Con pasos cortos y arrastrando los pies cogió su
pequeña silla de madera y la fue acercando hasta la mesa del estragal. Sus
nietas le habían dicho que hoy podría hablar con su hija mayor. No entendía muy
bien cómo podría hacerlo si tal hija estaba en la otra punta del mundo
desde hacía casi treinta años. En un principio su agitado corazón se sobrecogió ante la idea de poderla
abrazar de nuevo pero le explicaron que no, que no iba a venir, que simplemente
le haría una llamada telefónica y podrían conversar durante un rato. Aún sin entender muy bien
cómo podría ser lo que le estaban diciendo era tal la ilusión que le hacía
volver a escuchar la voz de su añorada
hija antes de que la muerte, que presentía ya cercana, la llevase de este mundo, que
desde muy temprano estuvo contando las horas primero, y los minutos después,
que le quedaban, para que en el reloj de
campana de la sala diesen las seis de la tarde, hora señalada para el evento.
Por la
mañana, bien temprano, ya se había acicalado con sus ropas de domingo, aunque
fuese viernes para ella aquel era un día de fiesta. Peinó con esmero su larga y
blanca melena y la enroscó con suma agilidad en un moño que sujetó a la altura
de su nuca con largas horquillas. Se colocó el negro pañuelo cubriendo su
cabeza y lo anudó al cuello con un rápido movimiento de sus manos, ya
habituadas a hacerlo desde hacía tantos años.
Decidió que
hoy era el mejor día que podía encontrar para estrenar la saya que le habían
traído los Reyes por Navidad, junto con
la bata de negro percal que le había
confeccionado la vecina, que se ganaba unos durillos extra cosiendo para los
vecinos de los alrededores.
Lo cierto es
que, a menudo, era tema de conversación entre sus coetáneas su preocupación por
cómo habrían de vestirse cuando esa modistilla dejase la aguja. Las mujeres de
ahora ya no visten igual y es imposible encontrar en las tiendas las batas y
mandiles que llevan usando durante décadas. Ella, por si acaso, había tomado la
precaución de encargarle una de más que tenía guardada por si, en cualquier
momento, la modista cesaba en su labor sin previo aviso. No estaba dispuesta, a
sus años, a cambiar su modo de vestir.
Acabó de
vestirse embutiendo sus, todavía, bien formadas piernas en unas tupidas medias
negras de espuma que sujetó a la altura de sus muslos con las ligas que tanto
llamaban la atención de su nieta pequeña, y que en más de una ocasión la había
sorprendido usándolas para sujetarse las coletas del pelo.
Habitualmente
usaba un mandil desde que se levantaba hasta
que se acostaba, aunque ya era más por costumbre que por evitar manchas en la
ropa porque sus quehaceres hacía tiempo que habían quedado reducidos a la nada.
Desde que su hijo y su nuera se empeñaron en que dejase su casa de toda la vida
y se fuera a vivir con ellos para mayor tranquilidad de todos, ya ni cocinaba,
ni fregaba, ni tan siquiera la dejaban hacer su cama, por si le daba algún
mareo, le había dicho su nuera, pero estaba convencida de que era porque no sabía manejar con
soltura esas colchas que usaban ahora las modernas y que llamaban edredones.
Con esas cosas es imposible que una cama quede hecha como Dios manda. En su
casa, otra cosa no, pero las camas bien hechas, sin una sola arruga, siempre
habían sido motivo de orgullo para ella y de envidia para sus vecinas pues no
entendían como con un colchón relleno con lana de oveja podían quedar las camas
tan uniformes y lisas como una tabla.
Ahora con esos modernos colchones que tiene su nuera hasta una niña podría
dejar la cama perfectamente hecha si pusiesen un poco de interés. Pero a esta
juventud de hoy en día no le importa si quedan o no arrugas en la cama.
Si es que no
entiende de qué se quejan ahora las mujeres que meten los platos sucios en un
cacharro y los sacan limpios y secos, lo mismo que hacen con la ropa sucia. Y
ni un simple pañuelo de los mocos son capaces de lavar a mano como hacían
ellas. Pero ¡qué pañuelos, ni qué narices!, si ahora se limpian los mocos con papeles.
¡Cuánto ha
cambiado el mundo y sus gentes en tan corto espacio de tiempo! Y ahora le dicen
que con ese aparato que tienen encima de
la mesa del estragal va a poder conversar con su hija, que está a miles de
kilómetros, como si la tuviera a su lado. ¿Cómo va a ser eso posible si cuando
le escribe una carta tarda casi dos meses en recibir la contestación? Todavía
no está muy convencida de que todo eso del raro aparato no sea alguna broma que
le quieran gastar, pero, por si acaso, y como no tiene nada mejor que hacer,
decide colocar su silla al lado del aparato y sin quitarle la vista de encima
esperar sentada a ver lo que ocurre.
Sus nietas
ya le explicaron que hay que esperar a que suene un riiinnggg y después hay que coger parte del
aparato y arrimarlo a la oreja y a la boca teniendo mucho cuidado de que cada
extremo vaya colocado en el sitio que le corresponde. La parte que tiene un
cordón colgando va junto a la boca y el otro pegado a la oreja, y ya solo hay
que esperar a que te hablen y tu contestas lo que quieras.
Ya llevaba
un rato esperando y sus manos entrelazadas sobre su regazo empezaban a sudarle
y un ligero temblor le hacía dudar de si sería capaz de cogerlo como debía. Ya
les había advertido a todos que ella sola no sería capaz de hacer que aquello
funcionase bien pero las ocupaciones de unos y otros les había impedido estar
allí para ayudarla. Como para ellos era
tan fácil hacerlo ni tan siquiera habían intentado buscar un hueco en sus
quehaceres para acompañarla e indicarle como usar aquel artefacto.
Hacía ya un
rato que habían dado las seis y de aquello no parecía que fuese a salir ningún
sonido. Ya iba a levantarse para marchar
cuando un sonoro ¡¡RRIIIINNNNGGG!! le hizo saltar de la silla. Dejó que sonaran
algunos más hasta que con manos temblorosas y
con sumo cuidado en recordar las instrucciones recibidas acercó aquella
cosa a su oreja derecha y esperó a ver qué ocurría.
Tras un
breve instante sin oír nada y cuando ya iba a posarlo en su sitio de nuevo escuchó una voz alta y
clara que le hablaba:
-¿Aló….?¿Mamá….?¿Estás
ahí…….? ¿Me oyes……?
La fuerte
impresión recibida al escuchar la voz de su hija hizo que el auricular del
teléfono se le cayese de las temblorosas manos quedando balanceándose en el
aire mientras, sin poder reaccionar, lo miraba atónita.
Laura González
Sánchez ©
1 comentario:
Era asombroso para las personas mayores. Mme gusta.
Abrazo. Lines
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