demasiada atención La nostalgia me ha alterado.

Ellas ocuparon una mesa algo alejada de la nuestra. La más alta, guapísima, era demasiada seria: dedujimos que estaba comprometida. La que se sentó de frente era alegre como unas castañuelas y exhibía una voluminosa delantera. De la tercera, solo podíamos ver su melena negra y sus bellas manos acabadas en unas uñas largas, de color cereza. Seis ojos se fijaron en ellas. A mí me gustó la que hablaba con las manos. Con el pretexto del café, las inspeccionamos con fingido disimulo. Mi seductora caminaba la última. Con su vestido blanco, su cuerpo se cimbreaba al compás de sus tacones altos.

Al día siguiente, nosotros nos encontrábamos en el bar cuando aparecieron. Mario, el camarero, les guardó los libros y ellas pasaron al comedor. Ella, sobre unos tacones de escándalo, se había adornado con un precioso vestido verde y en la mano llevaba una rebeca blanca a juego con sus zapatos. ¡Desde luego, tenía mucho gusto!. Ya en la mesa, seguí los movimientos de sus dedos largos, apetecibles; la más alta sonreía ahora; la modelo Botticelli lanzaba sonoras carcajadas. Pronto, llamaron a mi elegida al teléfono. Después de media hora, volvió con las mejillas sonrosadas. Oí la palabra Milán y sentí celos de aquel amor al que le imaginé rico.

Un mediodía, las amigas entregaron sus bártulos a Mario y se dirigieron al comedor; algo después mis amigos también se fueron a comer. Cuando llegó ella, oí a Mario saludarla por su nombre, mientras melosamente le cogía los libros. Ante tal zalamería, me aventuré:

-Beatrice, me llamo Paolo, ¿sería tan amable de acompañarme al cine esta tarde a las ocho? ¿Le gustaría ver la película Papillon? Y ella accedió, dijo que PAPILLON la ponía; ¿o dijo que PAPILLON la imponía?

Llegué al cine con antelación, saqué las entradas. Ella también llegó puntual. Y no solo yo me fijé en ella: su pantalón prieto, prieto no ¡muy prieto!; por encima, llevaba una camiseta de manga larga, color cereza que le cubría casi todas las líneas de la braguita, pero que le dejaba al aire un precioso escote. Podía jactarme de su provocación, aunque, he de ser sincero y decir que incluso ahora, su buen gusto imperaba sobre todo lo demás.

Dentro del cine, lamenté haberla dejado elegir. Escogió la fila diez, butaca cuatro, demasiado cerca del pasillo. Me senté a su izquierda. Mientras la gente ocupaba los asientos traseros, le dije que trabajaba allí, en Turín, en Tubacex, como químico. Ella, a su vez, me informó que su amiga Francesca la más alta, se había especializado en quitar los mocos y las babas a los bambinos, mientras que Rebeca y ella, por vocación, se dedicaban a desasnar….No finalizó la expresión, pues le dirigí una mirada fría –yo, por entonces, ejercía como presidente de la asociación de padres y madres de alumnos.

El telón se abría: “PAPILLON”. Ella se acomodó en la butaca. Fijó los ojos en la pantalla. Cuando Steve McQueen fue forzado a trasladar las piedras al otro extremo del patio, ella se puso a remarcar la raya de mi pantalón, por encima de mi rodilla derecha con su índice y su pulgar izquierdos. Cuando finalizó la escena, sus dedos se calmaron. Yo posé mi mano derecha sobre su hombro y la atraje hacia mí. Mantenía su mano izquierda completamente estirada, casi sin rozar mi muslo.

El Alcaide hizo saber al protagonista que su ración se vería reducida, que ya nadie le infiltraría cocos vitamínicos, y que se le privaría de luz. Fue entonces cuando su mano, lentamente, comenzó a moverse hacia delante y hacia atrás, hacia delante y hacia atrás; después su palma fue trazando círculos concéntricos, cada vez más amplios y recios, sobre mi muslo, hasta que la oscuridad absorbió a Papillon. Ella cesó toda su actividad, parecía inerte. Volví a aprovecharme de la situación: posé mi mano derecha sobre su mano izquierda y la conduje a mi entrepierna La moví hacia delante, hacia atrás. Ella se dejaba llevar. Luego la imité en los círculos concéntricos… Antes de que el preso saliera de aquel suplicio yo ya había gozado asaz de su bella mano.

Durante la segunda huida -la carrera junto al chico homosexual, el disfrute amoroso de McQueen con una exótica nativa- yo me atreví a cogerle, de nuevo, su mano y llevarla sobre su sexo. Reaccionó de golpe y se asió al brazo de la butaca; solo la soltó cuando un gendarme francés, de un culatazo, le rompió todas las falanges de los pies a su amor. Se enjugó las lágrimas de su cara.

Ya con Dustin Hoffman y Steve Mc Queen en la Isla de los Cochinos, ella vuelve a poner su mano suavemente sobre mi rodilla. Y cuando Papillon salta al vacío, ella presiona su palma sobre mi pantalón. Con el protagonista ya echado sobre la cocobalsa, su dedo corazón va contando sobre mi rótula –las seis veces que las olas han roto contra el acantilado. Antes de la séptima batida, el intrépido personaje –conocedor del receso de las aguas- por fin, sale al tranquilo mar: PAPILLON HA LOGRADO SU ANSIADA Y JUSTA LIBERTAD. Ella, feliz, me estampa un beso muy breve en mis labios.

-La película la imponía; ¿o la ponía?

A la salida del cine, yo mantuve mi jersey cerca de la cremallera del pantalón. En la acera la esperaban las dos carabinas, ¡Cómo no! Beatriz nos presentó. Francesca quiso saber mi opinión sobre el film y yo balbucí que… que… muy bien. Rebeca se interesó por la opinión de su amiga -yo fui todo oídos- y Beatrice les hizo saber que la película había sido muy húmeda.

Las tres amigas, con Beatrice en el medio se fueron alejando. Ninguna risa rompió el silencio de la noche; y yo, por si acaso, aligeré mis pasos: no quería oír ninguna risotada...

Isabel Bascaran ©
San Vicente de la Barquera,
25 de marzo de 2011

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