jueves, 10 de noviembre de 2011

NIEBLA


Me llamo Arturo y tengo cinco años. Mis padres dicen que soy un niño muy inquieto y mi abuelo me dice, guiñándome un ojo, que “no hay rubio bueno”; pero aunque sé que lo de cerrar un ojo cuando me mira es porque me quiere mucho, no entiendo nada lo que significan esas palabras; aunque yo creo que se refiere a mí cuando lo dice, porque mi madre ya me ha explicado que al color amarillo que tiene mi pelo los mayores le llaman “rubio” y al color negro del pelo de mi hermana le llaman “morena”. Esta es una de las cosas que yo no entiendo de los mayores. ¿Por qué no llaman a los colores por su nombre?

Mi amigo Fernando, que se sienta a mi lado en la clase de cinco años, tiene el pelo de color naranja y todos le llaman “pelirrojo”. A mí ese nombre no me gusta nada de nada y me enfado mucho cuando lo escucho.

-¡Se llama Fernandoooooo!-grito cuando lo oigo decir; y sigo con mis cosas, que son muchas porque, según dicen, soy un niño muy inquieto e inteligente. Esto tampoco sé lo que significa pero debe de ser algo bueno porque no se enfadan cuando lo dicen.

He descubierto que todo lo que veo a mi alrededor tiene alguna explicación que yo desconozco, por eso me paso el día preguntando el porqué de las cosas que ocurren. En mi casa ya están todos muy cansados de contestarme a tantas dudas como tengo pero hay una persona que nunca se cansa y me explica muy despacito y claro todo lo que necesito saber. A veces, incluso, me explica mucho más de lo que necesito, pero no me importa porque me cuenta tantas cosas, divertidas y emocionantes, y con tanto cariño, que cuando me dicen que vamos a ver al abuelo dejo todo lo que tenga entre manos y me pongo el primero en la puerta para marchar. Me encanta ir a visitarle porque no vive como los demás abuelos en un piso; ni siquiera vive en una casa. Él siempre está en el faro del pueblo porque es el que alumbra a los barcos que navegan por el mar, para que no choquen contra las rocas.

A veces me da un poco de pena dejarle allí solo cuando regresamos a casa, sobre todo en el invierno cuando hay tormentas con rayos y truenos que a mí me asustan tanto. Pero mi abuelo me recuerda siempre que no está solo. Que se queda con Niebla. Niebla es un perro muy grande, tan alto como yo y muy cariñoso. Siempre que me ve me llena de babas de tantos lametones que me da, con su gran lengua, para saludarme.

Los mayores, con esa manía que tienen de cambiar el nombre de las cosas le llaman San Bernardo pero yo le llamo por su nombre, como lo hace mi abuelo.
Cuando el abuelo se sienta en su sillón para contarnos las historias de los barcos que ve pasar a diario cerca del faro, Niebla y yo nos tumbamos en la alfombra muy juntos y escuchamos con mucha atención sin perdernos ni una palabra lo que nos dice. A veces cuenta tan bien las aventuras que parece que las haya sacado de los libros de cuentos que tengo en mi habitación. En algunas ocasiones las historias asustan un poco a Niebla y entonces yo le abrazo con todas mis fuerzas para que no tenga miedo. Él también me cuida a mí. Cuando corro mucho junto al faro, a veces, sin darme cuenta, me acerco demasiado a los acantilados que me han dicho que son muy peligrosos y que no debo aproximarme tanto. Entonces Niebla viene corriendo y me empuja para que me vaya en otra dirección y no me caiga por el precipicio.

Dice el abuelo que “todo lo que tiene de grande lo tiene de bueno” y entonces yo le digo que es buenísimo porque como es grandísimo… Además sabe hacer rescates como en las películas porque hace poco a mí me rescató un día en que los mayores estaban entretenidos hablando de sus cosas y como me aburría decidí que era un buen momento para salir a correr por el prado que rodea al faro. Cuando abrí la puerta el cielo estaba muy raro. Todas las nubes se estaban cayendo al suelo y no me dejaban ver. Yo buscaba el camino que mi abuelo había hecho con pequeñas piedras para que mi hermana y yo nunca olvidemos donde vive y vayamos a verle siempre que nos apetezca. Pero no encontraba las piedras por más vueltas que daba para buscarlas. Las malditas nubes que se habían caído al suelo no me dejaban ver nada de nada. Todo estaba blanco y me daba mucho miedo. Me senté en el suelo y me entraron muchas ganas de llorar. Entonces algo grandote y peludo me empujó. ¡Era Niebla! Quería que me levantara del suelo. Yo me alegré mucho al tenerle cerca de mí. Dejé de llorar y me agarré a su correa para que no se perdiera como yo, entre las nubes blancas, pero no se estaba quieto. Comenzó a tirar de mí porque aunque yo ya soy mayor, Niebla tiene mucha fuerza y puede conmigo. Despacito, despacito fuimos caminando y aunque yo no veía nada dejaba que me llevara donde quisiera porque él es muy listo y se conoce muy bien todos los caminos para llegar al faro de mi abuelo.

Cuando llegamos los mayores seguían hablando de sus cosas y aunque son muy aburridos cuando se enrollan tanto, en esa ocasión me puse muy contento de volver a escucharles.

Nadie se dio cuenta de mi pequeña aventura entre las nubes caídas del cielo. Sólo Niebla y yo lo sabíamos y guardamos nuestro secreto para siempre.

Laura González Sánchez ©
Noviembre 2011

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