Raúl sacó sus botas de montaña, cogió su mochila pequeña y se dispuso a pasar un día de domingo por los altos riscos cerca de su casa.
Iba pensando en su amada. Se habían enfadado por una fruslería y ahora la añoraba ¡Y de qué manera! Le venía a su pensamiento sus ojazos negros y mirada pícara, sus labios gruesos y sensuales, sus pechos firmes y sus caderas ondulantes.
Siguió subiendo; estaba agotado; hacía calor y se fue derecho hacia un paraje que tan bien conocía. Era como un oasis entre aquellos riscos desnudos. Había un pequeño estanque fruto de un manantial y en el que crecían unos castaños que le darían sombra.
Por fin llegó. Degustó el bocadillo que había llevado y las jugosas cerezas, que al morderlas sangraban cual corazoncitos a punto de reventar. Bebió de aquel manantial de aguas cristalinas, luego se quitó su camisa y se acercó al estanque a refrescarse. En ese momento no hacía viento y vio su cara reflejada cual espejo, pero no era esa cara la que quería ver sino la de su amada. Se quedó quieto, pensativo y cabeceante con sus ensoñaciones. Le pilló desprevenido una mano que emergió del agua y lo arrancó de allí.
¿Pero, qué era aquello? ¡Estaba debajo del agua y podía respirar! De pronto se encontró en un sitio singular; unas rocas con formas de sillones y hiedras colgantes y ondulantes daban un aspecto acogedor. Había una especie de cueva de la que salieron dos ondinas maravillosas, eran de melenas rubias y su piel blanca con reflejos brillantes nacarados; vestían con unaS túnicas transparentes como a girones, pero en colores fuertes que contrastaban con su piel e iban recogidos en un hombro con una gran concha y dejando al desnudo uno de sus senos.
La que lo atrapó lo sentó en una de aquellas rocas y las tres se reían descaradamente nadando cual pequeños delfines a su alrededor. Jugaban con él besándole, tocando su torso desnudo, sentándose en su regazo dejando que las acariciase sus pechos cual jugosos melocotones.
¡Plóf! Raúl cayó en el agua y se despertó. Su imaginación le había llevado por otros derroteros. Aquellas ondinas del sueño nada tenían que se pareciese a su amada, pero le hicieron añorarla más y más. ¡Sería cosa de hacer las paces y quien sabe…!
Mª Eulalia Delgado González
Junio 2011
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