miércoles, 9 de noviembre de 2011

NIEBLA DENSA



Me propuse madrugar porque el viaje iba a ser largo, y quería recorrer cuantos más kilómetros con el menor tráfico posible. Aún era noche cerrada cuando bajé al garaje, y al abrir el portón para salir a la calle, solo alcancé a ver dos puntitos de un apagado color ámbar como flotando en la densa oscuridad. Eran las dos luces de mi pequeño jardín, mitigadas por la condensación de una niebla tan compacta y húmeda que me hizo poner en marcha al instante el limpiaparabrisas del coche.

Culpé al mar de la situación meteorológica de la madrugada. Mientras esforzaba la mirada para no perder de vista las bandas blancas de la carretera, me dije a mi mismo que aquella era una de las brumas más densas con que el Cantábrico solía cubrir su costa de vez en cuando; pero a medida que rodaba kilómetros y me alejaba del litoral, fui librando al mar de mis sospechas.

Aquello no podía ser otra cosa que un conjuro de nubes para descender al unísono sobre la superficie de la tierra. Tan densa era la niebla cuando enfilé el valle del Besaya, que para sentirme seguro en el viaje hube de reducir aún más la ya prudente marcha del coche, y de cambiar la luz larga por la corta para al menos llevar bien iluminados los veinte metros primeros de mi delantera.

Jamás había visto una niebla tan densa. Tampoco jamás había visitado la ciudad de Londres, y sin embargo, la visión de esta niebla pertinaz me hizo evocar el nombre de esa ciudad, y recordar las densas y húmedas nieblas que siempre envolvieron las calles que fueron escenario de los crímenes de tantas novelas policíacas leídas en mi juventud. Fueron siempre crímenes inesperados y horribles, de asesinos que amparados en la bruma de las noches y ocultos tras los cubos de basura saltaban como fieras hambrientas sobre la espalda de sus víctimas para de un tajo seccionarles la yugular….

Sentí un escalofrío, y cambié la postura de mi cuerpo dentro del mínimo movimiento que me permitió el cinturón de seguridad. Encendí el botón de la calefacción sin resultado satisfactorio, y maldije la inesperada avería. El calor corporal y el vaho de mi respiración quisieron competir en grises con la niebla exterior, y comenzaron a empañar el interior de los cristales del coche, obligándome a usar con harta frecuencia la bayeta negra para limpiarlos.

Quise comprobar la hora, y tampoco funcionó la luz interna que me permitiría consultar el reloj de mi muñeca izquierda sobre el volante. A pesar de la niebla, por el tiempo que llevaba rodando pensé que ya debería estar clareando el alba; pero por más que forcé la mirada de mis ojos cansados para escudriñar el ambiente exterior, no vislumbré claridad alguna.

Fue casi como de repente. Lo mismo que si de improviso se hubiera colado mi coche en el interior de una burbuja limpia de nieblas y humedades, y lo sorpresivo del momento me impulsó a pisar con fuerza el freno. Continuaba siendo noche, pero la luz que estaba encendida sobre la pared frontal de la única casa que había al lado de la carretera iluminó de plano a la mujer y a la niña que hacían gestos suplicantes para que detuviera el vehículo. No lo dudé. Paré al instante.

Me suplicó la madre que las llevara hasta el próximo pueblo porque habían perdido el autobús y su niña tenía cita médica ineludible, aquella misma mañana. Con un gesto las invité a que montaran en los asientos traseros. Me pareció una sencilla mujer de aldea, y su hija, que no tendría más de catorce o quince años, era alta y seca como si fuera el mismísimo retrato de la anorexia. Tenía además la mirada perdida de las personas cuyo cerebro no funciona con normalidad, y hubo de empujarla su madre hasta acomodarla en su asiento.

Arranqué y de nuevo la luz de los faros del coche topó con la masa blanda de nubes negras. Otro escalofrío sacudió mi columna vertebral con la intensidad de una descarga eléctrica. Sin saber porqué consulté el espejo retrovisor, y brillaron en él unos ojos verdes y encendidos como azufre que se quema, y en ese instante se le antojó a mi mente que la niña se transformaba en un ser diabólico. Deseché la idea y atendí nuevamente a la carretera. La luz del coche se estrelló contra un suelo negro y húmedo y empezó a marearme la velocidad del limpiaparabrisas que parecía haberse disparado.

Observé de nuevo el retrovisor para horrorizarme al reflejarse en él la sonrisa ensangrentada y maligna de la madre. Le brillaron los dientes blancos y crecidos como estiletes, y en la comisura de sus labios resbaló un hilo de sangre. Volví mi atención a la carretera y descubrí que había perdido la banda blanca que me orientaba. Estuve seguro de encontrarme dentro de un camino equivocado, y antes de tomar la decisión de seguir o de pararme, levanté de nuevo la mirada al espejo, y sólo alcancé a ver el filo de un cuchillo que avanzaba hacia mi garganta.

Frené de repente. Intenté soltarme el cinturón, y sólo conseguí que éste se ajustara con más fuerza a mi cuerpo como serpiente gigante que quisiera estrangularme. Pensé que el fin de mi vida había llegado, cuando de repente encontré el camino de la salvación, y como loco grité:

-¡Foncho! ¡Foncho!, ¡Por favor! Estoy en un callejón sin salida, y estas mujeres me van a matar si no cambias al instante el tema del trabajo obligado para el Taller.

Tampoco sé cómo llegó hasta él mi súplica, pero Foncho me escuchó. De repente desapareció la niebla, y con ella las mujeres de mi pesadilla. El horizonte se pintó de rosa y apagué el botón del limpiaparabrisas. Encendí la radio, busqué un acceso cercano a la carretera, y pisé con fuerza el acelerador…

Jesús González González ©
Octubre 2011

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