sábado, 9 de noviembre de 2013

FIEBRE HELADA.



Con este título, dime tú a mí ahora, qué es lo que yo puedo escribir. A este hombre que nos dirige, se la antojó eso, que escribiéramos sobre la fiebre o sobre el hielo, y como no encontraba nada que decir de lo uno ni de lo otro, fundí ambas palabras en una oración para ver si así salía algo. ¡Pero, que si quieres  arroz, Catalina!

Primero pensé titularlo al revés: “Hielo con fiebre”, pero no le encontraba sentido. Además, a poca fiebre que tuviera el hielo, este dejaba de ser hielo para convertirse en agua, que hasta los humanos cuando recibimos un poco de calor ajeno, enseguida nos derretimos. ¿O no? El caso es que cómo vi  que con ese título no iba a ninguna parte, me decidí por el que el que ves.  Pero como si nada, que tampoco arranco.

¡Y mira lo que son las cosas! Aburrido con tanta duda, apagué el “ordenata” y me fui dando un paseo hasta la biblioteca para preguntar a Samuel si había nuevas noticias sobre el viaje del miércoles a Oviedo, y en el camino  creo que encontré tema sobre el hielo y hasta sobre la fiebre.

Verás: Subí por las escalerucas que dan al Callejón del Carbonero, pero no fui por el Callejón del Carbonero, porque este, según tengo entendido, es el que va dar al colegio de las monjas. No, yo subí por el que va a dar a la calle del Castillo, justo entre el juzgado y la biblioteca.  (Pregunté a media docena de personas  como se llama este camino, y saqué en consecuencia, que no lo debe  saber  ni el alcalde del pueblo, porque todo el mundo se quedó con las ganas de informarme, pero nadie lo pudo hacer).  El camino es empinado,  está muy bien empedrado, y es  lo que podría definirse como un híbrido entre calle y escalera. Para más señas de identificación, a mí me costó un huevo subirle.

Así que hice tres o cuatro paradas, para descansar recostado sobre las paredes de las huertas que hay a la izquierda. En la parada primera advertí que empezaban a subir tres señoritas, y que lo hacían con mucha más ligereza que yo; en la segunda parada ya supe por su acento que eran de Madrid para abajo porque ceceaban  y se comían las eses. Y en la tercera, dejé que me pasaran.

¡Oye! ¡Como si pasaran delante de un perro! Peor aún, que a un perro por lo menos se le mira por ver si es guapo o feo, y a mí me ignoraron como una basura más de las que había por el suelo. Entonces las “chité”; ellas se pararon, se volvieron, y yo les pregunté:

-¿Queréis que os cuente una historia muy corta?

Y les narré lo que ya he contado alguna vez más:

-Cuando yo era niño, en mi pueblo  todos los animales domésticos andaban sueltos por las callejas del pueblo, y los “chones”, que son los que vosotras conoceréis sin dunda  por cochinos o por cerdos, cuando uno tropezaba a otro,  le acercaba el morro y gruñían los dos. Quiero deciros que en aquellos tiempos hasta los guarros se saludaban.

Creo que se quedaron heladas. ¡Mira, ya escribí sobre el hielo! Me pidieron disculpas, y continuaron andando.  Pero no paró ahí  la cosa. Llegadas a la calle del Castillo las vi paradas y dudando si seguir para arriba, o ir hacia abajo. Las volví a “chitar”.

-Esperar un  segundo a que suba.

Las encontré a las tres más coloradas que si tuvieran 40 de fiebre.  ¡Hablé del tema!  Se esforzaban por sonreír.

-¿Veis de qué vale que seamos conocidos?  Ahora me necesitáis para preguntarme, y yo os informo con mucho gusto. Bajáis hasta el Castillo, pagáis euro y medio que cuesta la entrada, y le visitáis, que merece la pena. Si os gusta la fotografía, desde las almenas tenéis unas panorámicas, que ni en sueños las habéis visto mejores. Luego subís todo recto hasta la Iglesia, pagáis otro euro y pico, y la visitáis por dentro, que también merece la pena. Ya quisieran muchas catedrales tener esas arcadas.

Me dieron veinte veces las gracias, y se fueron. Samuel me informó que salíamos el miércoles a las diez de la mañana, y luego me encontré con Nieves, a quien le conté lo ocurrido con las andaluzas de marras.

-Pues escribe sobre ello. –Me dijo.

Gracias Nieves, me sacaste del apuro. Ya encontré tema.


Jesús González ©

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