domingo, 20 de enero de 2013

LA ESCALERA




             Los años fueron los que me empujaron hacia ella. Era un monstruo de escalera. Nacía al borde de un arroyo que corría manso y dulce  sobre una llanura verde bañada por una luz tan diáfana, que sólo del cielo podía llegar.



            Al principio pensé  que era niquelada; me lo hicieron sospechar los destellos que lanzaba la luz  al romperse sobre sus aristas; cuando estuve más cerca comprobé que era de plata bruñida. Solo en sueños podía ser una escalera como aquella. Se estiraba alta, muy alta, ¡altísima…! Solo las nubes blancas donde se difuminaba  la escalera, me impedían saber si moría sobre ellas, aunque yo sospechaba que las atravesaba para llegar al cielo.



            Y los años me empujaron. Me agarré a sus travesaños  radiantes, seguro de que era el camino que debía seguir, y al contacto con el metal deslumbrante me llegaron los primeros efluvios del incienso. Cuando pisé el primer peldaño, escuché aunque lejanas, las notas tristes que alguien arrancaba de las teclas del viejo órgano, y al compás de ellas inicié la ascensión.



Mientras subía escuché el murmullo de voces y de rezos, entrecortado  de vez en cuando por el suspiro de un llanto. Apenas presté atención al llanto porque los años seguían empujándome, e iba ganando altura sin esfuerzo alguno por mi parte. Parecía como si cada travesaño que pisaba, me diera un leve empujón hacia arriba, como si   flotara, y la escalera sirviera sólo para agarrarme, y no perder  el punto de referencia que había de llevarme  al cielo.



            Cuando el coro que quedaba en la tierra comenzaba a entonar lo de “Despidamos todos juntos al hermano, y entonemos en su honor una oración,” atravesaba yo la última masa de nubes. Entonces la claridad extrema irisaba hasta cegarme los últimos travesaños de la escalera. Fue cuando los vi: Cientos de ángeles   revoloteaban  en torno a la escalera cuyo final se apoyaba en la puerta del paraíso.



            De repente apareció él. Era un ángel diferente a los demás; era sólo una cara redonda pegada a unas alas que no supe precisar  si estaban formadas de plumas blancas o de algodón plateado, pero no me gustó la ironía que se reflejaba en su sonrisa. Aquel ángel resultó ser un cabroncete, que cuando yo me dispuse a subir el último peldaño, quitó el travesaño, y bajé dando tumbos hasta encontrarme de nuevo en la tierra.



             Comprendí que me había equivocado de escalera, y descubrí a mi izquierda la que de momento  supuse que era la buena. No era de travesaños, ni se empinaba buscando el cielo. Eran peldaños hechos con losas compactas de piedra, y agarrándome con fuerza a unos pasamanos de hierro que a mi no me gustaron nada,  los años me empujaron  a iniciar de nuevo la ascensión. Esta vez se hizo más dura la subida, y cuando llegué a la cima me encontré en un despacho de la planta baja del Ayuntamiento, donde Ana y Patricia resolvían los asuntos sociales.



            -Pero Jesús, si ya te lo confirmamos la semana pasada: Este año  el Inserso  te ha concedido  diez días de vacaciones en Menorca. Dentro de una semana os avisaremos para haceros entrega de la documentación…



            Y de nuevo la edad me desorientó.  Me encontré otra vez en la plaza del pueblo buscando  la escalera correcta. La descubrí enseguida: Esta vez eran peldaños de baldosas prefabricadas, y me agarré con fuerza al pasamanos  de  hierro para conseguir que  mi cuerpo remontara los tres pisos que llevan  a la sede de Radio Occidental. Rufo terminaba de lanzar  en las ondas  el último éxito de su compositor favorito, antes de cederle el puesto a Sara al micrófono. Cuando llegué, el muchacho me interrogó con la mirada, en tanto que a Sara se la caía al suelo su teléfono móvil, y sobre él,  su habitual  botellín de agua 



            - Pero Jesús, - Me dijeron a la par ambos locutores.- Que hoy  no tenéis lectura en la radio. ¿No recuerdas  que es los lunes?



            Entonces me enfadé seriamente  con mi edad. Le exigí  que fuera la última vez que me empujaba en direcciones o fechas que no fueran correctas,  y al momento me indicó una nueva dirección: Esta vez fue una escalera con peldaños  y pasamanos de madera, que me llevó hasta una puerta también de noble madera, que cedió a la más leve presión para dejarme expedita la entrada



            Caminé hasta el fondo, y allí,  entre silenciosos ordenadores, estabais todos vosotros, los miembros del Taller de Escritura, cada uno con la historia de una escalera relatada en un papel que teníais en la mano. Foncho dispuso el orden en que cada cual debía leer lo suyo, y así supimos lo mucho que una escalera puede dar de sí cuando nos decidimos hablar de ella.



            A mí, ya lo visteis; la edad me hizo dar tumbos de una escalera a otra, hasta encontrar el sitio perfecto, que es  con todos vosotros, en  nuestro entrañable Taller…



                                               Jesús González González  ©

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