Despertó
sudando a mares debido a una pesadilla. Su corazón palpitaba, o más bien,
golpeaba sus costillas dolorosamente y esos pálpitos se esparcían en oleadas
hasta su cabeza. Temblaba enteramente, tanto como lo hacía el ganado al mover
alguna parte de su piel para ahuyentar a los tábanos y moscas picajosas.
El
cielo estaba aún en penumbras. Al poco, amaneció con un tímido colorido
veraniego.
El
relincho de su montura acabó por acomodarle en la realidad.
Su
oficio de cartero real le llevaba de camino al Palacio Episcopal; portaba un
documento del rey para su Eminencia, el Cardenal Mendoza. Era la misión más
importante que le habían encomendado. Debía llegar lo antes posible, proteger
ese documento con su vida si fuera necesario y volver con la respuesta.
Subió
al caballo.
Su
antecesor en el cargo de cartero real, le había aconsejado que pasara por el
Valle Escondido. Siempre le dijeron que hiciera caso a los mayores puesto que
la experiencia es un grado. Era un lugar por el que pocos osaban atravesar.
Según los viejos del lugar, allí permanecía a la espera de comer, algún
viajero despistado, un monstruo antediluviano que gruñía y silbaba como un millar
de cobras.
Ante
mis reservas y miedos, que fueron los culpables de la pesadilla, el anciano
cartero dijo que le había recorrido infinidad de veces para ahorrar dos días en
ese trayecto, y que los ruidos de los que hablaban los habitantes del lugar,
eran producidos por las corrientes de aire que se encallejonaban entre los
elevados salientes de las peladas rocas.
El
viejo emisario le sugirió que lo transitara despacio pues, el suelo tenía un
tramo cubierto de la carbonilla erupcionada de un volcán y, escondía agujeros
que podrían hacer caer a caballero y caballo. El otro trecho, sin embargo,
podría compararse a un oasis.
La
entrada del camino estaba adornada de rocas. Su temor se volatilizó al ver
aquel paisaje. Ante su vista, un bosque inmenso al que adornaban preciosas
flores que podrían enamorar a cualquier doncella; había árboles de todo tipo,
frutos abundantes y unas grosellas que se deshacían en la boca. Los aromas que
desprendían aquellos espacios asilvestrados, eran más delicados que los rosales
de los cuidados jardines palaciegos en las primaveras.
Todo
cambió al doblar un recodo. Ahora era un paraje rocoso y desértico que le llenó
de congoja y de aislamiento. Los prominentes roquedales le parecían dientes
inmensos, nacidos de los caminos teñidos de oscuro y que en su imaginación,
podrían ser los accesos que llevaran al mismísimo infierno. El eco de los
cascos de su caballo estaba acompañado por los silbidos del viento entre las
elevadas rocas. Aquel paisaje era escalofriante y optó por pensar en otra cosa.
Se
inventaría otra de sus historias que contaría a sus hijos en las noches
veraniegas, bajo las mágicas estrellas. Comenzaría así:
“Había
una vez un lugar donde no existían caballos y se llegaba a los lugares lejanos
a bordo de unos artefactos brillantes sobre cuatro ruedas, similares a los
carros de transportar el grano, y que rodaban sin necesidad de los tiros de
bueyes o caballerías. En esa época, los carteros eran diferentes; solamente
repartían pliegos y mensajes en las ciudades o en los pueblos e, iban
encaramados a esos y otros instrumentos rodantes, que curiosamente, tenían
apariencia de escuálidos caballos de patas redondas. Cuando caminaban, en lugar
de las mochilas guardadas bajo la ropa, llevaban arrastrando carros azules y amarillos muy pequeños y a la vista de todos. Las demás noticias o encargos, se
hacían de viva voz por medio de aparatos unidos por cordones o simplemente, a
través del aire y que llegaban con precisión a cada vivienda o persona.
Es
más, podrían verse imágenes desde un lado a otro, tan claras como nuestro
reflejo en los espejos o como las pinturas de los cuadros...”
Se
dio cuenta de que se estaba extralimitando con la fantasía; ni su hijo más
pequeño creería semejante barbaridad. Debieron hacerle efecto de locura los
aromas del inmenso bosque que atravesó. La historia era tan fantasiosa como
aquel otro cuento que inventó sobre cocinar sin fuego gracias al calor del sol.
Sus hijos se aburrieron, y esta historia, también podría decepcionarles...
Despertó
de su ensimismamiento; sin apenas darse cuenta, había atravesado el Valle
Escondido.
Veía
a lo lejos el palacio del cardenal y los huertos que le rodeaban.
Era
cierto, el camino señalado por el viejo cartero le llevó directamente a su
destino.
Entregó
el documento al ayuda de cámara del Cardenal Mendoza. Pronto regresaría con la
respuesta de su Eminencia.
Mientras
tanto, pagó para asearse en un baño caliente y se dirigió a la taberna. Cenó
añorando la compañía de su familia.
Durante
el camino de regreso con la contestación del prelado al rey, recordó aquella
historia que inventó, decidió poner un nombre al aparato con el que se hablaba
desde lejos: “Teléfono” le sonaba bien.
Ángeles
Sánchez Gandarillas ©
25-X-2012
1 comentario:
Un relato bien engarzado, con final sorprendente e inesperado. Extraordinaris descripciones. El mítico tema del cartero real, bien planteado.
Es el que más me gusta de todos. El más original.
Rigel
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