domingo, 20 de enero de 2013

CADALSO





I
Aquel lugar era aséptico y blanco, de altos techos e inundado de olores a linimento y hacía un frío que calaba hasta los huesos. Era una mezcla de sensaciones comandada por el miedo y avocados a esa postrera situación de la espera; era imposible huir de allí.

Mi acompañante me soltó el brazo a sabiendas de que no escaparía y se acercó hasta la mesa del asistente. Le entregó el expediente y volvió a mi lado. La vieja mesa, que hacía las veces de escritorio, conservaba el color oscuro de la caoba y estaba rematado en las esquinas con flores de lis talladas. Encajaba perfectamente con aquel asistente pálido y mal encarado, que enmarcaban las altas y claras paredes.

Mi “sombra” volvió a sentarse a mi lado, aunque esta vez no me agarró del brazo.

Oía en la lejanía quejidos y sonidos que me erizaban el vello. Estaba resignado a mi suerte, no había otra opción. Cerré los ojos para intentar evadirme de aquel lugar, del dolor y de la congoja de mi futuro inmediato.

Se advertía a lo lejos el leve murmullo que había en las otras salas, tan quedo como mi conformismo. Cada vez que alguien se acercaba a la sala donde esperábamos, mudaba en un silencio respetuoso. Los recién llegados se sumaban al temor en aquella antesala.

Un sonido metálico y acompasado me sacó de mis negros pensamientos. Venía acompañado por gimoteos y una respiración fuerte y agitada. Mantuve los ojos cerrados hasta que pasaron por delante de mí; abrí los ojos. Un muchacho, que podría tener dieciséis años, llegaba cojeando a la tétrica mesa adornada con aquel asistente demacrado y de aspecto amargado. Habló dirigiéndose al acompañante; el muchacho vestía, todo desgarrado, de negro y en pantalón corto, llevaba colgado un silbato; es posible que fuera uno de los mandos y por su aspecto ensangrentado y amoratado, parecía venir de una batalla campal.

Fue llamado rápidamente. Eso salvó a los que allí estábamos de ser el siguiente en entrar a la zona de tortura, como era festivo funcionaba un único habitáculo.

La respiración rápida del chico se oía como una cascada de agua; vi su frente perlada de sudor que caía confundidos con sus lágrimas, y como el miedo atenazaba sus facciones. El movimiento mecánico y rítmico de la muleta resonaba contra el tornillo que regulaba la largura necesaria para su altura y se alejó con un eco lento y agobiante. Un distante portazo acabó con aquel ruido inhumano, e inmovilizó a todos los presentes.

II

Pensé en mi destino inminente, en el sufrimiento que iba a padecer, y percibí lo mismo en los también esperaban; respiraban en el vacío producido por la inmensidad de aquella estancia inmaculada.

Oí ladrar mi nombre al sujeto de la entrada. Ayudado por mi acompañante, me levanté temblando y renqueante, comencé a caminar por el alargado pasillo. Me parecía un purgatorio que dilataba la llegada al infierno de mi sufrimiento. Llegamos a la puerta y nada más entrar, se cerró de golpe tras de mí debido a la corriente de aire, pues estaban las ventanas abiertas de par en par. Me estremecí sobresaltado y sentí una punzada de dolor en mi pierna. El olor era muy fuerte y penetrante, había una mezcla de sudor, sangre, brebajes y tabaco. Al abrir los ojos pude ver las escaleras que me llevarían al cadalso y mis tendones desgajados, se encogieron dolorosamente. El que sería mi verdugo aquella mañana, me hizo un interrogatorio, ambos sabíamos que era una formalidad que de poco iba a servirme; indicó a mi acompañante que me ayudara a subir la pequeña escalera. El dolor se acrecentaba y se convirtió en poco menos que insoportable cuando terminé de subir los tres escalones y más aún, al recostarme para facilitar la tortura. En ese instante, temí que mis secas respuestas le hubieran predispuesto a aumentar el tormento semanal.

Puso sus manazas sobre mí y grité, grité de tal manera que rebotó en las paredes y ese eco llegó a mi cabeza como un mazazo que deshizo por un segundo, el intensísimo dolor de mi muslo. ¡Le odié a muerte! Quise defenderme, pero me agarró la mano con fuerza.

- A ver, Antón, calma, que solamente te toqué con el dedo. Te prometo que a partir de hoy mejorarás.

Quise creerle, pero llevaba ya diez masajes y la rotura de los tres tendones seguía siendo un tormento. ¡Aún no podía toser sin que el recto anterior me tirara a todo lo largo del cuerpo, ni siquiera podía ir al baño solo!

Durante el masaje intenté aislarme recordando los cuentos más descarnados y escalofriantes de Poe. No resultó. Solamente conseguí ver en el masajista al demonio de su cuento “Silencio”, y personifiqué en mi hijo, el tigre que dormitaba al lado de su tumba.

Creí oír entre mis quejidos desvariados, una risotada espeluznante...

Ángeles Sánchez Gandarillas ©
28-XII-2012

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