sábado, 18 de enero de 2014

LA PLAZA




  No había quien los arrostrara hacia casa.   Que si la última aquí, que si la espuela allá… o en Medas…

  Ante la cara agotada de mi compañero, arranqué el coche.  Marian también se apuntó a la seguridad que le ofrecía el auto rojo.  Mi copiloto me exhortaba a que redujera la velocidad pero eran las luces zigzagueantes y perseguidoras las que me obligaban  a pisar el acelerador como una posesa.  Cruzamos la plaza y aparcamos a un kilómetro de ella, en el único espacio que la suerte nos señaló.

  Como en las corridas de Pamplona, llegaron tres toros bravos a la plaza.  Sus frenadas dejaban dibujos sobre el pavimento lustroso.  Los acompañantes se apearon con avidez.  Y, sin mediar palabra, comenzó el desafío.

 Los círculos concéntricos de cada vehículo se abrían y cerraban como las proezas de los autos de choque.  La osadía iba mostrándose, en breve, más agresiva.  Fue cuando mi acompañante, temiendo el peligro, se escabulló a casa.

  Después, comenzó la segunda fase del reto: cada auto intentaba superar la velocidad de los otros, y tanto luchaban por la línea perpendicular,  que nuestros oídos percibían el choque de las chapas pero llegado el punto agónico llegaban los giros milagrosos de los volantes que  los velocípedos contoneándose salían disparados en otra dirección.

  El olor a chamusquina: caucho quemado, gasolina  en  combustión,  alquitrán rezumante nos bloqueó las fosas nasales y casi nos enfermó de asma.   

Mi mirada, por segundos, atisbaba el semblante de “mi amigo” beodo, enloquecido… y fue entonces cuando, entristecida, decidí alejarme de aquel lugar letal; quizá con esto, se dulcificara su corazón.  Él  adivinó mi deseo,  cambió de marcha… aceleró y subió las ruedas delanteras a la acera.  El parachoques fue a estrellarse contra la pared.  Me quedé petrificada a unos centímetros.   Mientras el auto rechinaba en su marcha atrás, mis amigas se abalanzaron y me llevaron en volandas al pórtico de la iglesia.  Ocho escalones, por lo menos, lo alzaban sobre la plaza.

 Luego, los tres vehículos recularon (yo visualicé los toros babeantes de Pamplona subiéndose sobre el vallado arremetiendo contra los obstáculos y los espectadores).  Los tres autos guiados también por el deseo de exterminio avanzaron fanáticos y se alzaron  -como en una prueba de trial-  hasta el descansillo de la escalera y allí se ahogaron del esfuerzo con más de medio cuerpo en el aire.

El estruendo fue brutal, los capós abollados, las caras de los verdugos incrustadas contra el parabrisas ofrecían un panorama esperpéntico.

  En virtud de la energía potencial, los carros dieron con la parte trasera contra la plaza, que los recibió  destrozándoles la retaguardia.

Ella que había sido mimada durante horas y más horas, (primero la desocuparon de todo peso para recibir la feria anual de ganadería amaestrada,  luego la restregaron con espumosos y refrescantes chorros, por último  la acicalaron con una pancarta de bienvenida),  ahora,  se vengaba de los dementes.

 Ellas formaban un ovillo pegajoso de abrazos mojados.

Ellos atónitos, con las caras lívidas, sin expresión, solo veían tres trastos mortecinos

            San Vicente de la Barquera, a 8 de enero de 2014   
                                    Isabel Bascaran ©

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