sábado, 15 de diciembre de 2012

LIGEIA


Era la hora del crepúsculo cuando comenzaron a caminar por aquel sendero angosto. Desde él, podían ver el sol escondiéndose poco a poco, hasta que quedó una pequeña línea de claridad en el horizonte, que hacía oscurecer paulatinamente y les envolvía en las sombras.

Quedaron inmovilizados al escuchar gritos aterradores en la lejanía. Parecían salir de la finca a donde pretendían entrar. Esta finca, les había llamado la atención por el panel de madera con las letras de su nombre grabado a fuego: “Finca Muerte”, y de ahí nació el reto de aventurarse a pasar la noche en la vivienda abandonada, que se erguía como una aparición, en medio un jardín enorme y descuidado.

Siguieron caminando por la senda que llevaba hasta la lejana casona; las penumbras se habían convertido en auténtica noche. Había trechos en que algo crujía bajo sus pies. Acercaron los dos faroles y vieron con asombro que eran cucarachas. Según comentó Andrés, el entendido en aves, las lechuzas se asustaban por la presencia de los muchachos y eran quienes llenaban la negrura de intermitentes y breves cantos, que por ese temor, se convertían en una especie de ladridos alargados. El crac, crac que se oía al pisar los endurecidos caparazones de las cucarachas, retumbaba en la oscuridad y les ponía los vellos como escarpias. Tenían la sensación de flotar por aquel camino debido al constante movimiento cucarachero.

A pesar de demostrar valentía, se acercaban los unos a los otros para darse protección. Aquella excursión se convertía poco a poco, en una aventura, algo más complicada de lo que creyeron al prepararla; a ninguno les apetecía seguir adelante, pero todos evitaban volverse o comentarlo, puesto que se encontrarían con la misma oscuridad.

A uno de los chicos se le cayó el farol al suelo y perdieron la vela, a partir de ese momento, solamente estaban alumbrados la parte delantera del grupo.

Sara sacó un mechero para encender un pitillo. Rufo le gritó mientras tapaba con su gorra el otro farol: ¡Apágalo ahora mismo! La chica metió el mechero en su bolsillo escalofriada por la voz enérgica de su amigo, que sumada a la negrísima noche, la escarcha y el relente, le había helado hasta las ideas. Rufo había escuchado algo a lo lejos.

En el bosque cercano sonaban los aullidos de los lobos, eso les acabó de poner los pelos de punta. Siguieron caminando a la luz de único farol, que con el humo, iba manchando los cristales, con lo que cada vez iluminaba menos.

Al descubrir las nubes a la luna, vieron volar a cientos de murciélagos. Según les dijo Rufo, el especialista en vampirismo, iban en busca de las vacas y las gallinas para chuparles la sangre. Les aconsejó que se cubrieran las manos, la cara y que siguieran caminando, puesto que si se quedaban quietos podrían posarse sobre ellos.

No encontraron la vivienda que buscaban, debieron de perderse o quizá, no calcularon bien las distancias. Sara respiró aliviada, prefería caminar a oscuras que entrar en la vieja casona abandonada. Sus nervios le producían espasmos en cada centímetro de la piel, se parecían al estertor palpitante que produce una mosca en el intento de liberarse de la telaraña que la apresó. Pararon y se sentados sobre una roca pelada, permaneciendo muy juntos a la espera del día.

Unas extrañas luces aparecieron en el horizonte. Pensaron de inmediato que algún ser venía a por ellos. Tenían colores reflectantes y se extendían por toda la explanada. Estaban repartidos en haces multicolores que atravesaban las ramas de los árboles del bosque cercano. Les deslumbraba y no podían mirarla de frente. El miedo se hizo más patente en todos ellos y se abrazaron en piña. Cuando creían que morirían quemados, el sol se alzó por encima de las copas de la arboleda y mostró una parte de su redondez. Pasados esos pocos minutos el miedo ya se había tornado en asombro ante aquel prodigio; quedaron boquiabiertos. Acababan de presenciar el comienzo del amanecer.

La claridad del día les mostró que se habían pasado la noche dando vueltas alrededor de la casona y que las cucarachas, según se informaron días más tarde, salían o entraban en ella para poner y esconder sus huevos. Aún siendo de día, pospusieron la idea de penetrar en la casona y siguieron adelante; se dirigían a un lago de aguas termales, pretendían bañarse en él. Llegaron a las inmediaciones del lugar y debido a las luces del amanecer, les pareció un sueño. Del agua termal subía el vapor, que por efecto del fresco y el sol, reverberaba en colores ambarinos. Tentaba a abandonarse al sueño en las inmediaciones de aquel lago que parecía mágico.

Ana fue la primera en desnudarse y entrar lentamente al pequeño lago; parecía succionarla poquito a poco. Su pelo estaba recogido en una trenza azabache. Andrés, su novio, creyó estar ante la protagonista de un relato de Poe que habían leído en clase de Literatura, pero Ana, su particular Ligeia, sería inmortal.

Ana le miró con dulzura invitándole a disfrutar juntos de aquella agua templada, y se sumergió en la profundidad de las aguas cristalinas...


Ángeles Sánchez Gandarillas ©
Noviembre de 2.012

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