Los años fueron los que me empujaron hacia
ella. Era un monstruo de escalera. Nacía al borde de un arroyo que corría manso
y dulce sobre una llanura verde bañada
por una luz tan diáfana, que sólo del cielo podía llegar.
Al
principio pensé que era niquelada; me lo
hicieron sospechar los destellos que lanzaba la luz al romperse sobre sus aristas; cuando estuve
más cerca comprobé que era de plata bruñida. Solo en sueños podía ser una
escalera como aquella. Se estiraba alta, muy alta, ¡altísima…! Solo las nubes
blancas donde se difuminaba la escalera,
me impedían saber si moría sobre ellas, aunque yo sospechaba que las atravesaba
para llegar al cielo.
Y
los años me empujaron. Me agarré a sus travesaños radiantes, seguro de que era el camino que
debía seguir, y al contacto con el metal deslumbrante me llegaron los primeros
efluvios del incienso. Cuando pisé el primer peldaño, escuché aunque lejanas,
las notas tristes que alguien arrancaba de las teclas del viejo órgano, y al
compás de ellas inicié la ascensión.
Mientras subía escuché el
murmullo de voces y de rezos, entrecortado
de vez en cuando por el suspiro de un llanto. Apenas presté atención al
llanto porque los años seguían empujándome, e iba ganando altura sin esfuerzo
alguno por mi parte. Parecía como si cada travesaño que pisaba, me diera un
leve empujón hacia arriba, como si
flotara, y la escalera sirviera sólo para agarrarme, y no perder el punto de referencia que había de
llevarme al cielo.
Cuando
el coro que quedaba en la tierra comenzaba a entonar lo de “Despidamos todos juntos al hermano, y
entonemos en su honor una oración,” atravesaba yo la última masa de nubes.
Entonces la claridad extrema irisaba hasta cegarme los últimos travesaños de la
escalera. Fue cuando los vi: Cientos de ángeles revoloteaban
en torno a la escalera cuyo final se apoyaba en la puerta del paraíso.
De
repente apareció él. Era un ángel diferente a los demás; era sólo una cara
redonda pegada a unas alas que no supe precisar
si estaban formadas de plumas blancas o de algodón plateado, pero no me
gustó la ironía que se reflejaba en su sonrisa. Aquel ángel resultó ser un
cabroncete, que cuando yo me dispuse a subir el último peldaño, quitó el
travesaño, y bajé dando tumbos hasta encontrarme de nuevo en la tierra.
Comprendí que me había equivocado de escalera,
y descubrí a mi izquierda la que de momento
supuse que era la buena. No era de travesaños, ni se empinaba buscando
el cielo. Eran peldaños hechos con losas compactas de piedra, y agarrándome con
fuerza a unos pasamanos de hierro que a mi no me gustaron nada, los años me empujaron a iniciar de nuevo la ascensión. Esta vez se
hizo más dura la subida, y cuando llegué a la cima me encontré en un despacho
de la planta baja del Ayuntamiento, donde Ana y Patricia resolvían los asuntos
sociales.
-Pero
Jesús, si ya te lo confirmamos la semana pasada: Este año el Inserso
te ha concedido diez días de
vacaciones en Menorca. Dentro de una semana os avisaremos para haceros entrega
de la documentación…
Y
de nuevo la edad me desorientó. Me
encontré otra vez en la plaza del pueblo buscando la escalera correcta. La descubrí enseguida:
Esta vez eran peldaños de baldosas prefabricadas, y me agarré con fuerza al
pasamanos de hierro para conseguir que mi cuerpo remontara los tres pisos que
llevan a la sede de Radio Occidental.
Rufo terminaba de lanzar en las ondas el último éxito de su compositor favorito,
antes de cederle el puesto a Sara al micrófono. Cuando llegué, el muchacho
me interrogó con la mirada, en tanto que a Sara se la caía al suelo su teléfono
móvil, y sobre él, su habitual botellín de agua
-
Pero Jesús, - Me dijeron a la par ambos locutores.- Que hoy no tenéis lectura en la radio. ¿No
recuerdas que es los lunes?
Entonces
me enfadé seriamente con mi edad. Le
exigí que fuera la última vez que me
empujaba en direcciones o fechas que no fueran correctas, y al momento me indicó una nueva dirección:
Esta vez fue una escalera con peldaños y
pasamanos de madera, que me llevó hasta una puerta también de noble madera, que
cedió a la más leve presión para dejarme expedita la entrada
Caminé
hasta el fondo, y allí, entre
silenciosos ordenadores, estabais todos vosotros, los miembros del Taller de
Escritura, cada uno con la historia de una escalera relatada en un papel que
teníais en la mano. Foncho dispuso el orden en que cada cual debía leer lo
suyo, y así supimos lo mucho que una escalera puede dar de sí cuando nos
decidimos hablar de ella.
A
mí, ya lo visteis; la edad me hizo dar tumbos de una escalera a otra, hasta
encontrar el sitio perfecto, que es con
todos vosotros, en nuestro entrañable
Taller…
Jesús González González ©
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