martes, 18 de octubre de 2011

BAJAMAR


Sentía como el peso de sus párpados le dificultaban la conducción. Llevaba ya varios cientos de kilómetros recorridos y consultó el GPS situado en el salpicadero del vehículo. Según los datos que le ofrecía el moderno artilugio quedaban menos de tres kilómetros para llegar a su destino. Respiró hondo y acomodó su cuerpo, por enésima vez, en el espléndido asiento anatómico.

Cuando vio este coche por primera vez, en el concesionario, lo que más le llamó la atención, entre las muchas prestaciones que publicitaban de él, fue ese “extra” que llamaban “Asientos Eléctricos con Memorias de Posición”.

En viajes tan largos como éste llegaba a entender el porqué de tan alto coste por unos, aparentemente, simples asientos de coche. Después de casi cinco horas de conducción no podía dejar de reconocer que superaban en comodidad a muchos de los utilizados en cualquier vivienda.

En esas comparaciones seguía ensimismado cuando, después de un cambio de rasante en la carretera, se encuentra con un pequeño descenso y lo que aparece ante sus ojos le deja sin respiración. No puede articular palabra alguna. Inconscientemente aminora la velocidad casi hasta detener el monovolumen, lo que provoca un pequeño susto en el resto de los ocupantes.

Algunos estaban adormilados por el cansancio; otros entretenidos con sus juegos magnéticos, adquiridos para este tipo de viajes tan largos. Todos ellos se incorporaron de inmediato y clavaron sus miradas en la imagen que se presentaba a través de la luna delantera.

-¡Para, para!, ¡Por favor, paraaaaa!

Continuó la marcha lentamente hasta encontrar lo que parecía una vieja carretera en desuso habilitada como mirador. Aparcó el coche y de inmediato descendieron todos de él acercándose al cercado de madera que protegía la carretera de la pronunciada pendiente que había en la orilla.

El espectáculo que tenían ante ellos era indescriptible. La combinación de verdes, y azules salpicados con pequeñas motas blancas hacían que sus pupilas se encogiesen con tanta luminosidad.

Cuando estaban preparando el viaje habían visto por Internet varias imágenes de esta villa y sabían de la belleza paisajística de la zona, pero ninguna de las imágenes vistas podría compararse con la realidad.

Venían de un pequeño pueblo de la Castilla profunda y, aunque muy cerca de él podían disfrutar de un enorme pantano situado en un bonito entorno, lo que ahora tenían ante sus ojos superaba con creces cualquier belleza paisajística por ellos conocida.

Un puente de piedra con siete ojos une lo que parecen ser dos poblaciones muy cercanas en el espacio y muy lejanas en sus orígenes. En la parte izquierda aparecen las modernas construcciones que pueden encontrarse en cualquier pueblo costero usadas habitualmente como segundas viviendas.

En la parte derecha se aprecian lo que parecen ser los edificios originarios de esta población. Están ubicados en una especie de cerro rodeado en su base por una ría. Llaman la atención la iglesia, un castillo medieval y restos de lo que parece haber sido una muralla. La ría que rodea este cerro está salpicada por numerosas y pequeñas embarcaciones, en su mayoría de color blanco, lo que en la distancia se asemejan a los lunares de un largo manto azul.

Se aprecian al fondo de la estampa varias playas de amarillos arenales. Los chicos confían en poder darse un buen chapuzón en cualquiera de ellas en cuanto acaben con lo que han venido a hacer a este hermoso rincón del Cantábrico.

Deciden volver al coche pues todavía han de llegar al hotel, descargar la trainera y, si les sobra un poco de tiempo antes de cenar, darse un paseo por el pueblo.

Al cabo de un par de horas ya pasean por la zona marítima. Algunos chicos del equipo tenían la impresión de que el paisaje no era el mismo que observaron al llegar, desde lo alto del mirador, pero tampoco le dieron demasiada importancia. Seguramente fuera por la diferencia de altitud entre el paseo y el mirador.

