miércoles, 9 de noviembre de 2011

LA NIEBLA


Pedro y su mujer viven en una casita de madera. Están solos, pero son felices en medio de la naturaleza que tanto les gusta. Naturaleza, tan maravillosa y tan cruel algunas veces, sobre todo cuando hay inundaciones, terremotos, grandes incendios, huracanes, erupciones volcánicas, o sequias con las consiguientes hambrunas. Y ¿por qué si es tan dura y tan ingrata ejerce ese poder casi mágico al contemplarla?... Porque pertenecemos a ella, somos parte de ella. Unas veces nos lo da todo y otras nos lo quita.

Pero hoy Pedro se ha levantado temprano, quiere coger el azadón para seguir arreglando la huerta. No se escucha sonido alguno, y barrunta que algo anormal pasa. Cuando abre la puerta se da cuenta de que casi no se ve nada; es la niebla, esa condensación de agua que se pega a la tierra o al agua como una manta algodonosa y suave dejando todo mojado hasta que el sol la disipa. Pero no se arredra, sale de casa y se va fijando en ese suelo que tantas cosas contiene y que pasan desapercibidas. Debajo de la higuera el suelo se está llenando de hojas que se van secando, enroscándose y oscureciéndose, y algunos higos esparcidos. Más allá están los avellanos. Pisa las hojas secas y nota con alegría que entre la hierba todavía se ven avellanas brillantes y las coge con deleite; los últimos vientos han tirado las escondidas. Ya en la casa su mujer tiene secando también castañas y nueces recién cogidas. ¡Es hora de guardar para los tiempos fríos que se acercan!

La niebla se desvanece un poco; del manzano ve que quedan colgando cuatro manzanas rojas, pequeñas y brillantes como bolas de navidad, será cosa de cogerlas, no cree que crezcan más. Detrás de la casa está el limonero al resguardo de los vientos fuertes y ve dos limones relucientes y fragantes, entre la hierba recién caídos, y también los guarda en los bolsillos grandes de su pantalón de trabajo.

Sigue hasta la huerta y lo primero que ven sus ojos son unos caracoles gordos que se quieren comer sus berzas y junto al muro, entre hojas desechas, unos hermosos champiñones que les servirán para hacer un rico revuelto, si sus gallinas les han dejado su regalo y hacia el gallinero enfila sus pasos.

Mientras la niebla se clarifica y nota por fin en su cara la caricia de un rayo de sol.

Mª Eulalia Delgado González ©
Octubre 2011

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