domingo, 20 de mayo de 2012

LIBRE



Allí, me encontraba yo: roja, jadeante, pensativa; ocupando el centro del círculo ante ojos estupefactos y bocas babeantes.

Anita, casi una experta, elevó, también, la pierna derecha y con el movimiento de las dos rodillas fue avanzando, avanzando… Las niñas la aplaudían como se aplaude a un funambulista. Anita me ofreció a su admirada amiga y ésta me recibió embelesada

-”Sólo mirar adelante y mantener el equilibrio” -se dijo para sí la pre-equilibrista. Con las dos manos en el manillar, de pie en los pedales -con las amigas sujetando la parrilla- la novata avanzó un tramo de la carretera del pueblo.

-”¡ SOLTADME!” Repitiendo la teoría en su cabeza vociferó a la ley de la gravedad: SOY LIBRE. Tras unas cuantas eses; recuperó la verticalidad y la seguridad en sí misma. Entonces, alargó sus dedos y me tocó: ring, ring, ring, y, por un segundo, perdió el equilibrio. Frenó con el pie izquierdo y yo me sobresalté toda, pero ella ofreció al maldito suelo su rodilla y sin soltarme de las manos me acolchó sobre su cuerpo.

El ring, ring, ring dio paso al tac, tac, tac. Entre otras obsesiones, ella seguía con la de desafiar a la atracción de la tierra, como lo hacían los pajaritos. Entró en una zapatería chick de la ciudad y se enamoró. Me probó, luego se subió al otro, y ante el espejo vertical barrió su complejo de bajita. Dio unos pasos seguros, giró sobre los talones –no en vano había practicado con los de su madre. Después, con andares rojos y llamativos nos dirigimos a comprar unos pantalones, ajustados como un corsé y una preciosa, acerezada blusa. Se diría que dilapidaba todos sus ahorrillos. Se adentró en una farmacia y, con muchísima celeridad, entró en la cafetería Arriaga. Ascendimos, como una actriz, sobre los escalones alfombrados. Los aseos entelados, primorosos y amplísimos la llenaron de calma. Desechó varios y, por fin, se colocó uno que no le producía ningún dolor interior. Se abotonó la blusa y, descalza, se embutió en aquellos pantalones prietos y blancos. Giró en el espejo palpándose por delante y por detrás: ni con ayuda de una lupa, podría nadie mofarse ya de la mujer. Y descendió las escaleras sintiéndose, entonces ( y el futuro), dos veces Libre.

Durante los años siguientes, yo pasé a tomar protagonismo -aunque ella no prescindió de sus hallazgos. Mi nombre “Cartier” emitía una musiquilla acorde con la moda de alto copete. Encandilaba a las jovencitas, incluso, atraía a sus amigas… pero, tal vez, fueron los recelos de su nuevo amor. De su muñeca, envuelta en un pañuelo de seda, fui a descansar a una cajita japonesa, que a veces, ella accionaba. Mi lugar lo ocupó un “Festina” de oro. El nuevo regalo cumplió su función a rajatabla, hasta que un día, inesperadamente, lo colocó a mi lado, protegido en un pañuelito bordado, (no quería perderlo como le había ocurrido con la pulsera a juego). Ella volvió a dar cuerda y la música de Dr. Zhivago nos envolvió.

Hace cuatro años, se volvió abrir la cajita nacarada. Lo situó con dulzura con su vestidito de burbujas blancas –a tono con su oro blanco. De cuando en cuando, estallaba una burbujita, ¡Pum! pero él afirmaba que eran lágrimas de agradecimiento hacia su atentísima compañera.

-”Joyita, hoy, me jubilo y te libero también a ti. Ya no tendrás que avisarme con tus destellos que la clase ha terminado –mientras se enmudecen tus amados tic-tacs con los “Jupisssssssss” de los alumno@s. Viviremos libres. Holgazanearemos …Y me ofreció un beso húmedo en la corona”.

Vueltas- hasta el tope- a la cuerda y la bailarina gira y gira con su tutú, elevada sobre sus Sanshas. Sabe que cientos de pájaros la amparan en su vuelo libre.

San Vicente de la Barquera, 19 de abril de 2012
Isabel Bascaran ©

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