miércoles, 14 de noviembre de 2012

EL TELÉFONO

 
        El teléfono si, pero qué teléfono: ¿El fijo o el móvil? Porque para hablar con precisión, hace falta saber  a que atenerse. Pero bueno ante la imprecisión con que Lines nos lazó a todos el mensaje emitido por Foncho, haré una semblanza de ambos teléfonos:
        Yo nací cuando los que éramos de inteligencia media, en mi pueblo, nos comunicábamos con señales de humo como los indios. Los más torpes,  ponían una tartera vieja boca abajo, y la aporreaban con un buen par de palos de acebo, y los más listos metían en la boca el dedo corazón junto al índice de cada mano, aspiraban hasta casi reventar los pulmones, y soplaban con fuerza produciendo un silbido fuerte y prolongado, que ya quisieran para sí las locomotoras que en aquellos tiempos se movían en el Ferrocarril Cantábrico.
        Claro que esto no era precisamente un teléfono, pero como decía el cura de mi pueblo cuando desde el altar predicaba a las parejas de novios: “Cuidadito  con los besos, que los besos no hacen chiquillos, pero tocan a vísperas”,  así los “chiflíos”  que para comunicarnos lanzábamos  por los prados de mi tierra, fueron un preludio del teléfono que había de llegar.
        Los primeros  teléfonos que vi, eran como catafalcos  negros encima de una mesa, o pegados a un muro como si quisieran emparedar al difunto.  No les faltaba más que un Cristo crucificado y un par de cirios encendidos a cada lado. Tenían dos cordones: uno con lo que parecía un embudo de hacer morcillas, que se acoplaba a la oreja para escuchar, y el otro un micrófono al que los viejos sin dientes, (que era lo normal en aquellos tiempos), escupían al tiempo que hablaban, porque  no había barrera de marfil  que retuviera la humedad de las palabras.
        Después estas dos piezas se unificaron en las dos puntas de  una barra de baquelita por donde se agarraba, con unos agujeros  que pegábamos a la oreja, y otros que nos quedaban frente a la boca por donde entraban una tras otra las palabras que íbamos soltando.
        Pero para ello, para poder hablar, teníamos que ir a la ciudad, llegarnos a Telefónica,  que era un lugar muy amplio, y tenías que esperar a que quedara libre alguna de aquellas cabinas  cerradas lo mismo que un probador de esos donde entran las mujeres a probar  sujetadores.
        En la pared enfrente de donde estaban las cabinas  había como veinte o treinta cajones pegados a ella, y frente a los cajones, veinte o treinta sillas donde se sentaban veinte o treinta señoritas, cada una de ellas con unas orejeras parecidas a las que tenían los cabezales de los burros de mi pueblo,  y se entretenían metiendo y sacando unas clavijas metálicas en los agujerucos que había en aquellas cajoneras.
        En otro lugar había una mesa y tras la mesa una silla idéntica a las sillas de las telefonistas, pero la señorita que se sentaba en ella no tenía orejeras como los burros de mi pueblo ni agujerucu a la vista por donde meter y sacar clavijas. Estaba allí únicamente para que todo aquél que iba llegando le dijera el número de teléfono y provincia   con quien quería hablar. Ella enseñaba como sonrisa una dentadura postiza de dientes blanquísimos y largos como fichas de dominó, y encías de pasta roja como la sangre, daba el número correspondiente, y advertía que cuando nombrasen tu número, atendieras para saber a que cabina te enviaban.
        Después de esperar el tiempo que hiciera falta esperar, la señorita de la permanente aplastada por los alambres que sostenían sus orejeras, metía de nuevo la clavija con la mano izquierda mientras que con la derecha daba vueltas y más  vueltas a una manivela como si estuviera embutiendo chorizos, al tiempo que gritaba para que la oyera todo el mundo:
        -“Número veintidós, por favor pase a la cabina número siete.”
        Cuando descolgabas y aplicabas a la oreja los agujeros redondos de la baquelita negra,  la primera impresión que notabas era como si te hubieras colado  en una pajarería de loros.  Pero no eran loros. Eran ellas, las telefonistas. Después se conoce que quien a ti te atendía terminaba de dar el último manivelazo, y entonces ya escuchabas a la persona con quien querías hablar, que con una voz metálica respondía. “Diga…?”
        Y mientras hablabas, mirabas como corría el segundero de un relojón grande y negro como el teléfono que tenías en la mano, que estaba colgado en medio de aquél local, y de pensar en las pesetas que te iba a costar aquella conversación, casi ni te enterabas de lo que te decía tu interlocutor.
        Así fueron los primeros teléfonos que yo conocí Y desde entonces hasta hoy, cambiaron  cien veces los modelos y colores. Se automatizaron las llamadas, se corrigieron interferencias, y se llevaron los tendidos hasta el último rincón de la tierra. Lo único que no ha cambiado es la desazón final por la preocupación  del importe de la factura a final de mes. Eso suponiendo que no halla errores, que si los hay, infaliblemente  es en detrimento  de tu bolsillo.
        Puede que otro día, hable del teléfono móvil, que para hoy ya fue bastante.
 
                               Jesús González González ©

No hay comentarios: