domingo, 8 de abril de 2012

LA SIRENITA DE LA PEÑA.


¿Será verdad que existen las sirenas?. Eso se preguntaba Rodrigo cada mañana cuando salía a pescar. Era un peñón que estaba cerca de tierra, y siempre había tenido fama de tener buena fauna entre sus cavernas.

Cuando llegaba le parecía ver tomando el sol sobre una roca plana una figura humana de melena larga y negra como el azabache que contrastaba con una piel blanca y unos brillos plateados como una cola; pero nada más verlo se escurría como un pez, esfumándose.

Estaba muy intrigado, seguía procurando pescar allí, a pesar de que no entraba casi ningún pez hacía días. Si siguiesen las cosas así se tendría que arriesgar a pescar en otra parte más alejada de la costa, pero el problema es que era bastante pobre y no disponía de medios para comprar un barco mejor, y con el suyo era una temeridad alejarse de tierra. Y si no iba, ¿Qué sería de su familia? Tenía mujer y dos hijos pequeños. La angustia subió a su garganta y sollozó desesperadamente. Su talento no daba para más.

No le quedó otra alternativa que volver a echar su pequeña red y circular en torno a la roca.

De pronto sus ojos se posaron en una forma alada que resplandecía cuando los rayos del sol incidían en ella. ¡iba y venía una y otra vez!. Parecía un juego y quedó enfrascado contemplando aquella maravilla.

El sol declinaba y pronto oscurecería. Se puso manos a la obra para recoger la malla y notó que pesaba. Varias doradas y una raya emergieron y fueron a parar dentro de la barca. ¡No se lo podía creer. Era ella, la sirenita con sus idas y venidas la que les daría de comer. Las doradas las podría vender bien, y con la raya su mujer prepararía un delicioso guiso para todos y se chuparían los dedos de gusto.

Varios días siguió ocurriendo lo mismo. Pescadillas, salmonetes o chicharros, siempre encontraba algo. Algunos días le acompañaba su mujer, que se quedaba tan alucinada como él.

Un día que estaba solo, notó de repente que la barca se balanceaba. Por la popa vio una melena negra y una mano que cogía un sedal. Lo miró con unos ojos maravillosos color miel y le sonrió de una manera angelical zambulléndose nuevamente. ¿Qué pretendía? ¡Qué bella era! ¿Se estaría enamorando? –Se dijo.

Al día siguiente, cuando se estaba acercando, se dio cuenta de que no estaba tomando el sol como los días anteriores, sino que entraba y salía del agua una y otra vez dejando algo encima de la roca.

Se quedó contemplando el espectáculo arrobado, desde lejos, sin atrever a acercarse, no exento de curiosidad. Cuando tuvo un montón, se dispuso a abrirlas una a una y entonces cayó en la cuenta de que eran ¡Ostras!

Ese día no se atrevió a romper el hechizo de aquella tarde mágica.

Los días pasaban y la sirenita ya no estaba. ¡Qué dolor! Otra vez la red casi vacía al declinar el día, y lo más doloroso era no verla nadando cual delfín en rededor suyo.

De pronto algo emergió esta vez por la popa. ¡Era ella!. Le miró, le sonrió como la otra vez y le puso en su mano algo que no acertó a saber que era.

Pa-ra – tu – a-mor. –dijo y desapareció.

Y allí se quedó alelado contemplando un collar con seis pequeñas perlas engarzadas con el sedal y metidas cada una como en jaulitas.

Se fue a casa y le puso el collar a su esposa, que lo contemplaba anonadada. Sería el regalo más valioso que poseyeran.

Al día siguiente, al otro y al otro seguía yendo a pescar a la Peña Grande, pero ya la sirenita no estaba tomando el sol como tantas veces, ni le ponía pescados en su red. Se puso triste, pero recordaría aquel hecho increíble el resto de su vida.

En otra roca, muy lejos de allí, algo brillaba al sol. Era una sirenita que lloraba y que sabía que no podría salir nunca del mar.

Mª Eulalia Delgado González ©
Marzo 2012

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