No había quien los
arrostrara hacia casa. Que si la última
aquí, que si la espuela allá… o en Medas…
Ante la cara agotada
de mi compañero, arranqué el coche.
Marian también se apuntó a la seguridad que le ofrecía el auto
rojo. Mi copiloto me exhortaba a que
redujera la velocidad pero eran las luces zigzagueantes y perseguidoras las que
me obligaban a pisar el acelerador como
una posesa. Cruzamos la plaza y
aparcamos a un kilómetro de ella, en el único espacio que la suerte nos señaló.
Como en las corridas
de Pamplona, llegaron tres toros bravos a la plaza. Sus frenadas dejaban dibujos sobre el
pavimento lustroso. Los acompañantes se
apearon con avidez. Y, sin mediar
palabra, comenzó el desafío.
Los círculos
concéntricos de cada vehículo se abrían y cerraban como las proezas de los
autos de choque. La osadía iba
mostrándose, en breve, más agresiva. Fue
cuando mi acompañante, temiendo el peligro, se escabulló a casa.
Después, comenzó la
segunda fase del reto: cada auto intentaba superar la velocidad de los otros, y
tanto luchaban por la línea perpendicular,
que nuestros oídos percibían el choque de las chapas pero llegado el
punto agónico llegaban los giros milagrosos de los volantes que los velocípedos contoneándose salían disparados
en otra dirección.
El olor a
chamusquina: caucho quemado, gasolina
en combustión, alquitrán rezumante nos bloqueó las fosas
nasales y casi nos enfermó de asma.
Mi mirada, por segundos, atisbaba el semblante de “mi amigo”
beodo, enloquecido… y fue entonces cuando, entristecida, decidí alejarme de aquel
lugar letal; quizá con esto, se dulcificara su corazón. Él
adivinó mi deseo, cambió de
marcha… aceleró y subió las ruedas delanteras a la acera. El parachoques fue a estrellarse contra la pared. Me quedé petrificada a unos centímetros. Mientras el auto rechinaba en su marcha
atrás, mis amigas se abalanzaron y me llevaron en volandas al pórtico de la
iglesia. Ocho escalones, por lo menos,
lo alzaban sobre la plaza.
Luego, los tres vehículos
recularon (yo visualicé los toros babeantes de Pamplona subiéndose sobre el
vallado arremetiendo contra los obstáculos y los espectadores). Los tres autos guiados también por el deseo
de exterminio avanzaron fanáticos y se alzaron
-como en una prueba de trial-
hasta el descansillo de la escalera y allí se ahogaron del esfuerzo con
más de medio cuerpo en el aire.
El estruendo fue brutal, los capós abollados, las caras de los
verdugos incrustadas contra el parabrisas ofrecían un panorama esperpéntico.
En virtud de la
energía potencial, los carros dieron con la parte trasera contra la plaza, que
los recibió destrozándoles la
retaguardia.
Ella que había sido mimada durante horas y más horas, (primero la desocuparon de todo peso para recibir la feria anual de ganadería
amaestrada, luego la restregaron con
espumosos y refrescantes chorros, por último
la acicalaron con una pancarta de bienvenida), ahora,
se vengaba de los dementes.
Ellas
formaban un ovillo pegajoso de abrazos mojados.
Ellos atónitos, con las caras lívidas,
sin expresión, solo veían tres trastos mortecinos
San
Vicente de la Barquera, a 8 de enero de 2014
Isabel Bascaran ©
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