El teléfono si, pero qué teléfono: ¿El fijo o el móvil?
Porque para hablar con precisión, hace falta saber a que atenerse. Pero bueno ante la
imprecisión con que Lines nos lazó a todos el mensaje emitido por Foncho, haré
una semblanza de ambos teléfonos:
Yo nací cuando los que éramos de inteligencia media, en mi
pueblo, nos comunicábamos con señales de humo como los indios. Los más
torpes, ponían una tartera vieja boca
abajo, y la aporreaban con un buen par de palos de acebo, y los más listos
metían en la boca el dedo corazón junto al índice de cada mano, aspiraban hasta
casi reventar los pulmones, y soplaban con fuerza produciendo un silbido fuerte
y prolongado, que ya quisieran para sí las locomotoras que en aquellos tiempos
se movían en el Ferrocarril Cantábrico.
Claro que esto no era precisamente un teléfono, pero como
decía el cura de mi pueblo cuando desde el altar predicaba a las parejas de
novios: “Cuidadito con los besos, que
los besos no hacen chiquillos, pero tocan a vísperas”, así los “chiflíos” que para comunicarnos lanzábamos por los prados de mi tierra, fueron un
preludio del teléfono que había de llegar.
Los primeros teléfonos
que vi, eran como catafalcos negros
encima de una mesa, o pegados a un muro como si quisieran emparedar al
difunto. No les faltaba más que un
Cristo crucificado y un par de cirios encendidos a cada lado. Tenían dos
cordones: uno con lo que parecía un embudo de hacer morcillas, que se acoplaba
a la oreja para escuchar, y el otro un micrófono al que los viejos sin dientes,
(que era lo normal en aquellos tiempos), escupían al tiempo que hablaban,
porque no había barrera de marfil que retuviera la humedad de las palabras.
Después estas dos piezas se unificaron en las dos puntas
de una barra de baquelita por donde se
agarraba, con unos agujeros que
pegábamos a la oreja, y otros que nos quedaban frente a la boca por donde
entraban una tras otra las palabras que íbamos soltando.
Pero para ello, para poder hablar, teníamos que ir a la
ciudad, llegarnos a Telefónica, que era
un lugar muy amplio, y tenías que esperar a que quedara libre alguna de
aquellas cabinas cerradas lo mismo que
un probador de esos donde entran las mujeres a probar sujetadores.
En la pared enfrente de donde estaban las cabinas había como veinte o treinta cajones pegados a
ella, y frente a los cajones, veinte o treinta sillas donde se sentaban veinte
o treinta señoritas, cada una de ellas con unas orejeras parecidas a las que
tenían los cabezales de los burros de mi pueblo, y se entretenían metiendo y sacando unas
clavijas metálicas en los agujerucos que había en aquellas cajoneras.
En otro lugar había una mesa y tras la mesa una silla
idéntica a las sillas de las telefonistas, pero la señorita que se sentaba en
ella no tenía orejeras como los burros de mi pueblo ni agujerucu a la vista por
donde meter y sacar clavijas. Estaba allí únicamente para que todo aquél que
iba llegando le dijera el número de teléfono y provincia con quien quería hablar. Ella enseñaba como
sonrisa una dentadura postiza de dientes blanquísimos y largos como fichas de
dominó, y encías de pasta roja como la sangre, daba el número correspondiente,
y advertía que cuando nombrasen tu número, atendieras para saber a que cabina
te enviaban.
Después de esperar el tiempo que hiciera falta esperar, la
señorita de la permanente aplastada por los alambres que sostenían sus
orejeras, metía de nuevo la clavija con la mano izquierda mientras que con la
derecha daba vueltas y más vueltas a una
manivela como si estuviera embutiendo chorizos, al tiempo que gritaba para que
la oyera todo el mundo:
-“Número veintidós, por favor pase a la cabina número siete.”
Cuando descolgabas y aplicabas a la oreja los agujeros
redondos de la baquelita negra, la
primera impresión que notabas era como si te hubieras colado en una pajarería de loros. Pero no eran loros. Eran ellas, las
telefonistas. Después se conoce que quien a ti te atendía terminaba de dar el
último manivelazo, y entonces ya escuchabas a la persona con quien querías
hablar, que con una voz metálica respondía. “Diga…?”
Y mientras hablabas, mirabas como corría el segundero de un
relojón grande y negro como el teléfono que tenías en la mano, que estaba
colgado en medio de aquél local, y de pensar en las pesetas que te iba a costar
aquella conversación, casi ni te enterabas de lo que te decía tu interlocutor.
Así fueron los primeros teléfonos que yo conocí Y desde
entonces hasta hoy, cambiaron cien veces
los modelos y colores. Se automatizaron las llamadas, se corrigieron
interferencias, y se llevaron los tendidos hasta el último rincón de la tierra.
Lo único que no ha cambiado es la desazón final por la preocupación del importe de la factura a final de mes. Eso
suponiendo que no halla errores, que si los hay, infaliblemente es en detrimento de tu bolsillo.
Puede que otro día, hable del teléfono móvil, que para hoy ya
fue bastante.
Jesús González González ©
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