miércoles, 14 de noviembre de 2012

FANTASÍA

 
Despertó sudando a mares debido a una pesadilla. Su corazón palpitaba, o más bien, golpeaba sus costillas dolorosamente y esos pálpitos se esparcían en oleadas hasta su cabeza. Temblaba enteramente, tanto como lo hacía el ganado al mover alguna parte de su piel para ahuyentar a los tábanos y moscas picajosas.
 
El cielo estaba aún en penumbras. Al poco, amaneció con un tímido colorido veraniego.
 
El relincho de su montura acabó por acomodarle en la realidad.
 
Su oficio de cartero real le llevaba de camino al Palacio Episcopal; portaba un documento del rey para su Eminencia, el Cardenal Mendoza. Era la misión más importante que le habían encomendado. Debía llegar lo antes posible, proteger ese documento con su vida si fuera necesario y volver con la respuesta.
 
Subió al caballo.
 
Su antecesor en el cargo de cartero real, le había aconsejado que pasara por el Valle Escondido. Siempre le dijeron que hiciera caso a los mayores puesto que la experiencia es un grado. Era un lugar por el que pocos osaban atravesar. Según los viejos del lugar, allí permanecía a la espera de comer, algún viajero despistado, un monstruo antediluviano que gruñía y silbaba como un millar de cobras.
 
Ante mis reservas y miedos, que fueron los culpables de la pesadilla, el anciano cartero dijo que le había recorrido infinidad de veces para ahorrar dos días en ese trayecto, y que los ruidos de los que hablaban los habitantes del lugar, eran producidos por las corrientes de aire que se encallejonaban entre los elevados salientes de las peladas rocas.
 
El viejo emisario le sugirió que lo transitara despacio pues, el suelo tenía un tramo cubierto de la carbonilla erupcionada de un volcán y, escondía agujeros que podrían hacer caer a caballero y caballo. El otro trecho, sin embargo, podría compararse a un oasis.
 
La entrada del camino estaba adornada de rocas. Su temor se volatilizó al ver aquel paisaje. Ante su vista, un bosque inmenso al que adornaban preciosas flores que podrían enamorar a cualquier doncella; había árboles de todo tipo, frutos abundantes y unas grosellas que se deshacían en la boca. Los aromas que desprendían aquellos espacios asilvestrados, eran más delicados que los rosales de los cuidados jardines palaciegos en las primaveras.
 
Todo cambió al doblar un recodo. Ahora era un paraje rocoso y desértico que le llenó de congoja y de aislamiento. Los prominentes roquedales le parecían dientes inmensos, nacidos de los caminos teñidos de oscuro y que en su imaginación, podrían ser los accesos que llevaran al mismísimo infierno. El eco de los cascos de su caballo estaba acompañado por los silbidos del viento entre las elevadas rocas. Aquel paisaje era escalofriante y optó por pensar en otra cosa.
 
Se inventaría otra de sus historias que contaría a sus hijos en las noches veraniegas, bajo las mágicas estrellas. Comenzaría así:
 
“Había una vez un lugar donde no existían caballos y se llegaba a los lugares lejanos a bordo de unos artefactos brillantes sobre cuatro ruedas, similares a los carros de transportar el grano, y que rodaban sin necesidad de los tiros de bueyes o caballerías. En esa época, los carteros eran diferentes; solamente repartían pliegos y mensajes en las ciudades o en los pueblos e, iban encaramados a esos y otros instrumentos rodantes, que curiosamente, tenían apariencia de escuálidos caballos de patas redondas. Cuando caminaban, en lugar de las mochilas guardadas bajo la ropa, llevaban arrastrando carros azules y amarillos muy pequeños y a la vista de todos. Las demás noticias o encargos, se hacían de viva voz por medio de aparatos unidos por cordones o simplemente, a través del aire y que llegaban con precisión a cada vivienda o persona.
 
Es más, podrían verse imágenes desde un lado a otro, tan claras como nuestro reflejo en los espejos o como las pinturas de los cuadros...”
 
Se dio cuenta de que se estaba extralimitando con la fantasía; ni su hijo más pequeño creería semejante barbaridad. Debieron hacerle efecto de locura los aromas del inmenso bosque que atravesó. La historia era tan fantasiosa como aquel otro cuento que inventó sobre cocinar sin fuego gracias al calor del sol. Sus hijos se aburrieron, y esta historia, también podría decepcionarles...
 
Despertó de su ensimismamiento; sin apenas darse cuenta, había atravesado el Valle Escondido.
 
Veía a lo lejos el palacio del cardenal y los huertos que le rodeaban.
 
Era cierto, el camino señalado por el viejo cartero le llevó directamente a su destino.
 
Entregó el documento al ayuda de cámara del Cardenal Mendoza. Pronto regresaría con la respuesta de su Eminencia.
 
Mientras tanto, pagó para asearse en un baño caliente y se dirigió a la taberna. Cenó añorando la compañía de su familia.
 
Durante el camino de regreso con la contestación del prelado al rey, recordó aquella historia que inventó, decidió poner un nombre al aparato con el que se hablaba desde lejos: “Teléfono” le sonaba bien.
 
Ángeles Sánchez Gandarillas ©
25-X-2012

1 comentario:

Anónimo dijo...

Un relato bien engarzado, con final sorprendente e inesperado. Extraordinaris descripciones. El mítico tema del cartero real, bien planteado.
Es el que más me gusta de todos. El más original.

Rigel