Pocas experiencias hay en la vida
más insoportables que observar a la gente comer. Nótese que todo organismo vivo
es, en esencia, un tubo intestinal que comienza en una boca y termina en un
ano. Todo lo demás, no son más que órganos adicionales para ayudar a que ese
intestino sea más fuerte, pueda defenderse de los peligros que le acechen, sea
más listo y obtenga más alimento, almacene y dosifique mejor la energía de lo
que procesa para no tener que comer incesablemente, etc. Pero lo básico, lo
esencial, desde una miserable lombriz de tierra hasta un orgulloso miembro de
un taller de escritura, pasando por los peces, pájaros, comadrejas, ratas,
gatos, perros, vacas, elefantes…; lo esencial de cualquier ser vivo es un tubo
más o menos largo, que empieza en una boca, por la que engulle trozos de animales
o vegetales, y acaba en un ano que expulsa al exterior lo que queda después de
haber extraído toda la sustancia útil durante su tránsito por el intestino. Eso
somos en esencia: una guarrería, porque la boca y el ano no son más que los dos
extremos de la misma cosa.
Desde el mismo momento que
alguien se lleva un trozo de alimento al hocico, comienza un proceso que, si
bien lo pensamos, es tan necesario como repugnante. Y sin embargo, la
contemplación de esa parte del proceso, el comienzo, a casi nadie parece
suponerle ningún problema. La gente incluso disfruta con tan degradante
espectáculo, hasta tal punto que se reúne para practicarlo en comunidad. A
nadie le gustaría que una serie de personas se congregaran a su alrededor para,
juntos, compartir el acto de la finalización de tan cotidiano proceso
digestivo; que todos juntos departieran sobre sus actividades diarias, o
hablaran de sus negocios, o se contaran chistes, mientras los unos se
encendieran en apretones titánicos por ayudar a acelerar la, a veces,
resistente culminación de la digestión mientras otros acompañaran con fétidos
acordes intestinales sus fructíferas labores deyectoras. A nadie se le
ocurriría, efectivamente, porque todos sentimos una innata aversión a compartir
los momentos finales del proceso.
En cambio, por alguna razón
misteriosa, a casi ningún mortal le representa un problema compartir el inicio
de ese mismo proceso, cuando esta fase temprana es casi igualmente vomitiva que
la fase tardía. Tener enfrente a un organismo que abre la boca y mete en ella
un trozo de alimento; ver cómo sus mandíbulas lo trituran produciendo
nauseabundos sonidos pastosos; contemplar con horror cómo se afana en hablar
mientras come, mostrando en la negrura de su cavidad bucal, sobre una lengua
rosada, fragmentos de comida a medio deglutir, en un incipiente y repulsivo
bolo alimenticio aglutinado por una masa salivar que ya ha comenzado su
implacable proceso de disgregación; sufrir el bombardeo ocasional de pequeños perdigones de alimento y saliva que
aterrizan en platos ajenos, esparciendo su cochina contaminación; ser testigo
de la metamorfosis de esas mejillas que se van sonrosando por el ejercicio
muscular deglutorio y la simultánea ingestión de vino, esos ojos que se van
tornando vidriosos por la gula, ese en grado extremo infamante ascender y
descender de la prominencia laríngea que llamamos “nuez de Adán” y que delata
el despacho a las interioridades del tubo digestivo de otro lote de material
orgánico ya listo para su procesamiento… ¿No es todo ello igualmente abyecto
que la actividad que tiene lugar al otro extremo del intestino? ¡Y qué decir de
la amenaza de unas mejillas que se hinchan por la presión de incontenidos
eructos que, ascendentes por el garguero, aun amortiguados por unos labios sibilantes,
son expelidos a un aire que no pueden evitar respirar los demás comensales que
comparten tan asquerosa experiencia gustativa! Y sin embargo, todo el mundo
parece disfrutar comiendo en público, sin el más mínimo pudor. Si la humanidad
retuviera un resquicio de sensibilidad, si no hubiera perdido ya todo vestigio
de recato y decencia, mantendría con respecto a la ingestión de alimentos la
misma actitud reservada y recoleta que tiene para su defecación.
De hecho, hay escasas noticias de
gente lo suficientemente sensible y refinada como para haber comprendido esto.
Es sabido que los papas solían comer solos, aunque ignoro si también en eso se
han doblegado a las vulgares costumbres de la plebe. En cualquier caso, era una
inteligente actitud. ¿Cómo esperar sentidas y genuinas reverencias de quienes
les hubieran visto en tan estomagante y mundana actitud? Supieron entenderlo y
ocultarse al mundo en tan infamantes labores, ya fueran de inicio como de
conclusión del proceso digestivo. Asimismo, he tenido noticia de algunos
máximos dirigentes militares que obraban de igual forma, por mantener el
respeto de sus subordinados. Pero son una minoría tan insignificante que, a
todos los efectos prácticos, no existen. La humanidad permite, con descaro e
insolencia, que se le vea comer, aunque sea como cerdos, dicho esto con el
debido respeto hacia los porcinos, ya que, en definitiva, no hacen ni más ni
menos que lo mismo que nosotros, con ligerísimas variantes gestuales y
acústicas que, en lo esencial, nada cambian.
En una sociedad realmente
civilizada, los restaurantes deberían estar dispuestos de tal forma que nadie
viera ni oyera a los demás, sino que cada comensal efectuara su ofensivo
cometido en la más absoluta privacidad. Estarían, pues, dispuestos a modo de enormes
colmenas compuestas de minicomedores individuales, los cuales, exteriormente,
en poco se diferenciarían de los cubículos privados que nos son tan familiares
para realizar las igualmente necesarias tareas excretoras. En las casas, las
mesas de comedor tendrían la forma de una herradura, sentándose todos los
comensales en la parte interior, de tal forma que nadie viera a los demás. Se
puede objetar que, si bien es cierto que tan ingeniosa disposición evitaría a
todos el inmundo espectáculo visual de la deglución ajena, no impediría, sin
embargo, que se oyeran los ultrajantes sonidos inherentes a tan vergonzosa
labor, pero, al ser todos miembros o amigos de la familia, podría excusárseles
tal falta de pudor.
De esta forma tan sencilla,
podría la raza humana elevarse un peldaño más en la carrera evolutiva y
ennoblecer un poco sus hábitos de convivencia. Mire cada uno a su vecino: ¿no
sentiría más respeto por él si nunca le hubiera visto en el infecto acto de
masticar y tragar? ¿Si nunca hubiera visto su boca ocupada en otro cometido que
no fuera el de hablar? Aunque…, bien pensado, incluso el acto de hablar puede
resultar bastante fétido y ahuyentador, pero eso escapa ya al objeto de este
modesto ensayo sobre la dignificación del acto de comer. Señoras y señores:
¡buen provecho!
José-Pedro Cladera ©
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