I
Aquel lugar era aséptico y
blanco, de altos techos e inundado de olores a linimento y hacía un frío que
calaba hasta los huesos. Era una mezcla de sensaciones comandada por el miedo y
avocados a esa postrera situación de la espera; era imposible huir de allí.
Mi acompañante me soltó el
brazo a sabiendas de que no escaparía y se acercó hasta la mesa del asistente.
Le entregó el expediente y volvió a mi lado. La vieja mesa, que hacía las veces
de escritorio, conservaba el color oscuro de la caoba y estaba rematado en las
esquinas con flores de lis talladas. Encajaba perfectamente con aquel asistente
pálido y mal encarado, que enmarcaban las altas y claras paredes.
Mi “sombra” volvió a sentarse
a mi lado, aunque esta vez no me agarró del brazo.
Oía en la lejanía quejidos y
sonidos que me erizaban el vello. Estaba resignado a mi suerte, no había otra
opción. Cerré los ojos para intentar evadirme de aquel lugar, del dolor y de la
congoja de mi futuro inmediato.
Se advertía a lo lejos el leve
murmullo que había en las otras salas, tan quedo como mi conformismo. Cada vez
que alguien se acercaba a la sala donde esperábamos, mudaba en un silencio
respetuoso. Los recién llegados se sumaban al temor en aquella antesala.
Un sonido metálico y
acompasado me sacó de mis negros pensamientos. Venía acompañado por gimoteos y
una respiración fuerte y agitada. Mantuve los ojos cerrados hasta que pasaron
por delante de mí; abrí los ojos. Un muchacho, que podría tener dieciséis años,
llegaba cojeando a la tétrica mesa adornada con aquel asistente demacrado y de
aspecto amargado. Habló dirigiéndose al acompañante; el muchacho vestía, todo
desgarrado, de negro y en pantalón corto, llevaba colgado un silbato; es posible
que fuera uno de los mandos y por su aspecto ensangrentado y amoratado, parecía
venir de una batalla campal.
Fue llamado rápidamente. Eso
salvó a los que allí estábamos de ser el siguiente en entrar a la zona de
tortura, como era festivo funcionaba un único habitáculo.
La respiración rápida del
chico se oía como una cascada de agua; vi su frente perlada de sudor que caía
confundidos con sus lágrimas, y como el miedo atenazaba sus facciones. El
movimiento mecánico y rítmico de la muleta resonaba contra el tornillo que
regulaba la largura necesaria para su altura y se alejó con un eco lento y
agobiante. Un distante portazo acabó con aquel ruido inhumano, e inmovilizó a
todos los presentes.
II
Pensé en mi destino inminente,
en el sufrimiento que iba a padecer, y percibí lo mismo en los también
esperaban; respiraban en el vacío producido por la inmensidad de aquella
estancia inmaculada.
Oí ladrar mi nombre al sujeto
de la entrada. Ayudado por mi acompañante, me levanté temblando y renqueante,
comencé a caminar por el alargado pasillo. Me parecía un purgatorio que
dilataba la llegada al infierno de mi sufrimiento. Llegamos a la puerta y nada
más entrar, se cerró de golpe tras de mí debido a la corriente de aire, pues
estaban las ventanas abiertas de par en par. Me estremecí sobresaltado y sentí
una punzada de dolor en mi pierna. El olor era muy fuerte y penetrante, había
una mezcla de sudor, sangre, brebajes y tabaco. Al abrir los ojos pude ver las
escaleras que me llevarían al cadalso y mis tendones desgajados, se encogieron
dolorosamente. El que sería mi verdugo aquella mañana, me hizo un
interrogatorio, ambos sabíamos que era una formalidad que de poco iba a
servirme; indicó a mi acompañante que me ayudara a subir la pequeña escalera.
El dolor se acrecentaba y se convirtió en poco menos que insoportable cuando
terminé de subir los tres escalones y más aún, al recostarme para facilitar la
tortura. En ese instante, temí que mis secas respuestas le hubieran
predispuesto a aumentar el tormento semanal.
Puso sus manazas sobre mí y
grité, grité de tal manera que rebotó en las paredes y ese eco llegó a mi
cabeza como un mazazo que deshizo por un segundo, el intensísimo dolor de mi
muslo. ¡Le odié a muerte! Quise defenderme, pero me agarró la mano con fuerza.
- A ver, Antón, calma, que
solamente te toqué con el dedo. Te prometo que a partir de hoy mejorarás.
Quise creerle, pero llevaba ya
diez masajes y la rotura de los tres tendones seguía siendo un tormento. ¡Aún
no podía toser sin que el recto anterior me tirara a todo lo largo del cuerpo,
ni siquiera podía ir al baño solo!
Durante el masaje intenté
aislarme recordando los cuentos más descarnados y escalofriantes de Poe. No
resultó. Solamente conseguí ver en el masajista al demonio de su cuento
“Silencio”, y personifiqué en mi hijo, el tigre que dormitaba al lado de su
tumba.
Creí oír entre mis quejidos
desvariados, una risotada espeluznante...
Ángeles Sánchez Gandarillas ©
28-XII-2012
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