Después de recorrer las empedradas calles del casco viejo empezaron a notar el cansancio del largo viaje realizado y decidieron retirarse temprano a dormir.

A la mañana siguiente despertaron todos con los cuerpos descansados y el espíritu animoso para la competición de la tarde. Decidieron dar de nuevo un paseo por la zona marítima para, una vez más, llenar sus retinas con los vivos colores que el paisaje de la ría y sus playas al fondo les ofrecerían.

Apenas cruzado el paso de peatones que les llevaba hasta el parque se detuvieron de pronto sin dar crédito a lo que sus ojos veían.

¡¡El agua de la ría había desaparecido!!

Se miraron unos a otros atónitos, sin comprender qué era lo que había pasado. Miraron a su alrededor por si se hubiesen equivocado de dirección y no estuvieran donde querían estar. Pero no; el parque era el mismo del día anterior, los edificios también eran los mismos; sin embargo por debajo del puente sólo atravesaba un pequeño riachuelo quedando el resto del entorno completamente seco. Las playas no tenían agua. Los barcos reposaban sus quillas en una especie de oscura arena.

¿Qué había pasado? ¿Comenzaba el fin del mundo?

Nerviosos y asustados regresaron de nuevo al hotel. El conserje viendo sus rostros desencajados se interesa por lo que les había ocurrido. A medida que los chicos atropelladamente iban relatando lo sucedido el bedel intentaba con todas sus fuerzas ahogar la carcajada que a punto estaba de estallarle. Respirando hondo para no ofender a los jóvenes clientes con su risa intentó explicarles que la tarde anterior, cuando llegaron, la marea estaba en pleamar y ahora se encontraba en bajamar. No le resultó nada fácil tranquilizar a los chicos y, mucho menos hacerles entender que la cantidad de agua vista el día anterior, al cabo de varias horas, desapareciera por la fuerza de la luna y de nuevo volviera a aparecer.

Se miraban unos a otros temiendo que aquel señor intentase calmarles ante una posible hecatombe o simplemente les estuviera tomando el pelo.

Regresaron todos a sus habitaciones a la espera de que llegase su entrenador y sentirse un poco más seguros con su presencia. Él sabría que hacer en un momento tan delicado como aquel.

Pasaban los minutos y las horas y el entrenador no volvía, lo que aumentaba sus angustias. Ya se temían lo peor. ¿Qué le habría pasado?

No se podían creer que ante tal ocaso se hubiese marchado abandonándoles a su suerte. No, él no sería capaz de hacer una cosa así. Algo grave tenía que haberle pasado. Decidieron que lo mejor sería armarse de valor y salir a la calle a buscarle. Irían todos. Formaban un equipo y eso era para lo bueno y para lo malo.

Salieron del hotel temerosos por lo que podrían encontrarse en las calles. Se las imaginaban desoladas, o con la gente huyendo a toda prisa de la inminente catástrofe, gritos, lloros……… pero no. Todo estaba tranquilo, los vecinos se saludaban cortésmente, los niños jugaban en las aceras, las terrazas de los bares y restaurantes estaban llenas de personas con sus consumiciones. ¿Qué era todo aquello? Algo horrible iba a pasar y ¿a nadie le importaba?

Volvieron a cruzar el mismo paso de peatones que la tarde anterior para acercarse al paseo marítimo con mucho temor. A medida que se iban aproximando la expresión de sus caras tornaba del terror al asombro. De nuevo volvía a haber agua bajo el puente, los barcos estaban flotando otra vez, el color marrón de la arena había desaparecido y el azul verdoso del mar volvía a inundar sus retinas.

Respiraron muy hondo, se miraron unos a otros, y unas risas nerviosas aparecieron en sus rostros.

Era cierta la historia de la pleamar y la bajamar. Todos ellos tendrían una bonita historia que contar a sus hijos y nietos con el paso de los años.

Laura González Sánchez ©
Octubre 2011

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