sábado, 25 de octubre de 2014

COMER




Pocas experiencias hay en la vida más insoportables que observar a la gente comer. Nótese que todo organismo vivo es, en esencia, un tubo intestinal que comienza en una boca y termina en un ano. Todo lo demás, no son más que órganos adicionales para ayudar a que ese intestino sea más fuerte, pueda defenderse de los peligros que le acechen, sea más listo y obtenga más alimento, almacene y dosifique mejor la energía de lo que procesa para no tener que comer incesablemente, etc. Pero lo básico, lo esencial, desde una miserable lombriz de tierra hasta un orgulloso miembro de un taller de escritura, pasando por los peces, pájaros, comadrejas, ratas, gatos, perros, vacas, elefantes…; lo esencial de cualquier ser vivo es un tubo más o menos largo, que empieza en una boca, por la que engulle trozos de animales o vegetales, y acaba en un ano que expulsa al exterior lo que queda después de haber extraído toda la sustancia útil durante su tránsito por el intestino. Eso somos en esencia: una guarrería, porque la boca y el ano no son más que los dos extremos de la misma cosa.

Desde el mismo momento que alguien se lleva un trozo de alimento al hocico, comienza un proceso que, si bien lo pensamos, es tan necesario como repugnante. Y sin embargo, la contemplación de esa parte del proceso, el comienzo, a casi nadie parece suponerle ningún problema. La gente incluso disfruta con tan degradante espectáculo, hasta tal punto que se reúne para practicarlo en comunidad. A nadie le gustaría que una serie de personas se congregaran a su alrededor para, juntos, compartir el acto de la finalización de tan cotidiano proceso digestivo; que todos juntos departieran sobre sus actividades diarias, o hablaran de sus negocios, o se contaran chistes, mientras los unos se encendieran en apretones titánicos por ayudar a acelerar la, a veces, resistente culminación de la digestión mientras otros acompañaran con fétidos acordes intestinales sus fructíferas labores deyectoras. A nadie se le ocurriría, efectivamente, porque todos sentimos una innata aversión a compartir los momentos finales del proceso.

En cambio, por alguna razón misteriosa, a casi ningún mortal le representa un problema compartir el inicio de ese mismo proceso, cuando esta fase temprana es casi igualmente vomitiva que la fase tardía. Tener enfrente a un organismo que abre la boca y mete en ella un trozo de alimento; ver cómo sus mandíbulas lo trituran produciendo nauseabundos sonidos pastosos; contemplar con horror cómo se afana en hablar mientras come, mostrando en la negrura de su cavidad bucal, sobre una lengua rosada, fragmentos de comida a medio deglutir, en un incipiente y repulsivo bolo alimenticio aglutinado por una masa salivar que ya ha comenzado su implacable proceso de disgregación; sufrir el bombardeo ocasional de  pequeños perdigones de alimento y saliva que aterrizan en platos ajenos, esparciendo su cochina contaminación; ser testigo de la metamorfosis de esas mejillas que se van sonrosando por el ejercicio muscular deglutorio y la simultánea ingestión de vino, esos ojos que se van tornando vidriosos por la gula, ese en grado extremo infamante ascender y descender de la prominencia laríngea que llamamos “nuez de Adán” y que delata el despacho a las interioridades del tubo digestivo de otro lote de material orgánico ya listo para su procesamiento… ¿No es todo ello igualmente abyecto que la actividad que tiene lugar al otro extremo del intestino? ¡Y qué decir de la amenaza de unas mejillas que se hinchan por la presión de incontenidos eructos que, ascendentes por el garguero, aun amortiguados por unos labios sibilantes, son expelidos a un aire que no pueden evitar respirar los demás comensales que comparten tan asquerosa experiencia gustativa! Y sin embargo, todo el mundo parece disfrutar comiendo en público, sin el más mínimo pudor. Si la humanidad retuviera un resquicio de sensibilidad, si no hubiera perdido ya todo vestigio de recato y decencia, mantendría con respecto a la ingestión de alimentos la misma actitud reservada y recoleta que tiene para su defecación. 

De hecho, hay escasas noticias de gente lo suficientemente sensible y refinada como para haber comprendido esto. Es sabido que los papas solían comer solos, aunque ignoro si también en eso se han doblegado a las vulgares costumbres de la plebe. En cualquier caso, era una inteligente actitud. ¿Cómo esperar sentidas y genuinas reverencias de quienes les hubieran visto en tan estomagante y mundana actitud? Supieron entenderlo y ocultarse al mundo en tan infamantes labores, ya fueran de inicio como de conclusión del proceso digestivo. Asimismo, he tenido noticia de algunos máximos dirigentes militares que obraban de igual forma, por mantener el respeto de sus subordinados. Pero son una minoría tan insignificante que, a todos los efectos prácticos, no existen. La humanidad permite, con descaro e insolencia, que se le vea comer, aunque sea como cerdos, dicho esto con el debido respeto hacia los porcinos, ya que, en definitiva, no hacen ni más ni menos que lo mismo que nosotros, con ligerísimas variantes gestuales y acústicas que, en lo esencial, nada cambian.

En una sociedad realmente civilizada, los restaurantes deberían estar dispuestos de tal forma que nadie viera ni oyera a los demás, sino que cada comensal efectuara su ofensivo cometido en la más absoluta privacidad. Estarían, pues, dispuestos a modo de enormes colmenas compuestas de minicomedores individuales, los cuales, exteriormente, en poco se diferenciarían de los cubículos privados que nos son tan familiares para realizar las igualmente necesarias tareas excretoras. En las casas, las mesas de comedor tendrían la forma de una herradura, sentándose todos los comensales en la parte interior, de tal forma que nadie viera a los demás. Se puede objetar que, si bien es cierto que tan ingeniosa disposición evitaría a todos el inmundo espectáculo visual de la deglución ajena, no impediría, sin embargo, que se oyeran los ultrajantes sonidos inherentes a tan vergonzosa labor, pero, al ser todos miembros o amigos de la familia, podría excusárseles tal falta de pudor. 

De esta forma tan sencilla, podría la raza humana elevarse un peldaño más en la carrera evolutiva y ennoblecer un poco sus hábitos de convivencia. Mire cada uno a su vecino: ¿no sentiría más respeto por él si nunca le hubiera visto en el infecto acto de masticar y tragar? ¿Si nunca hubiera visto su boca ocupada en otro cometido que no fuera el de hablar? Aunque…, bien pensado, incluso el acto de hablar puede resultar bastante fétido y ahuyentador, pero eso escapa ya al objeto de este modesto ensayo sobre la dignificación del acto de comer. Señoras y señores: ¡buen provecho!

José-Pedro Cladera ©

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