martes, 20 de noviembre de 2012

EL TELÉFONO





Con  pasos cortos y arrastrando los pies cogió su pequeña silla de madera y la fue acercando hasta la mesa del estragal. Sus nietas le habían dicho que hoy podría hablar con su hija mayor. No entendía muy bien cómo  podría hacerlo si  tal hija estaba en la otra punta del mundo desde hacía casi treinta años. En un principio su agitado  corazón se sobrecogió ante la idea de poderla abrazar de nuevo pero le explicaron que no, que no iba a venir, que simplemente le haría una llamada telefónica y podrían conversar  durante un rato. Aún sin entender muy bien cómo podría ser lo que le estaban diciendo era tal la ilusión que le hacía volver a escuchar  la voz de su añorada hija antes de que la muerte, que presentía  ya cercana, la llevase de este mundo, que desde muy temprano estuvo contando las horas primero, y los minutos después, que  le quedaban, para que en el reloj de campana de la sala diesen las seis de la tarde, hora señalada para el evento.

Por la mañana, bien temprano, ya se había acicalado con sus ropas de domingo, aunque fuese viernes para ella aquel era un día de fiesta. Peinó con esmero su larga y blanca melena y la enroscó con suma agilidad en un moño que sujetó a la altura de su nuca con largas horquillas. Se colocó el negro pañuelo cubriendo su cabeza y lo anudó al cuello con un rápido movimiento de sus manos, ya habituadas a hacerlo desde hacía tantos años.

Decidió que hoy era el mejor día que podía encontrar para estrenar la saya que le habían traído los Reyes por Navidad,  junto con la bata de  negro percal que le había confeccionado la vecina, que se ganaba unos durillos extra cosiendo para los vecinos de los alrededores. 

Lo cierto es que, a menudo, era tema de conversación entre sus coetáneas su preocupación por cómo habrían de vestirse cuando esa modistilla dejase la aguja. Las mujeres de ahora ya no visten igual y es imposible encontrar en las tiendas las batas y mandiles que llevan usando durante décadas. Ella, por si acaso, había tomado la precaución de encargarle una de más que tenía guardada por si, en cualquier momento, la modista cesaba en su labor sin previo aviso. No estaba dispuesta, a sus años, a cambiar su modo de vestir.

Acabó de vestirse embutiendo sus, todavía, bien formadas piernas en unas tupidas medias negras de espuma que sujetó a la altura de sus muslos con las ligas que tanto llamaban la atención de su nieta pequeña, y que en más de una ocasión la había sorprendido usándolas para sujetarse las coletas del pelo.

Habitualmente usaba un mandil desde que se levantaba  hasta que se acostaba, aunque ya era más por costumbre que por evitar manchas en la ropa porque sus quehaceres hacía tiempo que habían quedado reducidos a la nada. Desde que su hijo y su nuera se empeñaron en que dejase su casa de toda la vida y se fuera a vivir con ellos para mayor tranquilidad de todos, ya ni cocinaba, ni fregaba, ni tan siquiera la dejaban hacer su cama, por si le daba algún mareo, le había dicho su nuera, pero estaba convencida  de que era porque no sabía manejar con soltura esas colchas que usaban ahora las modernas y que llamaban edredones. Con esas cosas es imposible que una cama quede hecha como Dios manda. En su casa, otra cosa no, pero las camas bien hechas, sin una sola arruga, siempre habían sido motivo de orgullo para ella y de envidia para sus vecinas pues no entendían como con un colchón relleno con lana de oveja podían quedar las camas tan uniformes  y lisas como una tabla. Ahora con esos modernos colchones que tiene su nuera hasta una niña podría dejar la cama perfectamente hecha si pusiesen un poco de interés. Pero a esta juventud de hoy en día no le importa si quedan o no arrugas en la cama. 

Si es que no entiende de qué se quejan ahora las mujeres que meten los platos sucios en un cacharro y los sacan limpios y secos, lo mismo que hacen con la ropa sucia. Y ni un simple pañuelo de los mocos son capaces de lavar a mano como hacían ellas. Pero ¡qué pañuelos, ni qué narices!, si ahora se limpian  los mocos con papeles. 

¡Cuánto ha cambiado el mundo y sus gentes en tan corto espacio de tiempo! Y ahora le dicen que con ese aparato  que tienen encima de la mesa del estragal va a poder conversar con su hija, que está a miles de kilómetros, como si la tuviera a su lado. ¿Cómo va a ser eso posible si cuando le escribe una carta tarda casi dos meses en recibir la contestación? Todavía no está muy convencida de que todo eso del raro aparato no sea alguna broma que le quieran gastar, pero, por si acaso, y como no tiene nada mejor que hacer, decide colocar su silla al lado del aparato y sin quitarle la vista de encima esperar sentada a ver lo que ocurre.

Sus nietas ya le explicaron que hay que esperar a que suene un  riiinnggg y después hay que coger parte del aparato y arrimarlo a la oreja y a la boca teniendo mucho cuidado de que cada extremo vaya colocado en el sitio que le corresponde. La parte que tiene un cordón colgando va junto a la boca y el otro pegado a la oreja, y ya solo hay que esperar a que te hablen y tu contestas lo que quieras.

Ya llevaba un rato esperando y sus manos entrelazadas sobre su regazo empezaban a sudarle y un ligero temblor le hacía dudar de si sería capaz de cogerlo como debía. Ya les había advertido a todos que ella sola no sería capaz de hacer que aquello funcionase bien pero las ocupaciones de unos y otros les había impedido estar allí  para ayudarla. Como para ellos era tan fácil hacerlo ni tan siquiera habían intentado buscar un hueco en sus quehaceres para acompañarla e indicarle como usar aquel artefacto.

Hacía ya un rato que habían dado las seis y de aquello no parecía que fuese a salir ningún sonido. Ya iba a levantarse  para marchar cuando un sonoro ¡¡RRIIIINNNNGGG!! le hizo saltar de la silla. Dejó que sonaran algunos más hasta que con manos temblorosas y  con sumo cuidado en recordar las instrucciones recibidas acercó aquella cosa a su oreja derecha y esperó a ver qué ocurría.

Tras un breve instante sin oír nada y cuando ya iba a posarlo  en su sitio de nuevo escuchó una voz alta y clara que le hablaba:

-¿Aló….?¿Mamá….?¿Estás ahí…….? ¿Me  oyes……?

La fuerte impresión recibida al escuchar la voz de su hija hizo que el auricular del teléfono se le cayese de las temblorosas manos quedando balanceándose en el aire mientras, sin poder reaccionar, lo miraba atónita.

Laura González Sánchez ©

1 comentario:

Anónimo dijo...

Era asombroso para las personas mayores. Mme gusta.
Abrazo. Lines